El Estado soy yo
«ERC ha jugado bien, obteniendo de Sánchez la extinción normativa y simbólica de España. Toca ahora jugar a fondo con el engaño y satanizar a los críticos»
Decíamos ayer, al comentar la táctica empleada por Pedro Sánchez para tapar el supuesto tráfico de influencias de su mujer: «El negacionismo se ha convertido en la última barrera defensiva del Gobierno de Pedro Sánchez frente a toda especie de críticas y acusaciones, por fundamentadas que las mismas se encuentren. Y de acuerdo con su concepción de la política como guerra permanente, la negación sirve para promover un efecto bumerán dirigido a destruir a opositores y a críticos. No es una simple profesión de inocencia, sino un resorte para llevar a cabo el aniquilamiento del adversario, considerado como enemigo. (…) La negación rotunda de que hubiera nada que investigar está siendo hoy la clave de la estrategia desarrollada por Pedro Sánchez para preservar la supuesta inmunidad al delito de su mujer, y cumpliendo la fórmula citada, tal maniobra requiere como complemento la destrucción de aquel que se atrevió a vulnerar el círculo sagrado que como el pomerium en la Roma clásica protege al presidente de los riesgos que, en cambio, acechan al ciudadano común. En este caso, el juez Juan Carlos Peinado».
Dicho y hecho. No esperó a que se cubriera el trámite de la declaración ante el juez en la Moncloa, para que refugiándose en la Abogacía del Estado, Sánchez presentara como presidente del Gobierno una querella contra Peinado. Nada menos que se había atrevido el juez a aplicar la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su transparente artículo 412, a un ciudadano que dada su circunstancia personal desempeñaba la presidencia del Gobierno. El despliegue de normas justificativas a lo largo de la interminable querella planteada bajo la máscara de la Abogacía del Estado, no logra borrar lo esencial: Sánchez ve en la citación primero, y en la providencia ulterior que la confirmaba, una afrenta dirigida contra su posición excepcional en nuestro orden político. Y como respuesta y a fin de acabar si es posible con la carrera política del juez, moviliza a su propio servicio los medios jurídicos del Estado.
El desconocimiento de la excepcionalidad de la figura del presidente para declarar —como es desconocida por la LECRIM en dicho artículo, incluyendo la presidencia de gobierno en una relación de altos cargos, el primero pero sin primacía alguna—, le basta para apreciar en el juez «conducta prevaricadora». La citación, según la querella, se realizó «de forma totalmente injustificable si no es para objetivos ajenos al proceso penal que la justifican». Aun cuando tuvo lugar una aplicación literal de la norma: se trataba de atacar al presidente y este debe responder mediante la querella, alegando defensa de las instituciones. Y lo hace una vez más, exhibiendo el privilegio, no como ciudadano ofendido, sino como personaje encumbrado que pone a su servicio el aparato estatal, en este caso la Abogacía del Estado, para resolver sus problemas personales.
Nada en la ley habla de un principio de «inescindibilidad» entre estos y su cargo, pero Él impone su vigencia, quebrantando incluso el legado de la medieval separación de los dos cuerpos del rey al distinguir la actividad privada y la pública del político (como sí distingue la LECRIM en el citado artículo 412). Y lo hace sin respetar los límites impuestos por una mínima dignidad en el uso del cargo, al aprovechar las comparecencias públicas como presidente para remachar el ataque al juez de instrucción. Al modo de Trump.
De una mutación a otra, la citación como testigo al marido de una investigada que resulta ser presidente del Gobierno, pasa a ser la vulneración de una norma (inexistente) que reserva al presidente la declaración por escrito, y de ahí saltamos a un atentado político-judicial contra quien personifica el prestigio de todas las instituciones. A fin de justificar tales metamorfosis sucesivas, la Abogada del Estado teje toda una maraña de razonamientos, en torno a un eje tan endeble como es cuestionar la aclaración del juez, en apoyo de su citación, de que el interrogatorio no iba a centrarse en temas propios de su cargo de presidente del Gobierno (aun admitiendo que hiciera Sánchez una declaración complementaria por escrito de estimar pertinente informar sobre ellos).
«La ascensión académica de nuestra intitulada hacía plausible una instrucción que arrojase luz sobre su comportamiento»
Era obvio que tratándose de un posible caso de tráfico de influencias, y habiendo tenido lugar las conversaciones a tres con Barrabés y con el rector, las cuestiones de gobierno se encontraban necesariamente al margen de su contenido y por ello de un posible delito. Este, al margen del vocabulario jurídico usual, solo podía consistir en un «nepotismo indirecto», esto es, en favorecer las pretensiones de una «profesional honrada» por la sola presencia y posible aval de una autoridad como el presidente. Por citar el caso de la cátedra y los másteres, ejerciendo desde su simple asistencia en Palacio al encuentro de su mujer y el rector, un patronazgo como mínimo simbólico más que de sobra influyente, presunción corroborada por el buen éxito de la operación. Nada que ver con el futuro de la política gubernamental sobre Universidades.
Por otra parte, la irresistible ascensión académica de nuestra intitulada experta, hacía plausible una instrucción que arrojase luz sobre un tipo de comportamiento y de aspiraciones personales tan extraordinarias. Y ello relacionado además con las posibles implicaciones de tipo económico. Claro que es más fácil desviar la mirada de la realidad y focalizar todo sobre una supuesta injusticia de procedimiento de citación, para demostrar la cual es preciso además acudir reiteradamente a una condición privilegiada del personaje ofendido, aunque la ley no la ampare. Y por si esto falla, entra en el juego contra el juez la propia Begoña Gómez, de la mano de su abogado, exministro socialista. Todos los recursos son utilizados para acabar con la investigación en curso, aun a costa de crear la impresión de que solo desde la sensación de culpabilidad propia puede montarse una ofensiva de tales dimensiones. No se intenta matar una mosca a cañonazos, salvo que se esté disparando a un blanco que no sea una mosca.
El episodio demuestra hasta qué punto llega la aplicación a sí mismo por Pedro Sánchez del principio de que «el Estado soy yo». En la medida que triunfa esa afirmación del «yo omnívoro» de que habla Scurati al definir al populista radical, la política se vacía de contenidos, pues cualquier decisión se subordina a su voluntad e intereses personales. Todo puede dar un vuelco repentino, exclusivamente en función de ambos. Hace unos días la ministra de Hacienda, andaluza ella y seguramente de buena fe, juró que no habría concierto económico con Cataluña. Pues ahora, si quieres caldo, dos tazas. De nuevo citando a Scurati, para populistas autoritarios y spregiudicati, carentes de escrúpulos ideológicos, como nuestro hombre, lo que se va echando en el vaso vacío de su personalidad política depende exclusivamente de su conveniencia del momento.
Nada tiene de extraño entonces que a esa plenitud del yo, amo del Estado, según vemos en el caso de su mujer, haya correspondido, y simultáneamente, un vaciado total de los intereses públicos con algo mucho más grave: el acuerdo para la investidura de Illa en Cataluña. A efectos de obtenerla, como siempre aplicando el criterio de Esaú, por un puñado de votos, Sánchez ha asumido con este acuerdo ni más ni menos que la extinción de España y del ordenamiento regulado por la Constitución de 1978 impuesta por los secesionistas. Sin disimulo alguno, porque se trata de ganar al ala dura de Esquerra. Nos encontramos ante un acuerdo acotado formalmente entre catalanes, de modo exclusivo y excluyente, presentado incluso por el órgano oficial, El País, de hurtadillas y no traducido, donde las evidentes vulneraciones de la ley fundamental y de la normativa vigente son pasadas por alto. ERC cuenta al parecer con la seguridad de que su vigencia será impuesta por el Gobierno Sánchez al resto de los ciudadanos del «Estado español».
«El acuerdo con ERC representa una rendición incondicional a las exigencias planteadas por el independentismo para investir a Illa»
Y para que esto sea digerible, Pedro Sánchez no duda en ir más allá de la cúpula de la mentira política —recordemos a Tina Turner—, declarando solemnemente que es un paso adelante para la federalización del Estado, cuando representa todo lo contrario: una rendición incondicional a las exigencias planteadas por el independentismo para investir a Illa. Lo abona la plena confianza de Aragonès, en que el acuerdo representa una etapa decisiva para alcanzar la independencia. Buen conocedor del estilo de Sánchez, a la hora de incumplir sus compromisos, Aragonès ha exigido la publicación del texto acordado, evitando expresiones que facilitaran una escapatoria. Por eso, como buen vendedor de artículos averiados, Sánchez pone el acord por las nubes, pero no lo cita.
Leamos el acuerdo. Se trata de «una investidura que haga avanzar a Catalunya en términos de soberanía» y siguiendo una supuesta tradición histórica de convergencia entre PSC y ERC, «siempre dentro del objetivo compartido de ganar soberanía». Ello implicaría la existencia de un espacio común entre el federalismo socialista y el independentismo, pero en los contenidos del acuerdo solo figura el segundo. Para empezar, todos los cambios se enmarcan en una problemática general de «solución del conflicto político entre Catalunya y el Estado español», la misma bilateralidad cargada de enfrentamiento que acuñó ETA para Euskadi. Solo hay una nación, Catalunya, y frente a ella un Estado con el que es preciso ajustar cuentas políticas y económicas. La simple mención de España sería al parecer una provocación. Bilateralidad en el enfoque, bilateralidad en la solución. La ley fundamental de 1978, justificadamente al baúl del olvido, ni siquiera de los recuerdos.
Sánchez y su sucursal catalana aceptan al cien por cien hasta los criterios, objetivos y hasta los mitos del independentismo. De nada ha valido que Josep Borrell se empeñase en probar, cifras en la mano, que la estimación propalada entonces por Mas y Junqueras, el Madrid nos roba, era totalmente falsa (ver Josep Borrell y Joan Llorach, Las cuentas y los cuentos de la independencia), ya que el apartado económico del acuerdo se abre con la afirmación de que «Catalunya sufre (pateix) un infrafinanciamiento sostenido». El victimismo, en la economía como en el idioma, sirve de pedestal para la supremacía requerida y confirmada, de esa Catalunya que es «nación con lengua propia y voluntad de afirmarse en el mundo».
Con una tímida nitidez en cuanto a que la autodeterminación; de estos acuerdos, conducentes al progreso de la soberanía catalana, deben ser «refrendados por la ciudadanía». Para prevenir la posible interferencia desde el exterior, léase de las instituciones y normas del Estado, se constituirá en el Parlament una Convención Nacional encargada de su desarrollo. Ni que decir tiene que una rigurosa política lingüística de afirmación docente y social del catalán, implícita pero claramente sobrevolando las leyes en vigor, servirá de sustrato cultural a tan bien engranado proyecto.
«La capitulación política y económica suscrita por Sánchez tiene mala defensa, y la mentirosa profesión de fe federal, menos»
La capitulación política y económica suscrita por Pedro Sánchez frente al Estado de las autonomías, tiene mala defensa, y la mentirosa profesión de fe federal, menos. Hace años el economista Ángel de la Fuente probó ya el alto coste del privilegio fiscal disfrutado por Euskadi y Navarra, sobre todo para el primero por la mayor dimensión de su economía respecto del antiguo reino, y que la extensión a Cataluña lo incrementaría de manera exponencial. Si no recuerdo mal, el mundo feliz vasco suponía un beneficio para sus habitantes de 7.000 millones de euros. Ahora, en su artículo aparecido en El País, De la Fuente estima en al «menos» el catalán en 30.000 millones.
Luego está el cupo, acordado políticamente antes que calculado, en el caso vasco, aunque siga en Cataluña algún grado de solidaridad, dosificada por el donante. En suma, aunque las cifras pueden ser discutidas, el balance resulta inequívoco. Dos comunidades opulentas escapan del régimen común, transfieren la inevitable carga fiscal a las demás, entre ellas a las más pobres, y conservan blindadas las inversiones públicas (por lo menos en Cataluña) y el mercado interior. Curioso «federalismo» económico.
En el orden político, las cosas son también claras. Federalismo no es confederación: en el primero, las competencias de los Estados miembros están estrictamente reguladas, así como su intervención en el legislativo, con un total respeto a las facultades al poder central. Por algo es tan importante la elección del presidente de los Estados Unidos, los cuales obtuvieron el régimen federal tras una sangrienta guerra civil contra la Confederación, compuesta por Estados soberanos. Tal es la fórmula anunciada claramente en Cataluña, con la singularidad de una relación bilateral con el Estado (que tal vez les convenga mantener de algún modo para seguir en Europa), fórmula que rápidamente reclamará Euskadi y está ya en el proyecto nacionalista de status (palabreja por cierto surgida den Euskadi y adoptada en Cataluña, para alejar el fantasma de «Estatuto» sugeridor de integración en España).
ERC ha jugado bien, a costa de la ruptura de los equilibrios existentes en «el Estado español», obteniendo además de Sánchez y del PSC la citada extinción normativa y simbólica de España. Toca ahora esconder la realidad, jugar a fondo con el engaño, ignorar las críticas y satanizar a los críticos. En esto Pedro Sánchez es un maestro, según acaba de probar en el juego de aparente apoyo a la democracia y abstención cómplice de hecho sobre el fraude electoral en Venezuela. Nuestro progresista gobierno no figura entre los inequívocos mandatarios de izquierda que se ganaron las iras de Maduro (Zapatero y Monedero pueden estar satisfechos).
Por eso, en nuestro tema, una vez obtenida su victoria a corto plazo, lo que ocurra más tarde en «el Estado español» no importa, «A largo plazo todos muertos», advirtió Keynes. Pedro Sánchez lo aplica a fondo, pensando en sí mismo. ¿Para qué preocuparse por el futuro del país que gobierno si soy yo quien gobierna?