Exceso de fiestas en Madrid
«Lo ideal sería suprimirlas de un plumazo, y el que tenga ganas de celebraciones que festeje en su casa y en voz baja. O si no, concentrarlas todas el mismo día»
El Orgullo gay, que acaba de celebrarse, es una fiesta multitudinaria, con gran éxito de asistencia, y que, como todas las fiestas, genera inconvenientes y molestias entre quienes no se sienten interpelados por ella.
Lo mismo pasa con las celebraciones de los triunfos de la selección española de fútbol y con las victorias del Real Madrid en la Liga y en la Copa de Europa. Los numerosos hinchas de este equipo las disfrutan enormemente, el resto del vecindario las padecen.
Siempre las fiestas tienen que ir acompañadas de cortes de tráfico rodado y de un gran despliegue de urinarios portátiles, y ser amenizadas con altavoces que difunden a toda potencia una música que, sin duda, agrada a unos, y otros detestan. El persistente ruido de los helicópteros de la policía que vela por la seguridad de todos agrega una nueva capa a las estruendosas celebraciones. Cuando la fiesta acaba deja el rastro de un difuso hedor.
Se diría que la rutina de los días se interrumpe en Madrid con una frecuencia excesiva. Además de las mencionadas fiestas están las patronales de San Isidro, la maratón o maratones periódicos, las multitudinarias manifestaciones políticas de uno u otro signo, las procesiones de Semana Santa que tanto fastidiaban a Javier Marías, la cabalgata de los Reyes Magos, la Vuelta ciclista a Madrid, y luego además el día del padre, de la madre y del cuñado.
Parece que son muchas, demasiadas, y exigen un despliegue de recursos consistoriales y policiales claramente excesivo. Se dilapida el erario público en fiestas mamarrachas, dando un extra de trabajo a basureros y barrenderos.
«Este exceso de fiestas es signo evidente de decadencia y de pereza»
Demasiadas fiestas. Este exceso es signo evidente de decadencia y de pereza de una sociedad morángana, heredera de antepasados con turbante, pantalones de culo caído y babuchas —ese calado ya indica que uno no está predispuesto a doblar el lomo—, que se tumbaban al pie de una palmera ver si por casualidad (o por la voluntad de Alá) les caía en la boca algún dátil, y de repente, presas de un arrebato de entusiasmo, corrían algarabías galopando en camello hacia ninguna parte… Y luego vuelta a la inercia.
Es una sociedad que encuentra excusas siempre para tomarse otro día festivo, antes so pretexto del Profeta, ahora so pretexto de reuniones sectoriales apoteósicas, con frecuente tremolar de banderas y cánticos aguerridos. La cosa es tocarle las narices al infiel. Pues bien, hay que ponerle freno a esta deriva. Lo ideal sería suprimir todas esas fiestas de un plumazo, y el que tenga ganas de celebraciones que festeje en su casa y en voz baja. Pero entiendo que encontraría mucha oposición tan benéfica medida.
Por consiguiente, postulo la alternativa de no suprimir ninguna de tan numerosas fiestas, todo lo contrario, que haya muchas más, por ejemplo la estupenda selección femenina o LGTBI de fútbol también tiene que ir a la Cibeles, por mor de igualitarismo. Pero eso sí, todas esas fiestas, concentradas, hay que celebrarlas todas al unísono, un día al año, todas el mismo día, y ya. Los otros 364 días de cada año estarían dedicados a seguir la rutina de siempre.
Las fuerzas Armadas, el Orgullo, las procesiones, las manifestaciones de gente reivindicando sus cosas, el día de la Madre, la Feria del Libro, las maratones, los triunfos del fútbol masculino y del femenino, y del no binario, todo a la vez. Ese día uno podría ver desfilar a la Legión, luego se desplazaría a ver las carrozas del Orgullo, luego se iría a ver pasar a los esforzados corredores de la Maratón, etc.
«Sólo un día de fiesta, y ese día la ciudad sería un volcán enloquecido, en poderosa erupción de energía»
Sólo un día de fiesta, para dejar en paz a los que no queremos celebrar nada con nadie.
Sólo un día, y ese día la ciudad sería un volcán enloquecido, en poderosa erupción de energía, de experiencias y de conciertos, y desde luego que llamaríamos la atención en todo el mundo. Sería una campaña publicitaria colosal para la ciudad.
Hasta los astronautas desde la Estación Espacial, al mirar nostálgicos hacia la Tierra, verían en el Globo un punto extraordinariamente luminoso, incandescente, y entre suspiros dirían: «Es Madrid. ¡Son las fiestas de Madrid!»