¿Turista yo? No. Turistas los demás
«Como fenómeno masivo, el turismo genera problemas. Pero, para abordarlo, ¿no existen otras soluciones distintas a las que se conjugan con el verbo prohibir?»
Esto es un lío. No queremos turistas, pero de ellos vivimos. Nos gusta viajar, pero nos fastidian el que lo hagan los demás. Esos rebaños de turistas sonrosados restan exclusividad, comodidad y encanto a nuestros viajes soñados. Estamos cabreados con ellos, los turistas, sin darnos cuenta de que los turistas somos nosotros mismos. Una contradicción más en el siglo confuso de las paradojas y contradicciones. Bramamos contra los turistas, que nos molestan en nuestras ciudades y, también, en las ciudades que visitamos. No hay derecho. Esas masas amorfas del turismo son el cáncer de nuestro tiempo, nos repetimos. Destrozan el encanto de ciudades, del patrimonio y de la naturaleza, y nos impiden, a nosotros, disfrutar del encanto de esas mismas ciudades, de ese patrimonio y esa naturaleza. Indignante.
¿Cómo es que las autoridades no se dan cuenta? Y que no nos digan eso tan fastidioso de que también somos turistas. ¿Cómo que nosotros turistas? Que no nos ofendan, por favor. No, no somos turistas, porque nosotros somos viajeros; inquietos, respetuosos, cultos. Los turistas son siempre los otros, pura chusma desatada, vamos. Viajamos en avión, en coche, en tren o en barco. Usamos apartamentos turísticos o reservamos a través de Booking.com y de Airbnb.es. Paseamos por los centros históricos de las ciudades o por los senderos de los parques naturales. Nos hacemos fotos, sonrientes y las subimos a Instagram. Abarrotamos calles, bares, restaurantes y museos maldiciendo a esos turistas que todo lo masifican. Ellos, siempre ellos.
Y cuando regresamos a casa, odiamos a los turistas que nos agobian. Últimamente, incluso, nos manifestamos, con el cartel del Go Home bien visible sobre nuestro pecho. Que nos dejen vivir en paz, y que nos permitan viajar cómodamente cuando queramos y adónde deseemos a los que sabemos hacerlo sin ser turistas. O sea, nosotros. Y que todos los demás dejen de fastidiar, que ya está bien la cosa y hasta aquí hemos llegado.
Parece una broma, pero no lo es. Responde, más o menos, a lo que pensamos y sentimos la inmensa mayoría de turistas que en verdad somos. Es nuestra íntima contradicción. Paradojas de la vida. Queremos viajar nosotros, pero ponerle trabas a los demás. Vivimos del turismo, pero lo atacamos. ¿Qué demonios nos ocurre? Pues una doble realidad. Por una parte, que la masificación es cierta y pone en tensión los propios límites de las capacidades, al tiempo que encarece y ocupa los centros de las ciudades. Pero, por otra, el que nos encanta viajar, que lo hemos incorporado a nuestro estilo de vida y que no queremos dejar de hacerlo. ¿Qué hacemos entonces? ¿Establecemos límites? ¿Encarecemos? ¿Sorteamos el derecho a viajar? Debemos pensarlo bien, ahora que estamos a tiempo, antes de que populismos y demagogias fáciles, de esas que exacerban sentimientos y pasiones y olvidan razones, nos hagan cometer errores de los que arrepentirse después.
Protestamos contra los turistas, sin que, claro está, estemos dispuestos nosotros a dejar de viajar. Las noticias que leemos en los medios de comunicación nos muestran las reacciones contra la masificación turística, cada día más numerosas y ruidosas. Aquí, cortan la luz a los pisos turísticos sin legalizar, allí, los quieren limitar o prohibir, por acá establecen números clausus para nuevas aperturas hoteleras, por allá ponen límites para los cruceros o suben las tasas e impuestos. Visto lo visto, pareciera que los turistas hacen algo malo o ilegal por el hecho de querer viajar y que las gentes del lugar cometen un pecado aún mayor por proporcionarles alojamiento y comida, generando riqueza y empleo.
«Limitar, prohibir, restringir, anular, encarecer, qué verbos tan molones, siempre, eso sí, que no nos lo apliquen a nosotros»
Es cierto que, como cualquier otro fenómeno masivo, genera problemas y contraindicaciones. Pero, para abordarlo, ¿no existen otras soluciones y alternativas distintas a las que se conjugan con el verbo prohibir? Porque esa parece ser la receta que aplaca nuestra ira y que, en última instancia, nos pone y mucho. Prohibamos cruceros, pisos turísticos, bares, discotecas, limitemos vuelos, pongamos nuevas tasas e impuestos. Limitar, prohibir, restringir, anular, encarecer, qué verbos tan molones, siempre, eso sí, que no nos lo apliquen a nosotros.
La situación es compleja y no tiene solución simple. Desde luego, si simplemente nos limitáramos a encarecerlo, al final tan solo podrían viajar las clases adineradas. ¿Es lo que queremos? Al fin y al cabo, el turismo de masas significa, a efectos prácticos, que las clases medias y populares pueden visitar y conocer lugares que le estuvieron vetados desde siempre, por simple cuestión de costo. Los que consideramos que la democratización del turismo es un logro y un avance para la mayoría, no estaremos de acuerdo, de partida, en que la solución solo pueda proceder de limitar la oferta y sus actores, porque eso significa encarecerla y robársela a los muchos que ahora pueden disfrutarla y que dejarán de hacerlo si se limita y sube de coste.
¿Cómo conseguir, entonces, que el derecho y la posibilidad de viajar se mantenga para todos? ¿Cómo gestionarlo de manera respetuosa con el medio ambiente, la habitabilidad y la calidad de vida en las ciudades? Ese es el reto. Debemos soñar a lo grande. Que los que saben de la materia propongan alternativas creativas e inteligentes, que no se limiten a la respuesta fácil de prohibir, limitar y encarecer. Ojalá entre todos lo consigamos. Si no, al final, sólo podrán viajar los que siempre lo hicieron. Los ricos y los aventureros. No condenemos a una amplia capa de nuestra población a tener que quedarse en casa con nuestras tasas, restricciones y cabreos.
No olvidemos que nada se parece más a un turista que otro turista. Y, atentos, porque si nos miramos con sinceridad ante el espejo, ¿qué es lo que vemos? Pues la imagen reflejada de un turista más… que desea seguir siéndolo por muchos años. Seamos respetuosos e inteligentes. Si nos dejamos llevar por nuestras pasiones, seremos nosotros, en conclusión, los que no podamos viajar. Pues vaya negocio. Toda la vida rajando de los turistas para descubrir, al final, que esos malditos turistas éramos nosotros.