La Europa que se hunde
«La inauguración de los JJOO de París mostró una Europa débil, que ha renunciado a la base que la hizo grande y que sustenta sus nuevos valores sobre humo»
Los Juegos Olímpicos nacieron, en esencia, para fortalecer una serie de valores que hicieron que por aquí y por allá, a este lado del mar o al otro, las primeras ciudades mediterráneas sirviesen de punta de lanza civilizadora para el resto del mundo. Aquellos griegos asumían la tregua sagrada, cuyo origen se remontaba al gobierno de Ífito, para que todos atletas de las ciudades-Estado que quisieran participar pudieran viajar sin contratiempos. Se celebraba una fiesta en el santuario de Olimpia en honor a Zeus -algo así como nuestra actual ceremonia de apertura-, y entonces daban comienzo aquellos Juegos que simbolizaban la fuerza, el honor, la superación, la vanguardia técnica y el triunfo que tanto caracterizaron históricamente a aquellas civilizaciones.
Dos mil ochocientos años más tarde, uno asiste a la ceremonia tras la que han dado comienzo los Juegos Olímpicos de París 2024 y lo cierto es que resulta entre bochornoso y vergonzante ver cómo ya no sólo no se fortalecen los valores que sustentaron la cultura, en este caso, francesa y por extensión europea; sino que además sentimos fuertemente el orgullo de ciscarnos, así, alegremente, en ellos. Elegir un escaparate así, ante todo el planeta, para soltar mamarrachadas multiculturales en lugar de recurrir a las armas que te han convertido en una de las culturas predominantes en la historia oscila entre la oportunidad perdida y la idiocia.
«El legado que nos deja esta ceremonia es un amasijo de compromisos cartón piedra»
De haber sido yo el organizador de la pantomima hubiera elegido, sin dudarlo, como temas centrales aquellos que convirtieron Francia en un faro para la Edad Moderna: el pensamiento, Montaigne, Humanismo, Renacimiento, La Luces, La Enciclopedia, Voltaire, las primeras Constituciones, el liberalismo, las revoluciones del XIX o el Estado Moderno. Todo ello aderezado con los que han dejado eco de estos logros en la memoria: Jacques Louis David, Victor Hugo, Eugène Delacroix, Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir, Gustave Eiffel, Edith Piaf, ese París al que todo novelista, poeta o pintor quería llegar, qué sé yo.
Sin embargo, el legado que nos deja esta ceremonia es un amasijo de compromisos cartón piedra, de morales líquidas, de clichés absurdos -qué decir de la cabeza de María Antonieta rodando por el Sena-, de una libertad que hace tiempo que dejó de ser tal, de esa suerte de inclusividad que sólo es inclusiva con una determinada corriente de pensamiento, y en general de una visión de aquello en lo que se ha convertido Francia, Europa y Occidente.
«Nos limitamos a criticar con poco gusto y cobardemente nuestra propia libertad»
Resulta sumamente explicativo el caso de la última cena de Leonardo pasada por la túrmix del wokismo. Se menosprecia una escena cristiana porque gracias a esa base moral nuestra cultura se cuestiona a sí misma; pero, en lugar de ponderarlo y lucir ese mérito delante de todas esas otras culturas absolutistas e intolerantes, nos limitamos a criticar con poco gusto y cobardemente nuestra propia libertad.
Es el sino de la nueva Europa. Una Europa débil, que ha renunciado a la base que la hizo ser grande, que moralmente sustenta sus nuevos valores sobre humo y que además se mira a sí misma como un Narciso cutre, esperpéntico. Que Dios, nunca mejor dicho, nos coja confesados.