THE OBJECTIVE
José Antonio Montano

Melancolías olímpicas

«Los españoles de París 2024 se han curtido en la derrota. Ha sido una escabechina de posibilidades frustradas. Solo brillaron a lo grande en Barcelona 92»

Opinión
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Melancolías olímpicas

Ilustración de Alejandra Svriz.

La primera es la del tiempo. Esto de que los Juegos Olímpicos marquen periodos densos, de cuatro años, hace que nuestro descacharre vital parezca más acusado. Son hachazos bisiestos literalmente. 

Nací en 1966 y mis primeros Juegos debieron ser los de México 1968, pero mi memoria no estaba aún para fijar recuerdos. De los de Múnich tampoco me acuerdo, pero sí me constaron: por una camisa (de manga corta, naturalmente) en que vi por primera vez escrito un año, o tal vez fue solo la primera vez que supe leerlo: 1972. Y sobre todo por los cromos (en Málaga decíamos «estampas») que traía el chocolate Zahor con el dibujo del personaje practicando todos los deportes. Salía también en los anuncios de la tele. 

En 1976 nos mudamos y con la casa nueva sin terminar de montar fueron los de Montreal, aquellos de Nadia Comaneci. Los primeros que seguí propiamente y los únicos en que he participado: mi hermana y yo tratábamos de reproducir cada especialidad en el imposible salón; recuerdo el boxeo con guantes y cascos de corcho de embalaje. Luego vinieron todos los demás, por lo general más apagados salvo en momentos específicos de intensidad inusitada. ¡El baloncesto en Los Ángeles 1984! 

Pero el mejor fue el de la madrugada de los 100 metros lisos de Ben Johnson en Seúl 1988. Luego le quitaron el oro, pero el momento se quedó grabado: hubo un orfebre superior. Y a mí me sirvió para escribir un poemilla precisamente melancólico, sobre el topos clásico de la fugacidad de la vida. Se titula Macabro récord y dice así: «Más veloz que Ben Johnson / la muerte nos lleva al foso. // (Y sin doping)».

La segunda melancolía es la carnal. ¡Tanta belleza inasible! Ese contraste bruto entre la contundencia de los cuerpos atléticos y la imposibilidad de tocarlos. En la célebre Garota de Ipanema, Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobim acertaron a plasmar ese escozor: «Ah, por que estou tão sozinho? / Ah, por que tudo é tão triste? / Ah, a beleza que existe. / A beleza que não é só minha / que também passa sozinha». 

«Lo peor va a ser el domingo, cuando se terminen los Juegos Olímpicos y nos caiga todo el peso del verano encima»

¡La belleza que existe, ese es el problema! Pero quedan los ojos. Justo dijo alguien que hasta que no llegó a Río de Janeiro no supo que sus ojos valieran tanto (hablaba en este caso de la ciudad, no de las garotas). También valen ante el televisor olímpico y la proliferación de atletas con sus saltos, lanzamientos, volteretas, carreras, fintas, trabazones… Ahora se ha vuelto pecado la contemplación erótica, por lo que el erotismo se multiplica.

Y la tercera melancolía es la del esfuerzo. El esfuerzo inútil, en verdad: todo ese derroche. Para poder participar en unos Juegos Olímpicos hay que estar cuatro años machacándose (cuatro años que se suman a toda una vida). Salvo los cuatro o cinco deportes de relumbrón, el resto son disciplinas casi secretas que solo salen a la luz entonces; cada una con una multitud de –como se dice un poco despectivamente– motivados. Y la mayoría lo hace para perder. De ahí, supongo, toda esa mitología compensatoria de que «lo importante es participar».

Los deportistas españoles de París 2024 se han curtido en la derrota. Ha sido una escabechina de posibilidades frustradas. Casi siempre es así, por otro lado. Solo brillaron a lo grande en Barcelona 1992, en que un comentarista entusiasta soltó al tercer o cuarto oro: «¡El himno nacional es la canción del verano!».

Pero lo peor va a ser el domingo, cuando se terminen los Juegos Olímpicos y nos caiga todo el peso del verano encima. Ya a palo seco, sin distracciones. 

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