Pedro Sánchez: diez años, diez razones
«¿Saben los votantes o no saben quién es la persona que está detrás del personaje público? Y si lo saben, ¿por qué no les importa?»
Estos días cumple diez años Pedro Sánchez como la figura política más importante de España en la última década. Escribo esta frase a ciegas, sin detenerme a pensar con el pasmo que merece su significado. No lo hago por una simple razón: es verdad. Una democracia avanzada, una sociedad libre, una vieja nación europea, culta y civilizada, tiene de figura política relevante a Pedro Sánchez Pérez-Castejón. La pregunta clave está entonces en otra parte. Y es esta: ¿cuál es el dilema moral que lleva a los votantes a mantener a Pedro Sánchez en el poder? Nótese que les otorgo con ello el beneficio de la duda: suponer que enfrentan un dilema. Sin esta suposición, el pasmo daría paso al terror.
Primero lo hicieron los militantes de base para volverlo a elegir a la secretaría general, pese a los desastrosos resultados electorales que había cosechado hasta entonces y la explícita y atípica desautorización que sufrió por su comité federal. Y, luego, lo hizo el conjunto de los ciudadanos para llevarlo a la Moncloa y mantenerlo ahí, pese a la estafa de la moción de censura, que solo iba a ser para convocar a elecciones y que usó durante más de un año para hacerse promoción desde el poder; después, pese a la desastrosa gestión de la pandemia y, más tarde, ante la evidente traición a sus promesas electorales, le siguieron votando, en un número bajo, pero suficiente. Y no es descartable ni mucho menos que no vuelva suceder, pese al cúmulo de casos de corrupción que lo rodea, que ha dejado hace tiempo de ser anecdótico para volverse sistémico. No es un concejal de urbanismo en un ayuntamiento de la periferia urbana. Se trata de su antiguo brazo derecho, su hermano y su mujer.
Sé que para regresar a la secretaría general apeló al espíritu tribal que anima a todo militante con carnet de un partido político y para permanecer en el poder ha hecho un uso impune de los instrumentos que el poder asigna a su labor y que él ha usado tan sólo para conservarlo. Incluido el uso del dinero público, que es de todos, para favorecer su base electoral en exclusiva y sin importarle las generaciones futuras a costa del déficit. Pero nada de esto, con ser evidente en sí mismo, basta. La pregunta exige por lo tanto otra previa. ¿Saben los votantes o no saben quién es la persona que está detrás del personaje público? Y si lo saben, ¿por qué no les importa? En cualquier caso, incapaz de contestar a la pregunta ni con la ayuda de La mente de los justos, de Jonathan Haidt, les comparto mis diez razones íntimas, una por año de su década, para nunca votarlo, en ninguna circunstancia.
Una. Saber que no había escrito su tesis doctoral. No tanto sólo por el fraude universitario (la academia es un fraude en sí misma), sino por lo que revela de su ética personal: el fin justifica los medios. No le importa el mérito, sólo la apariencia del mérito.
Dos. Esa gestualidad sobreactuada cuando es interpelado en buena lid en el Congreso, con un rictus que no esconde su desdén por la persona que le habla ni su falsa sorpresa y que deja entrever una intolerancia a las ideas ajenas alarmante. Sólo así se explica que fuera Óscar Puente el responsable de responder a Feijóo en su fallida sesión de investidura.
Tres. La forma en que trata a las personas cercanas una vez que no le son útiles (por ejemplo, a Iván Redondo, ese genio vendiendo humo). Pero aún más que la anterior, la forma en que recicla a gente previamente maltratada para humillarla con su generosidad (por ejemplo, a Adriana Lastra). Ambas formas de liderazgo revelan una mala entraña que los españoles, pueblo noble y sano, castigan severamente en su vida cotidiana y que aquí perdonan, lisonjeros.
Cuatro. Que no existiera un comité de expertos durante la pandemia, la inutilidad del confinamiento y la inconstitucionalidad del estado de alarma. Entiendo las dudas iniciales, pero la insistencia fuera de toda evidencia y la falta de control parlamentario durante meses revelaron su pulsión autoritaria.
Cinco. La forma cínica y falsamente distraída con que rompe el protocolo delante de la Corona. Una forma de hacer explícito lo que piensa de manera íntima: sólo hay lugar para un jefe de Estado en España, y querría ser él.
Seis. Que haya devuelto a la política a José Luis Rodríguez Zapatero, que ocupaba el lugar que se merecía: un fatal lector de Borges en el tiempo libre que le deja ser el correveidile de Maduro.
Siete. La forma en que trata a Felipe González, Nicolás Redondo y Joaquín Leguina. Tres socialistas cabales que han hecho por su país mucho más que él.
Ocho. El pacto con Bildu, una línea roja de la política. Con la sangre de las víctimas no se juega, no se traiciona, no se pacta. Las naciones necesitan esos acuerdos básicos para cohesionarse. Romperlos es profundamente inmoral.
Nueve. La ley de amnistía que rompe la isonomía, pacto clave de cualquier sociedad libre. La igual ante la ley es requisito y fundamento. No vale romperlo para permanecer en el poder.
Diez. La primera carta a la ciudadanía. Una pieza de manipulación política perfecta, pese a su gramática de parvulario, que usa a su propia mujer de señuelo para colocarse en el lugar de la víctima y nublar el juicio moral de la gente.