THE OBJECTIVE
Carlos Granés

Teoría y práctica de una ceremonia olímpica

«Parodiar la última cena fue un gesto perturbador no por lo sacrílego, sino por lo repetido. Es una cuchufleta tan predecible que no denota rebeldía, sino conformismo»

Opinión
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Teoría y práctica de una ceremonia olímpica

Ilustración de los JJOO de París 2024. | Alejandra Svriz

Los Olímpicos de París empezaron como tenían que empezar, a la francesa, con una inauguración que debía crear una estampa no sólo de la ciudad o del país, sino de la civilización que encarnaba el país anfitrión, del estilo de vida y de los valores, de los gustos, actitudes y en general de una estética que han hecho de Francia uno de los núcleos más vivos y determinantes de la vida cultural, política y social de Occidente. Eso también son los Olímpicos, la ocasión que se le brinda a un país para exhibirse, para mostrar músculo o mostrar piernas, y darle a la humanidad tres semanas de gracia, perfección, plasticidad, talento, belleza, triunfo y derrota, el drama humano resumido en pocos días. Y esa inauguración, ahora se ve con claridad, no podía ser sino como fue. Le quedaba muy difícil replicar la sofisticación tecnológica que se vio en Tokio en 2020, o la exuberancia de Brasil en 2016, y más aún la homogeneidad de Pekín en 2008, esos miles de cuerpos tocando tambores con una sincronización apabullante. 

La inauguración francesa fue otra cosa, quizá una respuesta antitética a la inauguración china. Si en Pekín el espectáculo central consistió en la masificación y uniformización del individuo, de sólo hombres, además, y muy viriles, que hacían retumbar sus tambores mientras lanzaban cánticos de machote, que por momentos parecían hasta de guerra, en París vimos lo contrario: anarquía; un evento desopilante, lleno de desplantes y chorradas, de improvisaciones y autoexpresión desenfadada. Si Pekín fue masa y masculinidad, París fue individualismo e inclusión LGBTI. La ceremonia tuvo momentos que más parecían la celebración del Día del Orgullo que la inauguración de unos Olímpicos. Algo que bien mirado resulta del todo lógico. Si algo caracteriza a Occidente es la inclusión de la población gay, la normalización de su presencia y el protagonismo que tienen en las sociedades. La bandera de Occidente es la bandera del arcoíris. «La cuestión gay se convierte en un buen criterio para juzgar el estado de una democracia y de la modernidad de un país», decía otro francés, Frédéric Martel, en su libro Global gay. Y si algo quiso mostrar Francia con sus fastos olímpicos fue precisamente eso, que es democrática y moderna.

«La inauguración francesa fue otra cosa: anarquía; un evento desopilante, lleno de desplantes y chorradas, de improvisaciones y autoexpresión desenfadada»

Otro diferencia entre Pekín y París es que en la inauguración de 2008 había cierta unidad entre el empaque y el contenido, entre la inauguración y los juegos. Los hombres del tambor eran casi atletas; competían con ellos en sincronización y destreza. En París, en cambio, la macro juerga que se inventó el dramaturgo a cargo, Thomas Jolly, era la antítesis de lo que ocurriría luego. Sólo el breaking, sobre todo el femenino y en especial el de la profe australiana de estudios culturales, guardaba sintonía con el despiporre de la inauguración. «Si esto les parece desternillante», parecía decir, «espérense a ver la chorrada que se viene con las freestyle sessions«. La inauguración gritaba a los cuatro vientos que antes de ver a Hércules nos íbamos a ir de juerga con Afrodita.

En efecto, París, Francia, Occidente era una fiesta. Además de deporte, regodeo. Si en los estadios iban a prevalecer los valores apolíneos, antes, en las calles, en el Sena y en la Torre Eiffel se iba a disfrutar los valores dionisiacos. Se trataba de una mezcla muy occidental, la de los yuppies sesentayochistas, gente que trabaja en bancos y multinacionales y consume contracultura después de la oficina. Hedonismo y productividad, desmadre y disciplina: en eso ha derivado Occidente. También en happening y en performance bisoño, en nadería provocadora. Hubo un momento en el que se parodió una escena que parecía la última cena, un gesto perturbador no por lo sacrílego, sino por lo repetido. Es un cliché hipster imitar esta escena bíblica, una cuchufleta tan predecible que no denota rebeldía, sino falta de imaginación y conformismo. 

Qué diferencia con el momento cumbre de la ceremonia, ese instante apoteósico en el que apareció un hombre calvo, gordo, desnudo y pintado de azul, una especie de pitufo sexodisidente que salía de un plato de comida para cantar una coqueta tonadilla. La canción que entonó, Nu, era una alabanza a la desnudez. No habría guerra si nos hubiéramos quedado desnudos como al nacer, decía. Pero a pesar de que su mensaje era pacifista, la única escena parisina que me recordó los tambores bélicos de Pekín fue esa. Ese pitufo de cuerpo divergente también era una provocación, casi un canto de guerra. Distinta, sin duda, pero igualmente amenazante. Imaginé a Putin viendo esa escena, trémulo, sudoroso. «Sí», debió de pensar, «los occidentales son anárquicos, impredecibles, ingobernables y están locos». También era eso lo que mostraba la inauguración; ese era el mensaje que lanzaba al mundo. Si somos capaces de hacer semejante despropósito cuando estamos de buen rollo, en unas Olimpiadas, ¿qué no seremos capaces de hacer cuando nos buscan las cosquillas y nos plantan cara en escenarios menos amigables?

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