Lecciones de Rotherham
«El silencio mediático e institucional sobre realidades que la gente percibe como evidentes genera desconfianza y/o paranoia. En última instancia, violencia»
Decir «ultraderecha» es el equivalente a decir «cacapedoculopís». Un flatus vocis. Una palabra carente de significado, pero que sirve para estigmatizar o censurar determinadas personas, ideas o actitudes. O servía, pues su sobreutilización hasta el absurdo ya está mermando su efecto paralizante. Eso no ha impedido que la doxa dominante haya atribuido a esta -a la «ultraderecha»- los disturbios que estos días sacuden Reino Unido.
Señalan los medios del sistema que una turba de ultraderechistas -espoleados por Rusia, añaden algunos- están incendiando las calles por un «bulo», siendo este que un musulmán solicitante de asilo estaba detrás del apuñalamiento de tres niñas en Southport. Y lo cierto es que este era británico. También era hijo de inmigrantes procedentes de Ruanda. Un matiz al que no han llegado nuestras verificadoras.
La conclusión precipitada de la turba fue motivada por la falta de detalles que ofrecieron los medios de comunicación y la clase política (los mismos que alientan la inmigración ilegal y el efecto llamada, por otro lado) con respecto al crimen, así como por el -justificado- clima de paranoia que se ha instalado en la sociedad británica, aún marcada por el horror de Rotherham.
En esta pequeña ciudad posindustrial, que se ha convertido en el epicentro de los disturbios, más de 1.000 niñas (entre 1.400 y 2.000, para ser precisos) fueron prostituidas entre 1997 y 2013 por un grupo de paquistaníes, kurdos y kosovares (esto es, musulmanes). Las autoridades prefirieron tapar el asunto por la etnia y la religión de los agresores, admitiendo internamente su temor a ser tildados de «racistas».
Las familias de las víctimas fueron revictimizadas, que es como se dice ahora, por la corrección política. Cuenta Paco Hughes en La Gaceta de la Iberosfera que muchas de estas fueron desincentivadas por la policía para denunciar los abusos. Otras cayeron en la autocensura (denunciar a un paquistaní no gozaba de buen predicamento). El ayuntamiento creó una organización para investigar el caso. Uno de los empleados fue reconvenido por utilizar la palabra «asiático» en un informe, y se le obligó a asistir a un curso de concienciación racial. Una represalia mayor a la que sufrieron algunos de los violadores.
«De aquí a unos años, viviremos lo que hoy se vive en Rotherham, y la única respuesta de los de siempre será farfullar ‘ultraderecha’»
Theresa May, entonces ministra del Interior, señaló sin ambages a «la corrección política institucionalizada» de lo ocurrido en un duro discurso en el Parlamento: «Muchas víctimas sufrieron la injusticia de ver sus gritos de ayuda ignorados. Las preocupaciones culturales, el miedo a ser visto como racista, nunca deben impedir proteger a los menores».
El precedente de Rotherham, unido al auge de la violencia sexual en Inglaterra y al tratamiento que este fenómeno recibe, uno no puede dejar de pensar que es precisamente la información sesgada o la ausencia de la misma la que ha provocado esta reacción furibunda. El silencio mediático e institucional sobre realidades que la gente percibe como evidentes genera desconfianza y/o paranoia. En última instancia, violencia.
En España, la mayoría de medios sistémicos siguen empecinados en ocultar la nacionalidad del delincuente en sus informaciones, convencidos de que así están siendo prudentes a la hora de no alimentar la «xenofobia». Tampoco las autoridades son partidarias de detenerse en este tipo de datos. Pese a esto, la idea de que gran parte de las agresiones sexuales están siendo cometidas por extranjeros –fundamentada en datos– ha calado en el imaginario colectivo. De aquí a unos años, viviremos lo que hoy se vive en Rotherham, y la única respuesta de los de siempre será farfullar «ultraderecha»