En voz alta, demasiado alta
«¿Para qué quejarse, para qué protestar? No sirve de nada. Hablar a gritos está en nuestra naturaleza, en la masa de nuestra sangre»
Tomo con frecuencia el tren a Barcelona. A veces me olvido de llevar mis auriculares, que están dotados con el benéfico dispositivo de la cancelación de ruidos, y entonces no queda otra que oír las prolijas instrucciones de los altavoces de Renfe en español, catalán e inglés, dándonos la bienvenida a bordo, exhortándonos a dejar las maletas en los portaequipajes, informándonos de dónde salimos y adónde vamos, y de que está prohibido fumar, y de que durante el trayecto las pantallas ofrecerán «una película», y otras muchas innecesarias y luengas platitudes en tres idiomas, y al mismo tiempo, válgame Dios, nos vemos expuestos a las conversaciones telefónicas de los vecinos de asiento que resuelven sus negocios, conciertan citas, avisan de a qué hora llegarán y de que ya han llegado a la altura de Medinaceli y de que Cristóbal debería hablar con Menéndez y retrasar hasta el martes la entrega del pedido porque el departamento de distribución está muy tensionado, etc… –en fin, que me incorporan a su oficina portátil, pero sin percibir yo sueldo alguno-.
Recuerdo el reciente artículo de Villena España, país del ruido, aquí en THE OBJECTIVE, lamentando la costumbre indígena, ancestral, arraigadísima, de conversar en los sitios públicos a gritos. ¿Para qué quejarse, para qué protestar, señor Villena? No sirve de nada. Hablar a gritos está en nuestra naturaleza, en la masa de nuestra sangre.
En el tren suele haber grupitos de ejecutivos con la corbata floja que se manifiestan de acuerdo en que el plan estratégico del idiota de Peláez es una locura (siempre hay por lo menos uno que ya avisó hace tiempo de que esto pasaría, ¡pero no le hicieron caso!). O bien se trata de cuatro garrulos en camiseta con sus latas de cerveza, que beben y berrean y así todos nos enteramos de que existen y de que están de muy buen humor. Y todos nos alegramos por ellos, aunque la verdad es que no necesitábamos saberlo y preferiríamos que les fulminase un rayo.
Ayer eran cuatro señoras de media edad. Su incesante cotorreo quitándose la una a la otra la palabra para opinar sobre trivialidades diversas me distraía de la lectura y me amenazaba incluso con un episodio de acedia. Pero me armé de paciencia. Una decía que su hija pequeña va a hacer la primera comunión, acontecimiento recibido por las otras tres con regocijo y consejos sobre vestiditos…
De repente se despertó Chuki, el muñeco diabólico que vive en mí. Porque ha de saber el lector que no es cierto eso que dicen de que cada uno de nosotros lleva dentro un niño al que tiene que cuidar. Lo que tenemos dentro es un muñeco diabólico. El mío se llama Chuky, viste levita verde y plastrón, y físicamente se parece al político Juan Carlos Monedero.
Bueno, pues las cuatro señoras seguían vociferando, y Chuky, muy irritado porque le habían interrumpido la siesta, brotó de mi pecho y me dijo:
-¿Por qué no mandas callar a esas pazpuercas?
-¿Có… cómo?
–¿Por qué no les rompes a esos sacos de grasa un palo en toda la jeta? ¡Dales con el mástil de hacerte selfies!
-Bueno, Chuky, yo es que no tengo mástil de esos. No hago selfies. Además de que considero que hay que ser tolerantes con los demás, porque quizá no han sido educados y no tienen la culpa de…
-¡Paparruchas! –dijo el muñeco diabólico—. Si no tienes palo, no importa. Agarras a una por el pelo, y la arrastras hasta la plataforma, abres la puerta y la arrojas a las vía… Y luego, a otra, y a otra. Venga, yo te ayudo.
– ¿Quieres que me cargue a cuatro señoras, porque hablan en voz demasiado alta?
Lanzó Chuky una risotada siniestra:
-No, hombre, con tres bastaría. A la cuarta la podrías dejar viva. Se habrá quedado sin nadie con quién hablar, y además a su llegada contaría lo sucedido y así serviría de aviso para navegantes.
–Eres un psicópata, Chuky. Estás tarado.
-¡Vamos, no finjas que te escandalizas, hipócrita, tartufo! Piénsalo. Te podrías quedar con sus bolsos y sus teléfonos móviles, y revenderlos en wallapop… Dime la verdad: ¿No te gustaría tener aquí un juego de cuchillos japoneses y una trituradora de carne? ¿Y convertir a esas cuatro reses en chopped? Luego podrías envasarlo al vacío y venderlo, a precio de saldo, a cualquier cadena de supermercados, sea Aldi, Día, Mercadona, Unide, Lidl…
Tímidamente intervine:
-Yo es que prefiero Carrefour… Yo soy más de Carrefour…
-Pues Carrefour, la que prefieras. No se perdería nada. Al fin y al cabo somos 8.000 millones de seres semihumanos sobre la Tierra, sin esas tres no se iba a ver comprometida la supervivencia de la especie.
Decidí desentenderme de Chuky y sus atrocidades. A lo largo de las tres horas del viaje, algunas veces crucé la mirada con otros pasajeros que también estaban sometidos a la algarabía de las señoras. Uno puso los ojos en blanco y resopló. Sin decir nada. Una chica me sonrió con complicidad, como diciendo «Sí, ya sé lo que estás pensando, yo pienso lo mismo pero qué le vamos a hacer». Un tercero, un negro joven, alzó la ceja significativamente. Las cuatro arpías ahora intercambiaban recetas de cocina. Pero nadie saltó, nadie dijo nada.
«Pueblo sumiso, temeroso, de gente incapaz de hacerse respetar y de construir espacios públicos civilizados»
Pensé: frente a los gritones, qué lección de paciencia, de tolerancia, de respeto y de autocontrol damos los demás. Qué fibra emocional más bien templada. La gente es admirable.
-Lo que es admirable –dijo Chuky con retintín—es vuestra cobardía. Nadie planta cara a los escandalosos, pero no por paciencia, sino por miedo a meteros en un lío. Os aterra veros metidos en un altercado. Pueblo sumiso, temeroso, de gente incapaz de hacerse respetar y de construir espacios públicos civilizados. Es seguramente la herencia epigenética de los horrores de la Guerra Civil, cuando te mataban por cualquier nadería. Os paraliza la precaución. La misma costumbre de hablar a gritos es una inconsciente manifestación de rebeldía contra esa herencia indeseable (¡se acabó el conversar en voz baja, recelosos!). Y por eso merecéis pasaros la vida sometidos al ruido, al imperio sonoro de los subnormales.
Pensé que quizá tenía razón. Luego pensé que no la tenía. Y luego, que las dos cosas a la vez. O ninguna. Yo qué sé.