Esa izquierda ceniza, plasta y malpensada
«Ojalá la mirada limpia de esos jóvenes que celebraron la Eurocopa se imponga a quienes quieren reducir el deporte y la existencia a un conjunto de agravios»
El domingo, horas antes de la final de la Eurocopa, tuvo lugar un extraño fenómeno. De todas partes empezaron a surgir duendes con capas de los mismos colores: rojo y amarillo. Reconozco, no sin cierto apuro, que aquel ambiente festivo me cogió por sorpresa. No soy aficionado al fútbol y había olvidado que ese domingo se jugaba la final de la Eurocopa. Así que salí a pasear como si fuera un domingo cualquiera hasta que, de repente, me encontré rodeado por grupos de chicos y chicas, de jóvenes que cubrían sus espaldas con la bandera de España, que la agitaban sobre su cabeza o simplemente la sostenían entre sus manos.
Sorprendido, decidí alargar mi paseo para poder disfrutar de esa refrescante lozanía que fluía por todas partes, rebosante de alegría, expectativas y esperanza. Nunca antes el rojo y el amarillo me habían parecido colores tan luminosos, tan puros, tan libres de toda controversia. La forma en que chicos y chicas caminaban envueltos en la bandera era tan natural, tan festiva y carente de malicia que me sentí invadido por un profundo sentimiento de gratitud hacia ellos.
En esos ojos abiertos, expectantes, que miran a la vida con asombro, sin la suspicacia del adulto, no había prepotencia, ni resabio, solo camaradería, tal vez un orgullo sano, sin dramatismo, pero sobre todo el deseo de compartir una buena nueva al final de la jornada: la victoria de los suyos. Después volverían a sus quehaceres, a sus entornos personales, a tener que lidiar con la inquietud por el mañana. Guardarían las banderas para ser, de nuevo, uno más entre muchos, con su propia idiosincrasia y sus particulares circunstancias. Pero ese domingo, pasara lo que pasase, quedaría grabado en su memoria. Y deseé con la vehemencia del forofo —¡yo, que no entiendo nada de fútbol!— que la selección española ganara la final, la misma final cuya celebración había olvidado, para que esa mirada limpia tuviera recompensa.
Me sentí feliz cuando la selección española de fútbol se impuso a la inglesa de forma merecida. No pensé en Blas de Lezo, ni recordé su sentencia, tan mítica como apócrifa, que dice que «todo buen español debería mear siempre mirando a Inglaterra», ni en los siglos de historia compartida y rivalidades entre ambos países. Eso me trae sin cuidado. Cada nación, cada país y cada sociedad se labra su propio futuro en función de los méritos de quienes la integran. La competencia forastera no es excusa cuando una nación se desmorona. Eso no es más que el pretexto de los mediocres.
Quería que nuestra selección regalara a los jóvenes un triunfo porque lo merecían, pero también porque confío, seguramente de forma ingenua, en que el deporte puede proporcionarles ejemplos muy valiosos de los fundamentos de la vida. La victoria, que en el deporte es la síntesis del éxito, es fruto del espíritu competitivo, del esfuerzo y del sacrificio. Es la preparación, el entrenamiento, la cooperación, la suma de cualidades y la consistencia del carácter lo que lleva a remontar un partido o a lograr un triunfo que parece inalcanzable.
«Quizá el fútbol despierta tantas pasiones porque libera nuestro instinto competitivo de la represión de los políticos»
Puedes tener ocasionalmente buena o mala suerte, ganar de chiripa o perder injustamente, pero eso es la excepción, no la norma. Ganar siete partidos consecutivos jugando contra las mejores selecciones de Europa no es producto de la suerte. Williams y Oyarzabal marcaron ese domingo porque estaban excelentemente preparados y motivados, y Olmo evitó el empate en las postrimerías no por la gracia de la diosa fortuna, sino porque su concentración y preparación física le permitieron estar en el lugar y el momento oportunos para despejar el balón de cabeza.
Los políticos desprecian el deporte, si acaso, lo utilizan para exhibirse en los momentos más dulces, para que el público los asocie con algún éxito que no les pertenece. Pero de ningún modo quieren que los fundamentos del éxito deportivo desborden los límites del terreno de juego. A pesar de que, como certeramente expresaba un antiguo eslogan publicitario, la vida es un deporte muy duro, los gobernantes necesitan que los jóvenes (y también los adultos) crean que la vida y el deporte pertenecen a universos distintos para así erradicar el espíritu competitivo de lo cotidiano, porque ahí, dicen, las recompensas no son el resultado de nuestras decisiones, logros y esfuerzos, sino reflejo de las desigualdades, discriminaciones e injusticias estructurales que ellos altruistamente combaten. Quizá por eso el fútbol despierta tantas pasiones, porque libera nuestro instinto competitivo de la represión de los políticos.
En nuestro caso, los grandes logros deportivos resultan paradigmáticos porque no se compadecen con la mediocridad de un país que languidece en casi todos los órdenes. Eso debería darnos que pensar. Pero los políticos, especialmente los de izquierda, no quieren que lo hagamos. Al contrario, pretenden deformar las leyes del deporte para convertirlo en otra prolongación de sus políticas, sometiéndolo a los mismos dogmas con los que ya nos empobrecen en lo cotidiano.
«En el deporte, el color de la piel o el origen son completamente irrelevantes. Lo que se valora es el desempeño»
Por eso ponen tanto énfasis en el color u origen de determinados jugadores, para ocultar las verdaderas claves del éxito. Con el pretexto de desracializarlos, los marcan a fuego, esclavizándolos a su origen o al color de su piel de forma permanente. Luego ocurre que el jugador racializado se los sacude de encima y en vez de agradecerles sus falsos desvelos, les recrimina que cobren impuestos tan altos.
En el deporte, el color de la piel o el origen son completamente irrelevantes. Lo que se valora es el desempeño y el cumplimiento de sus exigencias y reglas. Esa es la lección de vida más importante que el deporte nos regala y que deberíamos traer de regreso a lo cotidiano. Los jóvenes con los que me topé el día de la final lo tenían bastante claro, tan claro como limpia era su mirada. Por eso celebraron los goles de la selección con idéntico entusiasmo, sin importarles si quien los marcaba tenía o no ocho apellidos españoles. Para ellos, los únicos colores que importaban eran los de las banderas que llevaban, los que simbolizan no ya una historia de siglos, sino unos principios que, desgraciadamente, solo el deporte parece promover y respetar como es debido.
Ojalá la mirada limpia de esos jóvenes se imponga a la sucia y torva mirada de una izquierda ceniza, agorera, plasta, retorcida y malpensada que, en su propio beneficio, quiere amargarnos reduciendo el deporte y la propia existencia a un conjunto de agravios y resentimientos permanentes.