THE OBJECTIVE
Manuel Fernández Ordóñez

La miseria no bate récords olímpicos

«¿Cuántos Mozart pueden haber existido en la historia que ni siquiera han llegado a descubrir su potencial porque jamás han visto un instrumento musical?»

Opinión
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La miseria no bate récords olímpicos

Ilustración de los Juegos Olímpicos. | Alejandra Svriz

Han finalizado, desafortunadamente, los Juegos Olímpicos de París. Sé que la perspectiva de doce horas continuas de deporte diarias en televisión puede ser un horror para muchas personas. Pero, qué quieren que les diga, tienen ustedes a su disposición docenas de canales adicionales si el deporte no les gusta. A mí me encanta. Por muchos motivos, pero fundamentalmente porque el deporte pone de manifiesto, con una nitidez prístina, aquello que diferencia al ser humano del resto de especies sobre la faz de la Tierra.

Estas dos semanas se han batido más de cuarenta récords. Entre ellos, varios de natación, el de salto con pértiga y el de los 10.000 metros lisos. En esta última final sucedió lo nunca visto, los trece primeros atletas en cruzar la meta batieron el récord olímpico, algo para los anales de la historia. En la pértiga, el sueco Armand Duplantis voló hasta los 6,25 metros de altura. Hoy, el ser humano nada más rápido que nunca, corre más rápido que nunca y salta más alto que nunca.

Todo ello es posible gracias a la especialización del trabajo, que nos ha llevado a alcanzar unas cotas de progreso, bienestar y calidad de vida tan elevadas que permiten a cada persona concentrarse en aquellas actividades para las que tiene mayores aptitudes, posibilitando la extracción de todo su potencial. Duplantis ha batido el récord mundial de salto porque tiene un nivel de vida que le permite estar ocho horas entrenando para ello. Sus necesidades primarias están resueltas, no pasa hambre, tiene un buen techo donde vivir, una familia que no pasa ningún tipo de penurias y recibe un salario por hacer lo que hace.

Además, por supuesto, Duplantis cuenta con un talento natural que la sociedad en la que vive ha hecho aflorar y ha conseguido potenciar. ¿Cuántos Mozart pueden haber existido en la historia que ni siquiera han llegado a descubrir su potencial porque jamás han visto un instrumento musical? Es difícil encontrar un piano en muchas zonas del África Subsahariana, el sudeste asiático o ciertas zonas de Sudamérica. Estamos hablando de miles de millones de personas que, seguro, poseen talentos que pasarán inadvertidos y no podrán aportar al conjunto de la humanidad. Simplemente porque el nivel de desarrollo de sus sociedades no ha llegado todavía al punto necesario para ello.

¿Se imaginan ustedes que Duplantis hubiera nacido en una aldea de Burundi? En primer lugar, en ese país uno de cada veinte niños no sobrevive a los primeros cinco años de vida, mientras que en Estados Unidos (país de nacimiento de Duplantis) es uno de cada 200. Para seguir, seis de cada 10 personas en Burundi viven con menos de dos euros al día. En tercer lugar, siete de cada 10 personas en Burundi no tienen acceso a combustibles líquidos para cocinar, lo que implica que encienden hogueras en el interior de sus casas utilizando todo tipo de residuos, incluidos excrementos secos de animales. Por si todo esto no fuera suficiente, la ingesta media de calorías en Burundi apenas llega a las 1.800 diarias, frente a las más de 3.000 calorías de un país occidental.

Si Duplantis hubiera nacido en Burundi, puede que hubiera fallecido en los primeros años de vida y, si hubiera sobrevivido, lo más probable es que viviera en condiciones de extrema pobreza. Habitaría una vivienda insalubre, llena de humo tóxico lo que, con mucha probabilidad, le ocasionaría algún tipo de enfermedad respiratoria. Sufriría una economía de subsistencia en la que se habría visto obligado a trabajar desde niño en actividades de escasa productividad y bajo valor añadido. Un caldo de cultivo complicado para el surgimiento de un atleta que, además, tendría una ingesta calórica diaria a todas luces insuficiente para la alta competición. 

Nadie niega que, incluso en esas condiciones, el talento natural del ser humano pueda hacer aparición. Pero convendrán conmigo, que las probabilidades son mucho menores. Tomen el ejemplo del atleta nacionalizado español y, precisamente, originario de Burundi, Ndikumwenayo. Él mismo declaró que ni siquiera conocía la existencia del atletismo, puesto que jamás había visto una televisión en su niñez. Comenzó a correr muy tarde, a los dieciséis años y simplemente por diversión. El destino le trajo a nuestro país, donde se acabó convirtiendo en un atleta de élite. No en vano, Burundi únicamente ha contado en estos Juegos Olímpicos con siete deportistas que participaban exclusivamente en tres deportes. Comparen ustedes con Suecia, un país con similar población, que ha llevado a París a 117 deportistas y ha conseguido 11 medallas.

«Las condiciones del ser humano siguen progresando, la especialización del trabajo es cada vez mayor y el desperdicio de talento cada vez menor»

La condición natural del ser humano es hacer aquello para lo que está más capacitado. Pero esto no es posible si la sociedad no tiene la madurez necesaria para ser capaz de descubrir esas capacidades. De nada sirve tener un talento natural para la ingeniería aeroespacial si has nacido en una tribu aislada del Amazonas, jamás descubrirás ese talento y el mundo será un lugar peor porque ese talento se habrá perdido para siempre.

Así que me van ustedes a disculpar, pero un servidor se emociona cada vez que un nuevo récord del mundo se bate en cualquier disciplina deportiva. No por el récord en sí, que es anecdótico, sino porque implica que las condiciones del ser humano siguen progresando, la especialización del trabajo es cada vez mayor y el desperdicio de talento cada vez menor. Significa que la humanidad avanza inexorablemente, ya sea porque alguien ha conseguido saltar más alto, porque se haya desarrollado una nueva técnica de transplante de médula, se haya descubierto un nuevo medicamento contra el Alzheimer o se haya desarrollado un nuevo combustible sintético más eficiente. Extender, en definitiva, los límites de conocimiento y capacidades del ser humano. De eso se trata, al fin y al cabo.

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