¿Phineas Trump?
«Tras el atentado, ha reemergido lo más reptiliano de su cerebro, y el muy probable y nuevamente presidente Donald Trump vuelve por sus fueros»
Trufada con la evocación del bombero muerto «poniendo el cuerpo», como se estila decir en algunos pagos ideológicos, para salvar a su familia; con la invocación al lema «one nation under God» para llamar repetidamente a la «unidad» y la aseveración de que dar la vida por los demás ha sido el santo y seña —entre otras muchas virtudes— del devenir de la nación estadounidense, cuya vuelta a la «grandeza» aguarda de nuevo en noviembre con su elección, la alocución de Donald Trump en la madrugada del viernes durante la convención republicana en Milwaukee me hizo pensar en la historia de Phineas Gage.
Gage, un barrenero que operaba en la red de ferrocarriles en Vermont, sufrió un terrible accidente en 1848 mientras se disponía a dinamitar una roca, con el resultado de que una barra de hierro atravesó su cabeza. Milagrosamente, ni siquiera perdió la conciencia. El cráneo, con el orificio de salida, se puede contemplar en el museo de la Harvard Medical School. Pero la fama de Gage, amplificada por el best seller El error de Descartes del neurocientífico Antonio Damasio, proviene sobre todo del hecho de que la afectación de ciertas zonas del cerebro de Gage habría modificado claramente su carácter y su moralidad, convirtiéndole en un individuo huraño, asocial, indolente. Gage nos mostraría así el cáliz sagrado de la ubicación material de lo bueno y lo malo.
Ya ven por dónde voy: para aplacar el temperamento de Trump no habría hecho falta una «perforación gagiana», sino que habría bastado la extrema cercanía de una bala que roza una oreja y silba una muerte evitada por milímetros gracias a que, en el momento preciso, se gira la cabeza. Ese tan vívido recordatorio de nuestra contingencia podría haber operado en Trump como una suerte de efecto Phineas Gage a la inversa, de la misma manera en la que sucesos muy parecidos, ver tan de cerca a La Parca, nos afecta a todos inevitablemente y «nos cambia la vida», y por ende nuestro modo de afrontarla y estar en el mundo.
Y así cabría haberlo conjeturado hasta el minuto 30, aproximadamente, de su discurso ante la Convención Nacional Republicana, cuando, quizá porque ha reemergido lo más reptiliano de ese cerebro, el muy probable y nuevamente presidente Trump vuelve por sus fueros.
Se trata, decía hasta ese momento, de erradicar la criminalización del adversario y de admitir la disidencia política, pero, sin solución de continuidad, Trump asevera que de esa polarización hay un único responsable, el Partido Demócrata y la Administración Biden, que habrían usado el poder Judicial en su afán de demonizarle como un enemigo para la democracia, cuando quien va a salvar la democracia es él, el mismo que puso siempre en duda los resultados electorales que dieron la presidencia a Biden, el mismo que instigó —quizá criminalmente— la invasión del Capitolio aquel funesto 6 de enero de 2021.
«Para enfrentar a esos inmigrantes, y a los dirigentes de los países que los mandan, —dice Trump— hay que ser fieros como ellos»
Trump afirmó en otro de sus momentos Gage que extiende una mano de lealtad y amistad a todos los ciudadanos independientemente de que sean blancos, negros, asiáticos o hispanos, pero de nuevo sin pausa recupera su retórica más fanatizada contra la inmigración ilegal que es, según relata, masiva, diseminadora de enfermedades, criminal, responsable de la muerte de miles, prácticamente una invasión que solo bélicamente se puede atajar. Y a renglón seguido extiende sus parabienes a Usha Vance, la mujer de padres indios de su candidato a vicepresidente, y a la propia Melania Trump, su mujer, nacida y criada en Eslovenia. Para enfrentar a esos inmigrantes, y a los dirigentes de los países que los mandan, hay que ser fieros como ellos, y para eso los demócratas no están preparados. La única fiereza que han demostrado —afirma entre las risas y deleite del respetable republicano— es la del pucherazo electoral. La invitación a acabar con la polarización y la confrontación fratricida entre americanos ya es antigua: murió hace diez minutos.
Y lo que se anuncia en cuanto a la política económica es también música conocida. Volverán, como en su primer mandato, los mayores recortes en impuestos y en «regulación»; se acabará con las nuevas ideas «verdes» que son «estafas sinsentido» y se extraerá nuevamente petróleo («we are gonna drill, baby», afirmó para delirio del público); la industria automovilística volverá al lugar de donde nunca debió salir, se dirá «farewell goodbye» al coche eléctrico y se terminará el muro.
Todo ese retorno de un liberalismo supuesto y extremo puede, sin embargo, convivir con el más rabioso proteccionismo y el impulso económico del Estado. Hay un momento sobrecogedor —uno más— en el discurso en el que, dirigiéndose a los ciudadanos de Wisconsin, anfitriones de la Convención, Trump les promete una inversión de 250 millones de dólares para crear empleos y desarrollo económico (repito: 250 millones de dólares, o sea peanuts, como dicen por aquellos lares), pero añade: «Estoy tratando de comprar su voto… seré honesto sobre ello».
Las bravuconadas también familiares en política exterior con las que cerró su discurso, la forma de comentar sus intervenciones en la esfera internacional cuando fue presidente, más propias de la barra de un diner en cualquier núcleo rural de la América profunda que de un mandatario cabal, igualmente desmienten que haya moderantismo alguno y un nuevo Trump. Sus apelaciones, al cabo, a la interdicción divina o a que la exhibición de ese gráfico con sus logros en materia de inmigración durante su presidencia que le hizo girar el cuello, han sido la primera causa de su supervivencia y una suerte de mensaje o señal, no permiten sino concluir que con su victoria más que probable en noviembre lo que habrá es un «back to business as usual».