THE OBJECTIVE
Antonio Agredano

Las sandalias aladas

«No celebro los años, celebro las temporadas. Mi vida empieza cada septiembre. Los veranos siempre son finales. Son como breves infiernos al aire libre»

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Las sandalias aladas

Playa.

«Las familias miraban de reojo su dulce suficiencia»; veo a una pareja joven y bellísima sobre la arena y pienso en estos versos de Luis Muñoz. Camino por la playa como caminan los hombres de mi edad, con lentitud y rotundidad. Una sombra dibuja mis años con su perfil redondeado. Yo estuve allí, una vez, con la toalla sobre el hombro y la hermosura de mi mano. Más que la piel, más que el músculo, extraño la levedad y el aburrimiento de los veranos.

Hoy soy un señor que camina con los muslos rozados. Hoy me duele la cabeza porque anoche tomé tres copas de rosado. Un rosado caro. Un rosado que me recomendó un amigo que también bebe rosado, porque «el tinto, como el amor, se abandona en mayo y se recupera en septiembre». En otoño los cuerpos tienen mejor sabor. «Me pone follar delante de un ventilador porque me recuerda a los pisos del Figueroa y a cuando existía el proletariado», dice Joaquín.

Las cañas de pescar ancladas en la orilla. Un calvo flaco que corre sin camiseta. Una adolescente con un bikini rosa y una pamela mirando las olas mientras su hermana pequeña le hace fotos con plano contrapicado; su madre fuma y mira desde la orilla. Los restos de molusco bajo mis pies. Miro una peña al fondo del paisaje. Llego hasta allí y vuelvo, pienso. Pero, por mucho que camino, siento que no llego. Siento que un globo se infla dentro de mi cabeza. Pensé que el paseo me despejaría. No he traído el móvil, pero lo noto vibrar en el bolsillo.

No celebro los años, celebro las temporadas. Mi vida empieza cada septiembre. Los veranos siempre son finales. Odio el calor. Los veranos son como breves infiernos al aire libre. Hay flores blancas en las dunas que separan los apartamentos de la playa. Son unas flores insolentes, muy tiesas, que atraviesan la arena con un orgullo inesperado. No son bonitas, pero son inesperadas. Y cuando la belleza nos abandona, al menos tenemos el consuelo de parecer desconcertantes.

Escribir sobre política es un ejercicio melancólico. Siempre simpatizo con los que lo hacen mal. Me seducen sus pasiones y sus miedos. Los columnistas somos unos enamorados de lo pequeño. Están siendo días raros. Me he reabierto el Facebook después de muchos años. Estoy leyendo una novela de Irvine Welsh. La otra noche me dormí escuchando a Prodigy en los auriculares.

«El pasado es un gato con el pelo erizado. Acerco la mano con miedo»

«Personas que quizá conozcas», me dice Facebook. Y me regala una galería extrañísima de personas a las que una vez conocí. El pasado es un gato con el pelo erizado. Acerco la mano con miedo. Camino por la playa. Un hombre clava una sombrilla con decisión y masculinidad.

La arena mojada entierra mis pies a cada paso. Las rocas no llegan nunca. En una fotografía antigua mi padre, delgadísimo, jovencísimo, viril, con pelo desordenado y gafas de sol, me sostiene en brazos en una playa algo más oscura que esta. María me manda un vídeo de los niños saltando sobre las olas. No están morenos, parecen bañados en oro. Tienen el pelo larguísimo y en sus espaldas, con ese vellito rubio de la infancia, veo dibujado el mapa del resto de mi vida.

Nos une la costa y un tímido acercamiento a la profundidad. Todas las playas son la misma playa. Este espacio pisoteado por las gaviotas. Me canso de ir hacia la peña. Me doy la vuelta. Piso, como en un juego, mis propias huellas. Esto es la vida, supongo. A veces basta con regresar.

Tuve un amor. Un verano empezó a sentir un frío inmenso. Estaba preocupada. Las entrañas son oscuras, porque la luz es ajena a la carne. Le dije que a lo mejor en su interior las estaciones tenían otro ritmo. Que quizá ella albergaba sus propios inviernos.

Paro en el supermercado a la vuelta. Compro algo más de vino. Llamo a mis padres. Me arranco el sudor de las mejillas con la manga de la camiseta. Pienso en esta columna. Pienso en que el mundo es sólo una renuncia. Que somos los caminos que no elegimos. Ella me espera en el apartamento. Ha hecho café. «Está el mar precioso», digo. «Quiero que vayamos juntos hasta la peña esa del fondo». Y siento que con ella es posible llegar a donde no he sido capaz yo solo. Que sólo el amor, como las sandalias aladas de Hermes, puede aligerar mis pasos.

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