THE OBJECTIVE
Fernando Savater

Amistades galopantes

«Seguramente el paraíso sea un hipódromo infinito donde los aficionados podrán elegir junto a qué santo patrono ver la carrera. Y yo mientras en el infierno aguantando partidos de fútbol rodeado de todos los tontos que he conocido»

Opinión
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Amistades galopantes

Eddie Constantine. | Wikimedia Commons

A ustedes les gusta el cine y a mí también, pero hay una diferencia esencial entre nosotros. Les pongo un ejemplo práctico: cuando vuelvan a programar en televisión Alphaville, ustedes -personas de cultura y criterio- la verán porque está dirigida por Jean Luc Godard; yo también la veré, pero porque está interpretada por Eddie Constantine. También es posible que no entiendan de lo que les hablo, que ignoren a Godard, a Constantine o se pregunten en qué serie aparecerán ahora. Lo siento, veo que son muy jóvenes, no hagan caso de mis chocherías. Cada cosa tiene su público y ustedes no pueden ser el que ahora me toca. Vuélvanse a jugar que yo sigo con lo mío, con los míos.

Pues les hablaba de Eddie Constantine. Fue un actor americano que nació en California, cerca de Hollywood, pero descubrió su vocación y encontró trabajo en Francia. Hizo allí muchas películas de serie B o más bien J o T, cualquier cosa muy cerca de la Z. Eran pelis de mamporros y chicas en apuros, algo del tipo Chuck Norris pero con mucho más humor. Seguro que Eddie cometió en su vida muchos pecados, sobre todo cinematográficos, pero nunca el de tomarse a sí mismo en serio. En la pantalla solía encarnar a Lemmy Caution, personaje creado por Peter Cheyney, una especie de Sam Marlowe venido a (mucho) menos. Mi madre era aficionada a las novelas de Cheyney y yo las leía después de ella medio a hurtadillas, buscando escenas subidas de tono que mi imaginación ascendía de tono mucho más. Yo tenía quince o dieciséis años y Lemmy Caution-Eddie Constantine era uno de mis héroes incorrectos, dado al whisky y al mujerío. Caramba, voy a buscar alguna novela de Peter Cheyney, a ver qué efecto me causa ahora… En fin, que con la combinación de los argumentos de Peter Cheyney y la presencia de Eddie Constantine, bronca e irónica, yo me construí mi propio James Bond avant la lettre. De ahí mi emoción cuando me encontré con él en carne y hueso.

Fue en el hipódromo de la Zarzuela, el primer regalo que me hizo Madrid cuando la familia nos exilamos de San Sebastián por razones laborales. Además de los buenos caballos del conde de Villapadierna, Ramón Beamonte y Antonio Blasco, cuyos nombres inolvidables me asaltan todavía muchas noches como ráfagas de amores que ayudaron a hacerme persona cabal, además de Carudel, Román Martín y el duque de Alburquerque, además de la sombra tutelar de mi padre, a mi lado para siempre en esos momentos tan dichosos (nunca sabrán los resentidos que hoy me envidian sin motivo la razón que tienen… retrospectivamente), además de todos estos dones también encontré en la Zarzuela ídolos que habían bajado de su pedestal para ver conmigo carreras de caballos. Solía estar por allí el gran Jack Palance, con su cara surcada de arrugas de ángel siniestro, enorme aunque ya un poco encorvado y solitario. No sé qué rodaje le había llevado a Madrid esos meses, pero bendito sea. Como cualquier persona de bien, me emociono profundamente cada vez que veo Raíces profundas y en aquellos años mozos me impresionaba especialmente la figura enlutada del pistolero Wilson, interpretado por Jack Palance (ahora he crecido y soy más de Van Heflin y sobre todo de Alan Ladd). De modo que sentarme en las gradas del hipódromo al lado del peligroso Wilson, rápido, muy rápido en desenfundar, era toda una mágica aventura. Por cierto, hay una anécdota de Palance que me encanta. El director de la película, el excelente artesano George Stevens, quería que la llegada al pueblo del temido pistolero fuera en una rabiosa galopada que le llevara hasta el salón y el enfrentamiento con el desdichado pero leal sudista Elijah Wood. Palance le desengañó: no sabía montar a caballo, a pesar de su aire de cuatrero, y, por tanto, sólo era capaz de entrar trotando despacito y con buena letra. Y así fue su entrada en escena, mucho más inquietante de lo que había planeado Stevens… A veces nada nos beneficia más que lo que ignoramos.

«Seguramente el paraíso será así, un hipódromo infinito donde los mejores campeones disputarán premios en eternidad contante y sonante, mientras los beatíficos aficionados podrán elegir junto a qué santo patrono ver la insuperable carrera»

Y también fue en la Zarzuela donde encontré a Eddie Constantine. Era más asiduo que Jack Palance, y luego me enteré de que frecuentaba Longchamp, Deauville, Ascot, Newmarket, Laurel Park, etc.: un auténtico aficionado y por tanto cosmopolita. Su aspecto no era tan imponente como el de Palance, pero no le faltaba personalidad, carisma, lo que no sólo apreciaban adolescentes embobados como yo, sino también directores como Fassbinder, Lars Von Trier, Godard o nuestro entrañable Jesús Franco. Eddie fue también cantante y muchos le conocieron más por esa faceta que como actor. Debo confesar que nunca he oído su voz, pero pienso remediar esa carencia en cuanto pueda. En cambio, supe enseguida que había escrito novelas y desde aquellos primeros años voy detrás de ellas, sobre todo de una, El propietario, de ambiente hípico. Gracias a San Amazon la he conseguido este verano. Es un thriller largo y bastante enrevesado pero muy entretenido. Su trama abunda en delincuentes que ejercen sus habilidades en los hipódromos, como suele pasar en los relatos de Dick Francis, aunque el exjinete inglés es más pudibundo y, en cambio, Constantine no nos ahorra momentos de sexo tórrido. En fin, que no disminuye mi fascinación por él. La novela lleva como epígrafe una frase del gran entrenador francés Franços Mathet: «Rousseau dijo que el hombre nace bueno. Se ve que Rousseau nunca fue a Longchamp».

Vi muchas carreras en la Zarzuela sentado junto a Eddie Constantine y Jack Palance. Eran mis amigos, aunque no me conocían y jamás me atreví a cruzar una palabra con ellos. ¡Ah y en Epsom, una vez, estuve a pocos pasos de Albert Finney! Lástima que mis malas obras hagan muy poco probable que vaya al cielo porque seguramente el paraíso será así, un hipódromo infinito donde los mejores campeones disputarán premios en eternidad contante y sonante, mientras los beatíficos aficionados podrán elegir junto a qué santo patrono ver la insuperable carrera. Y yo mientras en el infierno aguantando partidos de fútbol rodeado de todos los tontos que he conocido en este mundo. ¡Maldita sea!

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