THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Francia ante el abismo o el último accidente de Saint-Exupéry

«Las legislativas francesas demuestran que el terreno común ha sido carcomido por los extremos, y desde los extremos no se pueden resolver los problemas concretos»

Opinión
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Francia ante el abismo o el último accidente de Saint-Exupéry

Marine Le Pen y Jordan Bardella. | Europa Press

Ahora que Francia se suicida delante de nuestros ojos, con una segunda vuelta que no deja satisfecho a nadie, pero que demuestra una vez más que el radicalismo de la derecha induce al radicalismo análogo de la izquierda y viceversa, no puedo dejar de pensar en Saint-Exupéry, el mejor representante de la Francia del espíritu, ese noble con mirada de niño y alma de poeta para quien la libertad no era una abstracción: murió defendiéndola.

Saint-Exupéry, quizá el autor más leído del mundo por su libro El Principito, tuvo un extraño destino como autor: se ganó la posteridad literaria con una obra maestra que opacó, hasta la fecha, al menos dos o tres libros del mismo valor o incluso mayor: Vuelo de noche, Piloto de guerra y el indiscutible Tierra de los hombres, que escribió después del accidente más grave de su carrera, al despegar de Guatemala en 1938 (otro accidente célebre de los varios que sufrió fue en el desierto de Libia, tres años antes). Para adentrarse en toda esta obra, en el humanismo apartidista de Saint-Exupéry, es Carta a un rehén, por su vocación de manifiesto.

«Si tuviera que quedarme con un pasaje de Carta a un rehén, escogería su recuerdo de la Guerra Civil española»

Escrito desde su incómodo exilio en Estados Unidos, que romperá para unirse a los aliados –desaparecería, casi con toda seguridad derribado por un alemán, en un vuelo de reconocimiento, en 1944–, el texto se llamaba originalmente Carta a León Werth. El nombre le suena a cualquiera por ser la persona a la que está dedicada El Principito, quizá la mejor dedicatoria de todas las que se han escrito. Como Werth había quedado en Francia, era un escritor surrealista, de tendencias anarquistas y padre judío, la prudencia obligó a ocultar su nombre. Es válido pensar que por compensar esa censura obligada es que quiso mencionar a su viejo amigo en el libro infantil y dedicárselo. Paradójicamente, Werth sobrevivió a la guerra y escribirá sobre el aviador, dibujante, juerguista, mujeriego, matemático y genio que fue su amigo un libro magnífico: Saint-Exupéry, tel que je l’ai connu).

Carta a un rehén tiene algunas claves de la obra de Saint-Ex. A saber, que el hombre no es una realidad dada, sino una aspiración que se alcanza sólo desde la tolerancia por los otros seres humanos y desde la creación; que la soledad y el aislamiento (él vivió tres años en el Sahara, y los consideró los más felices de su vida) es una oportunidad para detonar lo que uno de verdad lleva dentro: «El Sahara está más vivo que una capital, y si se desmagnetizaran los polos esenciales de la vida, la ciudad más abigarrada se vacía»; que la amistad no necesita de la presencia, pero sí exige no juzgar: «Cuando invito a un amigo a mi mesa le ruego que se siente, pero si cojea no le pido que baile», y que es imposible filosóficamente que triunfe el fascismo, que rechaza «las contradicciones creativas» y quiere fundar por mil años «el robot del hormiguero»: «El orden por el orden castra en el hombre su poder esencial, que consiste en transformar tanto el mundo como a sí mismo».

Si tuviera que quedarme con un pasaje de Carta a un rehén, escogería su recuerdo de la Guerra Civil española, cuando una patrulla anarquista lo detiene de madrugada, con una cámara de fotos y en una estación de tren, y él ha olvidado su credencial de periodista. Teme por su vida, puede ser uno más de los fusilamientos arbitrarios de esos falsos justicieros: «Las vanguardias revolucionarias del partido que sean no cazan hombres (no aprecian la sustancia del hombre) sino síntomas. La verdad contraria les parece una enfermedad epidérmica. Por un síntoma dudoso se despacha a los contagios al lazareto de aislamientos. El cementerio». 

Saint-Ex murió como resistente, pero no soportaba a Charles de Gaulle. Le parecía que su liderazgo carismático era necesario para la guerra, pero sería un problema para la paz. Su capacidad de dividir a los franceses lo hacía peligroso en democracia, como la historia acabaría por darle la razón. En la serie de tres artículos que publicó en Paris-Soir en octubre de 1938, después del Pacto de Múnich, con el título general de «¿La paz o la guerra?», narró la historia de las gacelas que intentó domesticar en Cabo Juby, territorio del antiguo protectorado español de Marruecos donde la compañía Aéropostale lo había destinado como piloto de correos.

Explica que las gacelas que nacen en cautiverio parecen domesticadas hasta que alcanzan cierta edad y ya no resisten vivir entre rejas y luchan con todas sus fuerzas contra el corral. El pastor sabe que tiene que liberarlas o morirán contra la barda. Dice Saint-Exupéry: «Lo que buscan, ustedes lo saben, es la extensión que las consumará. Quieren ser gacelas y bailar su danza. Quieren conocer la fuga rectilínea a ciento treinta kilómetros por hora, cortada de bruscos saltos, como si, de un lado al otro, escapasen llamaradas de la arena. ¡Poco importan los chacales, si la verdad de las gacelas es saborear el miedo que las obliga a superarse, y logra de ellas las mayores acrobacias!». Efectivamente el espíritu humano, tarde o temprano, es indomesticable

Las legislativas francesas demuestran que el terreno común ha sido carcomido por los extremos, y desde los extremos no se pueden resolver los problemas concretos. Detrás de las soflamas de la extrema derecha y la extrema izquierda se enmascara el sentimiento religioso, no la razón. Es urgente volver al humanismo tolerante e integrador de Saint-Ex. Bajar los decibelios, dejar la rabia. Tender puentes. Es la tarea de nuestra generación. 

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