Me gustan las mujeres, me gusta el vino…
«En Madrid aún quedan reductos donde pareciera imperar la violencia de género restauradora y restaurativa»
A propósito de la diversidad y las tradwives: ¿a quién dar a probar primero el vino elegido para acompañar la comida? ¿En qué orden servir a continuación?
Detrás de esas reglas de trato social o costumbres, muchas veces no hay razones que no puedan ser derrotadas: obedecen a una arbitrariedad que ha terminado por consolidarse y que finalmente sirve, como convención, a la coordinación de acciones. Así, el rojo del semáforo que ordena al conductor detenerse podría haber sido el verde, pero cambiar la señalética implica incurrir en absurdos – no justificables- costes de deliberación y adaptación. Dejémoslo como está pese a los «rojófobos» o «verdófilos».
«Si nos tomamos el pluralismo y las libertades ajenas en serio, que haya restaurantes que adopten determinadas formas de comer y comportarse no debería ser más que motivo de curiosidad antropológica»
Con todo, a veces sí cabe esgrimir buenas razones para la existencia y observancia de un estándar: dar primero a probar el vino a quien lo ha elegido, por ser el más experto, tiene «toda la lógica del mundo» si el resto de los comensales ha depositado su confianza en él. O ella. Porque, por supuesto, esa persona, frente a lo que solía ocurrir hace no tanto tiempo, puede ser una mujer.
En una tradición que ya no existe, salvo en sociedades arcaicas que no son la nuestra, las mujeres ni eligen el vino, ni por supuesto lo prueban primero, y, si es que les es permitido sentarse a la mesa con hombres y beber alcohol, son servidas antes como gesto de cortesía. Lo repito con ligera variación, pero con la misma insistencia y sentido: la costumbre de que solo los hombres «gobiernen» sobre el vino no es una pauta generalizada en sociedades democrático-liberales como la nuestra y nadie reivindica (y «nadie» incluye Vox, sí, Vox, ese comodín que me sirve para el roto estratégico y para el descosido ideológico) volver a ese mundo de ayer (o de allende algunas de nuestras fronteras).
Esta semana, el periódico independiente de la mañana, el guardián del Occidente woke, ese faro y depósito de las esencias de la izquierda patria y global, daba cuenta en un extenso reportaje de la «revolución» que ha supuesto que la prestigiada filial estadounidense de la reputada «Court of Master Sommeliers» haya terminado con la tradición de servir el vino primero a las señoras. Desde 1970 – hace ya la friolera de 54 años- la dicha institución admite mujeres para su certificación como maestra del vino o sumiller. También a personas «racializadas» (sic), y, ahora, con la instaurada regla de servir el vino en el sentido de las agujas del reloj, independientemente del género de los comensales, se rinde un nuevo tributo a la diversidad y a la igualdad. Cabría decir que por fin se acaba con la «violencia de género vinícola» y el «binarismo enológico».
El reportaje, en una maniobra ya familiar, se condimenta convenientemente con casos de acoso sexual por parte de sumilleres hombres – a 21 mujeres denunciantes, de acuerdo con la referencia del NYT aportada- así como de vulneración de derechos de personas «racializadas»: un totum revolutum que mete en el mismo saco la agresión sexual y la obligación de llevar corbata o vestido, según el caso, y hacer la merced a las mujeres cuando se vierta el caldo.
Las medidas, también perfectamente previsibles, no se han hecho esperar: códigos de ética que glorifican la inclusión y la diversidad, declaraciones de derechos, portal de denuncias, de “amplificación de voces”, pliego antirracista y revisión del código de vestimenta, lo cual implica que el sumiller/a no tiene que cumplir estereotipo de género alguno en su vestimenta, ni prejuzgar, a la hora de cumplir con el protocolo de servir, quién es hombre y quién es mujer. Ya puestos, y dada su actual crisis, me parece que no estaría de más imponer la obligación a todo restaurante de que disponga de un punto violeta, o más bien rojo o rosado o blanco, dado el asunto y si es que no queremos caer en la homogeneidad o binarismo cromático. Y por supuesto nada de «catas ciegas» pues estigmatiza (¿mejor «cata rawlsiana» por aquello del velo de la ignorancia de afamada teoría de la justicia de John Rawls?).
Todo esto, se nos dice, en Estados Unidos, pero no así en la conservadora Gran Bretaña, donde se hace oídos sordos (con perdón) a toda esta deriva. Entre otras cosas, se indica en el reportaje, la dicha Court of Master Sommeliers persiste en no facilitar dato alguno sobre el número de sumilleres que son mujeres. Pero, ¿cómo habrían de determinarlo? ¿Por qué los sumilleres indoctrinados en California no deben presumir nada en cuanto al género de los clientes y la Court of Master Sommeliers británica sí? ¿O es la biología que supuestamente en nada ha de ser relevante?
Todo lo anterior tiene mucha importancia, se nos dice, porque esa institución británica ejerce una enorme influencia sobre la restauración española. Se nos recuerda que fue «Lhardy» el primer local en España que permitió a las mujeres ir a un restaurante sin la compañía de un hombre. Y eso fue hace nada: concretamente en 1858, o sea, hace 166 años. Pero hoy, se escribe en el reportaje con indisimulada indignación woke, aún hay restaurantes que no solo siguen ese rancio protocolo de servir primero a los hombres, sino que osan exigir a los caballeros llevar americana y corbata y a ellas se les brinda una banquetita para que puedan reposar los pies cansados por los tacones. Usted no lo sabe, pero en Madrid aún quedan reductos – como el clásico Horcher- donde pareciera imperar la violencia de género restauradora y restaurativa; lugares donde, al decir del reportero, las personas trans pueden sentir «dolor» porque el sumiller les refiere con un pronombre que no les corresponde o a las señoras se las distingue cediéndoles el paso y la prelación en el servir.
Y el caso es que el precedente análisis crítico puede perfectamente coincidir con otros hechos «incómodos» que, lejos de llevar a la indignación por el rescoldo heteropatriarcal en nuestras estructuras sociales, son celebrados como justas expresiones de «lo diverso». Así, yo no recuerdo muchos reportajes de tono censor sobre el «orgullo alternativo», un llamado «bloque no mixto» en la manifestación del colectivo LGTBIQ+ en el que no se admite la presencia de personas «cishet» ni «blancas».
Hace algún tiempo – sin duda menos que el que ha transcurrido desde que Lhardy admitió la presencia en su local de mujeres no acompañadas- una celebrada actriz gitana, Rosy Rodríguez, fue entrevistada en un muy conocido programa de radio perteneciente al mismo grupo prescriptor que el del diario independiente de la mañana. El motivo era su participación en una película en la que se abordaba el espinoso y oculto fenómeno del lesbianismo en la comunidad gitana. Pues bien, en esa entrevista, Rodríguez, mayor de edad, admitía que sin el permiso de su marido no hubiera podido rodar escenas de sexo con mujeres, y que, por esa razón, por su aquiescencia marital, tenía mucho que agradecerle. La declaración infló de orgullo y emoción a los conductores del programa que prorrumpieron en un aplauso (sonoro, no el de los aspavientos para personas sordas, imagino que por razones obvias).
¿Es Rosy Rodríguez una «tradwive» (esposa tradicional) como la ya muy influyente Roro, cuyos vídeos en los que nos muestra cómo cocina para su novio han hecho saltar tantas alarmas, dimes y diretes? Algunos medios alertan de la vuelta de la sección femenina, y Rita Maestre nos ha ilustrado cómo detectar ese peligro a partir del tono de voz que emplea Roro, como antes Blancanieves en la versión de Disney y algunas otras influencers anglosajonas añorantes del papel tradicional de la mujer casada. Lo de Maestre es, sin exageración, toda una lección de «psico-sociología fonética feminista», aplicable, eso sí, de manera ad hoc: de ser Roro una mujer musulmana comprometida con el pueblo palestino y la gastronomía vegana que pone «los cuidados en el centro», otra Maestre cantaría (sus alabanzas).
La conclusión parece clara: diversidad sí, ma non troppo y según y cómo. Y al final, lo que uno piensa es: una vez que admitimos que determinados grupos o individuos, en el ejercicio de su autonomía, desean vivir o disfrutar de su ocio o aficiones «tradicionalmente» – como esposas, maridos, sumilleres, gays, lesbianas, queer, o lo que fuere- debemos respetar esas reglas de trato social idiosincrásicas de esas «comunidades intencionales» siempre que: (1) tales «particularismos» consolidados como reglas del trato social, no sean el santo y seña del actuar del poder público y (2) tales estándares no vulneren derechos humanos básicos (y ello no incluye ninguno de los últimos del catálogo errejoniano como el «derecho a que la vida sea hermosa»: gracias Berta González de Vega por el «pointer»).
Si nos tomamos el pluralismo y las libertades ajenas en serio, que haya restaurantes que adopten determinadas formas de comer y comportarse no debería ser más que motivo de curiosidad antropológica. En Madrid hay un conocido local – el “Dans le Noir”- donde el protocolo es comer a ciegas, pues los camareros son invidentes, y, se supone, tendremos por un rato la experiencia de lo que supone vivir con ceguera.
Si usted prefiere en cambio seguir con su ancestral costumbre de ver lo que come, o bien es de los que puede llegar a considerar que esto del Dans le Noir es un supuesto de «apropiación funcional», dispone de una variada oferta, de la misma manera que, aquellos que deseen para ellos el protocolo del reloj a la hora de servir el vino o comer desnudos como en el «The Füde Dinner Experience» neoyorquino, deben poder tener la posibilidad de seguir esa regla en locales que la implanten. Exactamente la misma que la de quienes anhelan que su sumiller no sirva en el sentido de las agujas del reloj, sino como si el reloj se hubiese parado en cualquier hora de cualquiera de esas noches de antaño en las que una Sofía Loren o un John Wayne se adentraban en los salones de Horcher.