España requiere doce hombres justos
«Las democracias requieren demócratas. Es decir, personas (diputados, periodistas, fiscales) dispuestas a decirle que no al poder si sus demandas son ilegales o ilegítimas»
La Policía es una de las instituciones más valoradas y respetadas de España. Gracias a ella, el asesinato en este país se limita casi a la irreductible condición humana. La tasa de homicidios por cada cien mil habitantes es una de las más bajas del mundo, y mucho más baja que la de los también seguros países de su entorno. Es una confianza ganada por décadas de eficacia. El índice de impunidad, verdadero factor de inhibición del criminal, es bajísimo, y la primera respuesta que tiene un ciudadano ante cualquier problema es acudir a una comisaría a denunciarlo, porque sabe que los agentes se pondrán a su servicio. Por ello, la inicial reacción de los medios y de la ciudadanía ante el fugaz regreso de Carles Puigdemont fue de humillación. ¿Cómo era posible que, encima de condicionar la política española por los siete votos que necesita Pedro Sánchez en el Parlamento, fuera capaz también de burlar a las fuerzas y cuerpos de seguridad? Pero pasado ese primer momento, el estupor dio paso al enojo.
Quedó claro que fue una visita pactada, en donde al cobarde de Waterloo se le otorgaron las garantías de no detención a cambio de no reventar la investidura de Salvador Illa. Investidura que, a su vez, era producto de otra oprobiosa capitulación de Pedro Sánchez ante los nacionalistas catalanes, en este caso ante Esquerra Republicana, ante la que cedió, a cambio de su apoyo en el Parlament, una suerte de cupo catalán que rompe la caja común de Hacienda. Una concesión peligrosísima que de concretarse afectará inexorablemente la igualdad entre españoles. Por cierto, fue la negativa de Mariano Rajoy ante esa vieja exigencia de los nacionalistas lo que provocó la ruptura con Artur Mas, tras lo cual inicia el malogrado procés. Aunque todos sabemos que la verdadera razón de Mas para irse al monte del independentismo fue desviar la atención sobra la investigación que por corrupción se llevaba a cabo contra él y su partido. Una comedia de enredos que eleva a la enésima potencia La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón.
Se dice, y con razón, que Pedro Sánchez es capaz de cualquier cosa con tal de permanecer una noche más en la Moncloa. «Es capaz de vender a su madre», se oye en bares, taxis y peluquerías. Y es cierto. Con dos matices. El primero, que va a intentar engañarte en esa misma venta. ¡No es su madre es su suegra! El coche está averiado y la moto es robada. De ahí las durísimas comprobaciones que exige Puigdemont antes de cada votación parlamentaria. Entre gitanos no se leen las manos. A Puigdemont y a Sánchez les une el mismo impulso: poner el poder al servicio de sus intereses.
«El problema no es Pedro Sánchez, sino los corifeos que lo acompañan. España requiere doce hombres justos y un monosílabo: no»
Y el segundo, que cuanto más se conoce sobre su entorno inmediato, más claro queda que su omnívoro afán de poder esconde también un reptiliano instinto de supervivencia, un desesperado intento por extender la inmunidad parlamentaria el mayor tiempo posible. Sánchez tiene en esos momentos encima de la mesa una investigación por tráfico de influencias contra su mujer, una investigación por enriquecimiento inexplicable contra su hermano y una investigación por corrupción contra su antiguo brazo derecho en el partido. Por ello su desesperado afán por extender los recursos que la presidencia del Gobierno brinda de manera legal (y de manera paralegal) para maniobrar e imponer un relato. En este caso, el de ser un paladín de las causas sociales víctima de una conspiración mediática, judicial y política de la derecha. Lo sorprendente no es este braceo desesperado en el pantano, sino que haya todavía un porcentaje de españoles que se lo crea.
El riesgo de todo este monumental sinsentido al que ha llevado Sánchez la vida política española, con periodistas que aplauden ciegamente al poder, policías autonómicas que organizan un tour patriótico a un prófugo de la justicia y socialistas que festejan los privilegios de unos pocos, es que las instituciones no existen al margen de las personas que las manejan. No son realidades absolutas, sino relativas. Sobre todo, en los cargos que requieren neutralidad política. Lo vemos todos los días con la fiscalía en manos de Álvaro García Ortiz, la Presidencia del Congreso en manos de Francina Armengol, el CIS en manos de Tezanos, el Parlamento catalán encabezado por Josep Rull o el Tribunal Constitucional presidido por Cándido Conde-Pumpido.
Las personas son la clave última de la vida democrática. Si Mike Pence hubiera hecho caso a Donald Trump de desconocer el veredicto de las urnas y apoyar sus ridículas demandas de fraude electoral, la democracia americana, con su casi dos siglos y medio de vida, se hubiera derrumbado como un castillo de naipes. Las democracias requieren demócratas. Es decir, rectores capaces de decirle a la mujer del presidente, en la misma sede del poder a donde te han citado, que no reúne las condiciones académicas requeridas para una cátedra. Es decir, personas (diputados, periodistas, fiscales) dispuestas a decirle que no al poder si sus demandas son ilegales, irracionales o ilegítimas. No me refiero a la fingida firmeza y sobreactuado malestar de Emilio García-Page Sánchez (es su segundo apellido), dirigidos exclusivamente a su base electoral y que no tienen ninguna consecuencia real. El problema no es Pedro Sánchez, sino los corifeos que lo acompañan. España requiere doce hombres justos y un monosílabo: no.