Venezuela y el Gobierno español
«España debería estar a la cabeza contra la dictadura de Venezuela. Si no lo hace, es porque el Gobierno antepone sus intereses políticos a los valores nacionales»
El tiempo ha demostrado que la victoria de la oposición en las elecciones venezolanas del mes pasado supuso un inconveniente para el Gobierno español. Tal vez también fue una sorpresa, porque es probable que su principal asesor, José Luis Rodríguez Zapatero, le anticipase que el ganador sería su amigo Nicolás Maduro. Pero, sin duda, fue un problema porque le obligó a ejercer un liderazgo en política exterior que en absoluto deseaba.
Digo liderazgo por llamarle de alguna forma a la actuación lenta, vacilante y algo farisaica que el Gobierno ha tenido desde que se conoció el fraude electoral cometido por el régimen de Venezuela, siempre por detrás de lo que los acontecimientos exigían, siempre emboscado tras la administración norteamericana y la Unión Europa, muy lejos de la posición nítida y pujante que le corresponde a España en una crisis de esta magnitud en América Latina.
Ha quedado claro desde el primer minuto que la crisis diplomática con la que se siente cómodo el Gobierno español es la de Gaza, simplemente porque la cree a favor de sus intereses ideológicos y políticos. No es que el sufrimiento humano que se produce en esa región no deba de ser motivo de preocupación de una nación democrática como es España, pero no es menor, desde luego, el drama que se vive desde hace años en Venezuela y que ha provocado la salida del país de más de ocho millones de personas.
La diferencia del comportamiento del Gobierno entre una y otra crisis consiste en que, mientras en la tragedia de Oriente Medio, el presidente del Gobierno en persona se atrevió a interpelar al primer ministro de Israel y, durante unas semanas, trató de actuar como líder mundial de la causa palestina -lo que le hizo merecedor de la felicitación de varios gobiernos árabes y de la organización terrorista Hamás-, en el caso de Venezuela ha ido siempre a remolque, exhibiendo una prudencia y una equidistancia contrarias a las obligaciones de España en América Latina.
Como ha ocurrido en el pasado cuando era necesario enfrentarse a una dictadura en ese continente, a España se le exige estar en la vanguardia del combate, tiene el deber de movilizar a la opinión pública mundial y la responsabilidad de alinear a los gobiernos democráticos del mundo, especialmente los de Europa y Estados Unidos, a favor del respeto a la libertad y los derechos humanos allí donde nuestros hermanos latinoamericanos lo necesiten.
Así como antes España estuvo a la cabeza en la lucha contra las dictaduras de Argentina y Chile, ahora debería de estarlo contra la dictadura de Venezuela. Si no lo hace es, sencillamente, porque el Gobierno, una vez más, antepone sus intereses políticos inmediatos a los intereses y valores nacionales. No lo hace para no añadir obstáculos al precario equilibrio de alianzas que lo sostiene y para no perjudicar los intereses personales de Zapatero, que se juega su reputación y quién sabe cuánto más en lo que ocurra con Venezuela.
De esta manera, el Gobierno ha tolerado, incluso aplaudido, la vergonzosa mediación que el expresidente socialista ha desarrollado en ese país, lo que le ha hecho acreedor de algunos reproches por parte de la oposición venezolana. Ha hecho las declaraciones justas para no quedarse fuera del consenso europeo y norteamericano y ha firmado los comunicados precisos para sumarse a la opinión dominante en la comunidad internacional, pero no ha ido más allá de eso. Muy poco para lo que se espera de España.
«El Gobierno ha hecho las declaraciones justas para no quedarse fuera del consenso europeo y norteamericano y ha firmado los comunicados precisos para sumarse a la opinión dominante en la comunidad internacional»
No sólo no ha desautorizado a Zapatero, sino que tampoco ha reconocido la victoria del líder de la oposición, Edmundo González, ni ha respaldado como se merece a la dirigente María Corina Machado para evitar que Maduro pueda tomar represalias contra ella, ni ha intentado presionar a los gobiernos de Brasil, Colombia o México para que abandonen la posición de neutralidad en la que están instalados.
Al renunciar a hacerlo, el Gobierno español reduce su legitimidad y margen de maniobra para poder ejercer una posición más relevante en el futuro de Venezuela y, sobre todo, incumple con el deber histórico y moral que le corresponde a nuestro país.