Recuperar la moral pública
«Lo peor del caso Begoña Gómez no es su vertiente legal, sino lo que muestra sobre el grave deterioro de la moral pública»
En días olímpicos es oportuno expresar buenos propósitos y anhelar grandes ambiciones, mejor si están relacionados con la conducta humana, bien sea individual o colectiva. En la España de hoy no creo que haya un objetivo más necesario que la recuperación de la moral pública. Aunque el debate jurídico y filosófico sobre el término puede ser largo y complejo, me refiero aquí exclusivamente a una acepción sencilla que se refiere al conjunto de los valores e ideales a los que aspira una sociedad libre.
Todos queremos vivir en un país en el que cada cual muestre respeto y preocupación por los demás y cumpla con unas normas de conducta que faciliten el entendimiento mutuo y la convivencia. No se trata sólo de cumplir las leyes, que es el marco pactado en el que estamos obligados a movernos. Es ir un poco más allá. Ninguna ley nos obliga a ayudar a un anciano a cruzar la calle, saludar al vecino en el ascensor o atender las necesidades de los amigos, pero son mejores las sociedades en las que eso ocurre.
Esos comportamientos, por lo general, se aprenden en el entorno familiar y en el resto de las relaciones sociales, muy afectadas hoy por la aparición de ámbitos de influencia desconocidos hasta ahora y de gran penetración, sobre todo entre los jóvenes. Una de las diferencias entre una dictadura y un democracia es que, mientras en la primera la autoridad es ilegítima y no puede servir como patrón de conducta, en la segunda, se espera de quienes nos gobiernan, si no ejemplaridad, sí una actuación que responda a los parámetros morales en los que creemos que se debe encuadrar el conjunto de la nación. Eso es válido para todas las instituciones, pero sobre todo para la clase política, que es a la que elegimos directamente y la que de forma más determinante influye en nuestra vida.
Cuando Alfredo Pérez Rubalcaba dijo en 2004 aquello de que «merecemos un Gobierno que nos diga la verdad», estaba apelando a esos valores, y su mensaje tuvo tal impacto electoral porque los ciudadanos entendieron muy bien que, si bien podría haber sido excusable un error en la política de seguridad o de comunicación del Gobierno, lo que no podía ser aceptado era la mentira.
La mentira era hasta no hace mucho una de las conductas más reprobables en una sociedad democrática. ¡Si tu propio Gobierno te engaña, qué se puede esperar que no sea capaz de hacer! Es evidente a todas luces que la verdad ha perdido valor en los últimos años, no sólo en España, pero también en España y de forma muy notable. Los políticos han convencido a buena parte de los ciudadanos que no necesitan tanto la verdad, como una verdad -es decir, una mentira- que cuadre con su marco ideológico. El mensaje que algunos políticos envían con descaro a los votantes es el siguiente: «Si digo la verdad, es posible que pierda las elecciones. ¿Es eso lo que quieres?»
«Lo más grave del ‘caso Begoña Gómez’ y lo que debería centrar el debate social son las implicaciones morales del asunto»
La degeneración de la verdad produce un efecto en cascada en toda la escala de valores que nos caracterizan como sociedad democrática. Lo que justifica mentir, disculpa igualmente la usurpación de las instituciones, la corrupción y el abuso de poder. Lo más inquietante del caso de Begoña Gómez no son los problemas legales que pueda o no acarrear. No es lo más relevante la forma en que el juez está instruyendo el procedimiento, aunque también lo sea Lo más grave y lo que debería centrar el debate social son las implicaciones morales del asunto. El escándalo debería de estar centrado en el abuso de la posición política de su marido -que le es dada por los ciudadanos- para crear una presión indebida sobre particulares y obtener un beneficio personal -poco o mucho- a cambio. ¿Cómo si no como esposa del presidente del Gobierno iba Begoña Gómez a acceder a figuras tan relevantes de la empresa y la universidad? ¿Qué margen tenían los particulares contactados para rechazar una petición desde esa instancia sin temor a verse perjudicados?
Tan grave es lo de Begoña Gómez como la indulgencia con la que los seguidores del Gobierno responden a esas y otras preguntas, prueba todo ello del deterioro de la moral pública, que ahora, en estas jornadas de Juegos, se echa en falta. Especialmente cuando el principal responsable del deterioro que padecemos se pasea entre los deportistas intentando quedarse con algo de su nobleza olímpica, su credibilidad y su prestigio.