THE OBJECTIVE
Álvaro Nieto

Por qué fui a Venezuela y así fue cómo me expulsaron

Cuidemos nuestra democracia y defendamos nuestras libertades porque un día se pueden perder de repente y luego cuesta horrores recuperarlas

Opinión
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Por qué fui a Venezuela y así fue cómo me expulsaron

Ilustración de Alejandra Svriz.

El lunes 29 de julio decidí ir a Caracas. Había pasado apenas un día de las elecciones presidenciales de Venezuela y, sentado esa noche en el sofá de mi casa, me disponía a presenciar la primera rueda de prensa de los líderes de la oposición, María Corina Machado y Edmundo González. Pero, ante mi sorpresa, ninguna televisión europea retransmitió en directo aquel evento, ni siquiera los canales dedicados 24 horas a informar, así que tuve que verlo en inglés a través de la cadena árabe Al Jazeera.

Machado y González anunciaron que habían ganado las elecciones y que lo sabían porque tenían en su poder una buena parte de las actas con los resultados de las diferentes mesas electorales, y que colgarían al día siguiente en una página web para que cualquier venezolano pudiera consultarlas. Era una jugada maestra. El chavismo llevaba décadas robando elecciones en Venezuela, pero por primera vez la oposición lograba demostrarlo y dejar el fraude en evidencia.

Impactado por esa rueda de prensa, indignado porque en España no se estuviera prestando la debida atención a la situación en Venezuela, consciente de que la cobertura informativa no iba a mejorar en los siguientes días por culpa de la llegada del mes de agosto y de los Juegos Olímpicos, alarmado por las primeras imágenes de represión que empezábamos a ver contra los manifestantes que protestaban en las calles y esperanzado ante lo que pudiera ocurrir las jornadas posteriores, tomé la decisión de viajar al país para informar sobre el terreno.

Primero valoré la posibilidad de enviar a uno de nuestros periodistas, pero llegué a la conclusión de que lo mejor era ir yo mismo porque soy el que probablemente mejor conoce la realidad venezolana de toda nuestra redacción y porque pensé que el hecho de que un director de periódico se ocupase en primera persona del tema quizás ayudaría a que más lectores tomasen conciencia de la importancia de la noticia. Y como justo empezaba mis vacaciones el 2 de agosto, y tampoco me apetecía seguir viendo las novedades desde el sofá, decidí tirar para adelante.

Estos días he leído algunos reproches acerca de mi viaje. A los que creen que un director no debe exponerse de esa manera, simplemente les diré que yo, por encima de todo, soy periodista. Y un periodista lo que quiere siempre es estar en el lugar de la noticia, no en el confortable sillón de un despacho. Por eso el cuerpo me pedía ir a Caracas para comprobar si realmente estamos o no ante los últimos días del chavismo. Y a los que piensan que me subí a un avión sabiendo que no me iban a dejar pasar y simplemente para provocar mi deportación y ganar un minuto de fama, solo me cabe decirles que si supieran el esmero con que se preparó el viaje durante tres días no opinarían con tanta ligereza. Hice todo cuanto estuvo en mi mano para despistar a las autoridades venezolanas y conseguir entrar al país. Estaba todo listo para hacer un trabajo lo más profesional posible. Sabía que existía el riesgo de ser expulsado, pero había que intentarlo.

Llegué al aeropuerto de Maiquetía pasados unos minutos de las ocho de la tarde del viernes 2 de agosto. El avión iba cargado de venezolanos, que aplaudieron con emoción nada más tomar tierra. Cuando llegamos al control de inmigración, la mayoría del pasaje se fue directamente a hacer cola a la zona prevista para los nacionales del país. El resto, apenas 20 personas, nos dirigimos al área de extranjeros. Yo iba de los primeros.

Habían pasado apenas cinco minutos desde el aterrizaje del avión y ya estaba ante el primer reto de mi viaje: había que superar aquel control. Informé de ello a la persona que me estaba esperando en la puerta del aeropuerto, y me dispuse a afrontar aquella prueba. Para mi sorpresa, justo antes de llegar a las típicas garitas de policía donde te sellan el pasaporte, los venezolanos habían dispuesto una línea policial que hacía de primer filtro. Allí me hicieron las primeras preguntas de rigor, las típicas en estos casos: propósito del viaje, fecha del vuelo de vuelta, lugar de alojamiento… Y, curiosamente, fueron apuntando todo en el bloc de notas de un iPhone de última generación.

Tras esa primera entrevista, vi que la cosa iba mal, porque me pidieron que siguiera en la cola mientras los demás me iban adelantando y consiguiendo entrar en el país. Algunos sin dificultad, especialmente los europeos o los que viajaban con niños, y otros tras una espera un tanto larga. De repente, empezaron a llegar más agentes de policía, varios de ellos de paisano y con aspecto y acento yo diría que cubano. Todos de pie merodeando. Se pasaban mi pasaporte de unos a otros, pero nadie me decía nada. Eso sí, cada vez que hacía un intento de sacar mi teléfono para informar al exterior sobre mi situación, me advertían de que estaba prohibido usarlo y señalaban unos carteles en las paredes que así lo exigían.

Un segundo policía me hizo otra ronda de preguntas pasados unos minutos. Repitiendo algunas de ellas, y añadiendo otras. Este interrogatorio se hizo más pesado, porque los minutos pasaban, seguía de pie tras un viaje de nueve horas y sin poder beber agua para calmar los nervios. Y fue en este momento cuando descubrí que, aparte de hacer anotaciones en el teléfono, también buscaban información directamente en Google o en LinkedIn.

«Mi teoría: los venezolanos me tenían incluido en una lista negra tras haber escrito un libro sobre los vínculos entre los gobiernos de Nicolás Maduro y Pedro Sánchez»

Y la prueba más clara de que aquello no iba a salir bien la tuve cuando cacé a uno de los policías mirando una foto mía en Internet y ampliándola con los dedos para ver si el tipo que tenía allí delante era el mismo de la pantalla. Después de aquello, y de preguntar un par de veces sobre el estado de mi situación, dos policías me pidieron que les acompañase. Y ese fue el único momento en que sentí miedo: me sacaban de una zona donde había otros pasajeros/testigos para llevarme a no sé sabe dónde. Me condujeron a una sala pequeña muy cercana donde habría unas cinco personas. Me hicieron algunas preguntas más y rellenaron supuestamente con mis datos dos folios que nunca vi pero que al final uno de los policías firmó.

En total fueron tres interrogatorios en el espacio de dos horas: de pie y sin poder beber agua o consultar el teléfono. Eso sí, nadie me puso la mano encima, no me inspeccionaron el equipaje ni me revisaron el móvil. Los policías fueron en todo momento correctos, si bien nunca me explicaron qué estaba pasando. En su mayoría, eran gente joven y, a tenor de sus caras, se veía que lo hacían más por obligación que por convicción. No me extrañaría que ellos también hubieran votado a Edmundo González.

Finalmente, varios de ellos me condujeron por los pasillos del aeropuerto hasta un ‘finger’ donde habría otros siete u ocho policías. Ahí ya tuve plena conciencia de lo que estaba pasando: me iban a deportar. Al llegar a la puerta del avión, uno de los policías le entregó mi pasaporte al comandante, y este protestó. Al parecer, le habían pedido retrasar la salida del avión ante la llegada de «un miembro del cuerpo diplomático», y al ver mi documentación entendió que yo no era ningún embajador. «¿Es usted diplomático?», me preguntó. «En absoluto», le contesté. Hizo notar al policía que aquello era completamente irregular y me miró buscando mi reacción. Y fui yo mismo quien, para evitar un conflicto mayor, aceptó la derrota y accedió a entrar pacíficamente en el vuelo, ante la atenta mirada de unos policías que insistían en que subiese.

Ya dentro del avión, comprobé que, en efecto, todo el mundo estaba ya sentado en su asiento esperando el despegue. Se trataba de un vuelo de la compañía venezolana Estelar operado por la española Iberojet. La tripulación estuvo muy amable conmigo e incluso hizo la vista gorda durante los primeros minutos para que pudiera usar mi teléfono y avisar de mi situación. Eran las diez y media de la noche.

«Al Gobierno parece no importarle mucho que no hayan dejado entrar a un ciudadano español en Venezuela sin ninguna explicación»

Ese viaje de regreso se hizo largo. Me sentía frustrado por no haber conseguido entrar en el país, pero también aliviado porque, de entre todos los desenlaces malos posibles, el mío había sido el menos dramático. Una deportación limpia. Mi teoría: los venezolanos me tenían incluido en una lista negra tras haber escrito en 2022 el libro Conexión Caracas-Moncloa sobre los vínculos entre los gobiernos de Nicolás Maduro y Pedro Sánchez. En cuanto me vieron en el aeropuerto, tenían claro que iban a deportarme, y los interrogatorios, más que un método para obtener información, fueron una manera de hacer tiempo hasta el siguiente vuelo con destino a Madrid. Por eso ni me abrieron la maleta.

Al llegar a Madrid, la sobrecargo me pidió aguardar dentro del avión porque quizás la policía española estuviera esperándome para hacerme algunas preguntas sobre lo sucedido. Pero, una vez desalojado el avión, nadie apareció, así que bajé las escalerillas con algunas de las azafatas y, a pie de pista, les expliqué quién era. Para mi sorpresa, el rostro se les iluminó: ¡leían THE OBJECTIVE y admiraban nuestro trabajo!

Después, pasé el control de pasaportes por una de las máquinas de Barajas y me fui a casa a descansar. Una vez allí, decidimos informar en el periódico de lo que había ocurrido y empezaron a llegar llamadas y mensajes. Eso sí, aún hoy no he recibido ni una sola llamada desde el servicio exterior de España para interesarse sobre la deportación, conocer los detalles o preguntarme si necesito algo.

Es una pena, pero es lo que tenemos. Al Gobierno de España parece no importarle mucho que no hayan dejado entrar a un ciudadano español en Venezuela sin ninguna explicación. Según algunos diplomáticos con los que he podido hablar estos días, una deportación es algo muy grave entre dos países y, por supuesto, motivo más que suficiente para elevar una queja ante otro estado. Sin embargo, han preferido dejar pasar la ocasión.

No obstante, soy perfectamente consciente de que soy un privilegiado. Mi caso se limita a 24 horas de viaje y a un interrogatorio algo desagradable. Lo verdaderamente grave en Venezuela son todas esas detenciones arbitrarias que está habiendo estos días, niños incluidos, las torturas, las desapariciones, las muertes de manifestantes… Y trataremos de seguir informando sobre todo ello porque es nuestra obligación. Moleste a quien moleste. Y por cierto, de mi experiencia venezolana me traigo una reflexión mucho más asentada si cabe: cuidemos nuestra democracia y defendamos nuestras libertades porque un día se pueden perder de repente y luego cuesta horrores recuperarlas.

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