Una asombrosa estupidez
«Nuestro futuro se abría a una Europa que marcaba el compás del progreso. Luego, todo se oscureció y reaparecieron miedos que nuestra generación no conocía»
Decía Josep Pla, al final de su vida, que cuanto más al sur se viaja más frío hace en las casas y cuanto más al norte, más calor. Puro empirismo. «Si emprendéis el viaje sobre Suiza, Alemania Occidental, Hamburgo y Escandinavia», comentaba, «viviréis admirablemente bien, con interiores perfectamente calentados —y esto con las nevadas, las bajas temperaturas, los cambios de tiempo que os parecerán insospechados, pero que en aquellos países son de una normalidad habitual—». Es la civilización, más que la climatología, lo que explica realidades tan evidentes como el progreso.
Ya Tocqueville observó que la cultura prima sobre las instituciones o las leyes; algo que he interpretado siempre en el sentido de que las mejores instituciones se degradan si no se dan unas virtudes sociales que las sustenten. Pla miraba hacia el mediodía porque sabía que España era el sur del continente —no sólo en un sentido geográfico— y que, detrás de nuestros problemas, se esconde precisamente un vacío moral. Leámoslo: «Y si vuestro desplazamiento os lleva al sur, siguiendo siempre el Mediterráneo, constataréis que en todo este largo litoral no hay ninguna puerta, ni abertura, ni ventana ni cristal que cierren bien. Todo se basa en la pura ignorancia, en la improvisación, en el puro hiperbolismo, en la literatura de la imaginación, siempre falsa, más que en la literatura de la observación, que permanece siempre —mientras tenga un punto de amenidad—. Es muy posible que, si en este país hay un poco de orden, la situación general mejore».
Pla publicó esta nota en julio de 1978. Ese medio siglo refleja también el transcurso de mi vida: nací en 1973 en una casa fría que miraba al Mediterráneo. Toda mi familia, salvo mi padre y mis abuelos paternos, es sueca; igualmente, mis tíos y primos. Crecí entre libros, lo cual quiere decir que, a la vez, vivía y no vivía en Mallorca. Lo mismo sucedía con los idiomas que hablaba, con mis creencias, con mis costumbres y mis apegos. Las fronteras se construyen así sobre una identidad huidiza, cambiante. Por decirlo con Pla, en la frontera —y, en Mallorca, la insularidad constituye otra frontera insoslayable— la observación prima sobre lo imaginado. Este verano, desde las colinas de Polonia, pensaba en ello. Me sorprendía que sus pequeños cementerios fuesen una especie de jardín de nacionalidades: de bosnios, húngaros, judíos, ucranianos, austríacos, polacos… El respeto a los muertos es una señal civilizatoria.
Como también lo es el cuidado de las cosas, el amor y el respeto hacia aquello que se nos ha entregado. El pasado no es una sombra que caiga sobre nosotros, sino el eco constante de todo lo que nos precede y nos constituye. El frío o el calor, por ejemplo, y nuestra relación con ellos. «Razonar sobre las cosas irreales es corriente —sostiene Pla—, pero es un mal asunto». Así es, en efecto.
Al regresar de Polonia me encontré de nuevo con la política española, que es una variante del tema que trataba el escritor ampurdanés en el artículo antes citado. La miseria acompaña el trabajo mal hecho, al igual que la palabrería y una excesiva imaginación. Quizá sea ahora práctica universal, no lo sé. No reconozco del todo este mundo, que es ya distinto a aquel en el que crecí. A lo largo de mi infancia y juventud, el frío fue desapareciendo de las casas. Nuestro futuro se abría a una Europa que marcaba el compás del progreso. Luego, todo se oscureció y reaparecieron miedos que nuestra generación no conocía. No sólo aquí, es cierto. Habrá que preguntarse entonces qué papel habrá jugado la imaginación de las elites en ese gran deterioro general que sufrimos, y que se extiende a lo público y a lo privado. Sospecho que, en unos años, todo esto que llevamos unas décadas padeciendo se estudiará como el resultado de una asombrosa estupidez pagada por todos y entre todos.