José María Álvarez: felicidad lectora absoluta
«La lectura auténtica es la relectura y lo que se relee de verdad son los poemas que nos apasionan. La emoción y el gusto se reproducen, o nacen de nuevo cada vez»
Tener un poeta de cabecera es la felicidad lectora absoluta. La lectura auténtica es la relectura y lo que se relee de verdad, una y otra vez, son los poemas que nos apasionan. Gozan del mismo privilegio que las canciones. La lectura repetida, en espiral, va imantando las palabras y estableciendo relaciones entre ellas; y entre ellas y el mundo y la vida. La emoción y el gusto se reproducen, o nacen de nuevo mágicamente cada vez. Hasta que después de semanas, meses o años (el tiempo no se puede precisar, porque es más mítico que cronológico) salimos de ese círculo (literalmente enamorado), en el que se queda encerrada, preservada, una época de nuestra biografía. En adelante podremos asomarnos y evocarla, pero ya pasó.
El poeta de cabecera se cumple mejor si lo tenemos en un único libro; en realidad, es un libro de poemas de cabecera lo que tenemos. Yo tuve las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, las Poesías completas de Antonio Machado, un poco Cántico de Jorge Guillén, La realidad y el deseo de Luis Cernuda, Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma, la Poesía 1970-1984 de Luis Antonio de Villena, la Poesía completa de Cavafis, la Obra poética de Borges, los Poemas (1935-1975) de Octavio Paz, la antología Zona de Apollinaire, Tarde o temprano de José Emilio Pacheco, los Poemas de Álvaro de Campos y las Odas de Ricardo Reis de Pessoa, o más recientemente la Poesía no completa de Wislawa Szymborska. Y, por supuesto, Museo de cera de José María Álvarez, que se acaba de morir a los 82 años.
«Lo llevaba Jesús Quintero a su programa ‘El loco de la colina’ y allí, junto con proclamas vitalistas provocadoras, leía poemas»
Mi libro Zona de confort acaba con unos versos suyos, con los que quise deliberadamente señalar su importancia. A José María Álvarez lo descubrí por vía oral, como si fuese un poeta arcaico. Lo llevaba Jesús Quintero a la radio, a su programa El loco de la colina, y allí, junto con proclamas vitalistas provocadoras, paganas, aristocratizantes, leía poemas. Era un buen recitador, cosa poco frecuente (¡nada que ver con el acartonado Valladares o el machacón Alberti!), y la nitidez de su voz de acoplaba a la nitidez de su poesía, que fluía en aquellas madrugadas íntimas.
Esta fase oral culminó con un memorable recital que dio en Málaga a finales de 1984 en El Cantor de Jazz, el mejor bar que ha tenido nunca la ciudad. Justo después saldaron ejemplares de la primera edición de Museo de cera (La Gaya Ciencia, 1974), que fue la que leí hasta que me hice en 1986, ya en Madrid, con la nueva, preciosa, de la Editora Regional de Murcia. La edición definitiva de Renacimiento (2002) la sigue regalando el poeta, ya póstumamente, en su página web (en pdf).
A mis 20 años era mi libro y lo tenía todo para que lo fuera: el amor por la literatura y la cultura y el amor por el amor, y por el cuerpo y la belleza, la libertad, la rebeldía, el individualismo desafiante, la gamberrada, el humor, los cientos de nombres de autores y de citas, de las que cada poema llevaba unas cuantas (el propio Álvarez bromeaba sobre si no hubiera debido titular el libro Casa de citas). Abro al azar para terminar con sus versos y me sale este poema en el que habla Mozart:
«Cuanto la vida fue y hoy son cenizas
El Lacrymosa que nunca acabaré
Sí Os saqué el dinero
Creíais pagar así mi lealtad
Más allá de la inclinación de mi cabeza
Necios
Mientras para vosotros era un pobre maestro servil
Yo levantaba un orden que perdurará
Y en el que habéis sido destruidos»