THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Chesire o el sueño de Abascal

«Siendo la medalla de plata mejor que la de bronce, no es obvio que se prefiera ser segundo a tercero si pensamos en la frustración de no haber logrado ganar»

Opinión
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Chesire o el sueño de Abascal

El corredor español José Manuel Abascal en los Juegos Olímpicos de 1984. | EFE

Dejó escrito Thomas Hobbes que, puesto que la marcha, la conversación, y otras actividades humanas semejantes dependen siempre de un pensamiento precedente respecto al dónde, el modo y el qué, «… es evidente que la imaginación es el primer comienzo interno de toda moción voluntaria». 

Casi todo corredor de fondo o medio fondo aprende pronto que, en un entrenamiento fraccionado, la peor de las series es la antepenúltima, cuando se muere desde la primera hasta la última zancada. En la penúltima uno está muerto y por tanto no se sufre, como sostuvieron los epicúreos, y en la última –sea la quinta, sexta o vigésima, si resulta que uno es Superman o Emil Zátopek- se resucita; y se sufre, pero con la esperanza de que ya se larva un descanso que merece tal nombre. Salvo que la recuperación entre series sea escasa, claro. Pero a lo mejor, para entonces, cayó un meteorito y se acabó el mundo. El sueño de la extenuación también produce el monstruo de ese tipo de esperanza. ¿Y dejarlo? ¿Y renunciar a hacer la última? Jamás. Siempre se hace la última serie. Siempre. Nadie sabe cómo, pero se hace. 

Bien lo sabían Sebastian Coe, Steve Ovett, Steve Cram, Joseph Chesire, Andrés Vera, Steven Scott, Omer Khalifa, Peter Wirz, Jim Spivey, Anthony Rogers, Riccardo Materazzi y por supuesto José Manuel Abascal, los 12 atletas que se plantaron en los tacos de la pista del estadio olímpico de Los Ángeles un 11 de agosto de 1984 para disputar la final de la prueba de 1.500 metros. Mañana hará 40 años. 

Fue Jesús Bedoya quien, por casualidad, descubrió a Abascal la pradera de Campomayor, una de las varias que conforman los conocidos como montes de Áliva, en el sector cántabro de Picos de Europa. Allí, a 1.600 metros de altitud, junto con el legendario Joaquín (Quino) Oti, midieron con precisión el kilómetro de recta y marcaron con piedras el 300 y el 500 donde hacer las series, ante la ocasional mirada escéptica de vacas, cabras y ovejas y el asombro de sus pastores, que pronto propalaron por el valle de Camaleño la presencia de un loco corriendo en calzones por las brañas. En esa alfombra de césped, no lejos del Chalet Real usado por el rey Alfonso XIII cuando acudía a cazar rebecos, Abascal afinó su puesta a punto para la cita angelina. Cuando el escaso personal del vetusto refugio en el que dormía se enteró de lo que le había llevado por allí, le ubicaron en la habitación que había usado Franco en una ocasión lejana.  

Con la presencia del tridente británico –Coe, Ovett y Cram- que dominaba el medio fondo desde principios de los 80, las opciones de Abascal eran escasas. Tanto él como Gregorio Rojo, su entrenador desde que se hizo atleta en serio, lo tenían claro: en una carrera táctica, a cualquier ritmo que no fuera casi suicida, Abascal, sin la punta de velocidad de sus rivales en la última media vuelta, no alcanzaría el podio. 

«Entonces, a falta de 600 metros, Abascal sintió que era su momento»

En los primeros 200 metros el sudanés Khelifa comandaba el grupo a paso de caracol pegado a la cinta de la calle 1. Coe, cerca de la cabeza y atento desde el primer instante a cualquier estampida, con el radar bien calibrado para anticipar los movimientos de sus compatriotas, marchaba segundo. Abascal, en quinta posición, era escoltado por Cram y Ovett cuando se transitaba por el primer quinientos. Entonces, el estadounidense Scott, impacientado, incrementó el ritmo colocándose líder y provocando el jaleo del público local. Avivada la marcha, el grupo se dispuso en fila india con un Coe en segunda posición que no dejaba de mirar de reojo, intrigado quizá por la falta de comparecencia de Cram y Ovett. 

Entonces, a falta de 600 metros, antes de lo instruido por Rojo, Abascal sintió que era su momento. Quizá porque le alcanzó a la memoria aquella ráfaga imprevista del frescor de Picos de una mañana de mitad de junio cuando le tocaba completar la tercera de las repeticiones de los 400 metros; o el recuerdo del sonido de los campanos; de la majestuosidad de aquel corzo que campaba enriscado al caer la tarde; la sensación de alivio articular que le producía meterse en el agua casi congelada de las balsas junto al teleférico después de un rodaje a ritmo intenso; la remembranza del gozo experimentado en todos y cada uno de los triunfos escolares y juveniles y la cara de su profesor, Jenaro Bujeda, su temprano descubridor, cuando le propuso completar el equipo y así ganar su primera carrera; tal vez volvieron a resonar las risas de sus compinches de travesuras en Alceda cuando jugaban a la tingla. O fue quizá la combinación de todas esas estampas y experiencias pasadas, que se abriera la herida nunca del todo cerrada al evocar la partida de sus padres buscando un futuro mejor en Holanda, frisando él los 13 años. 

Toda esa imaginería espoleó su ritmo para ponerse en cabeza y su determinación para, a partir de ahí, aguantar carros y carretas. Habían transcurrido dos minutos y 15 segundos cuando Abascal se lanzó al vacío. ¿Qué era un minuto y poco más sin tregua en el océano de ese pasado reciente en el que no hubo un solo día sin domesticar la claudicación a base de correr, acelerar, parar, volver a correr?

Coe, barruntándose la importancia de la maniobra, superó a Scott y se puso a la estela de Abascal. Pronto lo hizo Cram y tras él Ovett cuando sonó la campana anunciando la última vuelta. Abascal no lo supo entonces, pero Ovett, en aquel momento poseedor del récord del mundo en la prueba, se retiró de la pugna cuando aún faltaban más de 300 metros. La brecha con el resto de los competidores se abría, y solo el keniata Chesire parecía en disposición de cerrarla. Coe primero, y Cram después, le sobrepasaron en la curva como era previsible. Solo quedaba Chesire y a él no le quedaba más que la resistencia, la enfermiza intransigencia que se labra en las piernas a base de acercarse una y otra vez hasta el límite, y una fe difusa en que su perseguidor ya hubiera atravesado la frontera, que el escaso margen de distancia hasta la meta – apenas 100 metros ya- hiciera imposible la constancia de su aceleración, que fuera ya inevitable el declinar en la frecuencia y la amplitud de la zancada, la bajada de brazos, la aceptación de la derrota. Quedaban escasos 20 metros y entre ellos mediaba paso y medio. Chesire braceaba desesperado. 

«Abascal cruzó la meta en 3:34:300 ganando el bronce olímpico, el primero en pista de la historia del atletismo español»

Tanto porque se acceda a Campomayor por la cómoda subida desde Espinama o porque se suba en el cable desde Fuente Dé, bajando luego a pie desde la vueltona, será inevitable reparar en cómo el terreno llano está ocasionalmente salpicado por una suerte de cráteres coronados o marcados con piedras deliberadamente dispuestas como advertencia. Se trata de túmulos que datan de la edad del bronce y su señalamiento mediante esas rocas, los conocidos como «pozos de violación» (conductos excavados desde la superficie para acceder al interior de la tierra) denotan la creencia antigua en que en esas cámaras funerarias pudieran albergarse fastuosos tesoros, los abalorios que, de acuerdo con la escatología de la época, habría de necesitar el muerto en su nueva vida, en su tránsito, en su Hades. Imagino yo ahora a Quino Oti valiéndose de aquellas piedras para marcarle a Abascal las distancias, los hitos que le acercarían a la soñada presea.    

Abascal cruzó la meta en 3:34:300 ganando el bronce olímpico, el primero en pista de la historia del atletismo español. Chesire lo hizo 220 centésimas de segundo después, a una distancia insignificante en cualquier otro contexto. 

Durante años tuve la pesadilla de que, en realidad, había una asignatura de la licenciatura que no había aprobado; que, llegado el día de la defensa de la tesis doctoral, en realidad no la había terminado… Imagino que algo parecido puede haber angustiado a quienes superaron una oposición, o un exigente proceso de selección, o que obtuvieron la nota requerida en el MIR para la especialidad deseada o la de la EVAU para cursar el grado anhelado. Imagino que a Abascal también le angustió, en alguna de sus noches posteriores a su gesta, que existe un Chesire que cuenta con una última aceleración y le supera en el último centímetro. 

Y también pienso que hay en esto de las medallas una curiosa relación entre el valor y la preferencia: siendo la plata mejor que el bronce, no es inmediatamente obvio que se prefiera ser segundo a tercero si pensamos en la frustración de no haber logrado ganar frente a la satisfacción de haber podido subir a un podio olímpico y no quedarse a las puertas. Así lo vuelvo a pensar cuando recupero en YouTube la carrera de aquel 11 de agosto de 1984 y veo a Abascal con los brazos alzados durante un rato largo y escucho de nuevo el grito desaforado del legendario y entrañable comentarista José Ángel de la Casa en una narración cuyo tono y reverberación alimenta la nostalgia de aquel verano de mis 16 años: «¡Qué espléndida carrera la del santanderino!». 

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