THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

La épica de un ferroviario soviético

«Como en una nación de trabajadores no puede haber huelga, las autoridades, reprimirán a sangre y fuego, la huelga, y, por supuesto, no habrá noticias»

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La épica de un ferroviario soviético

Plaza Roja de Moscú.

Libro

Tren a Samarcanda. Guzel Yájina. Acantilado, Barcelona, 2024. Traducción de Jorge Ferrer. 590 páginas

«Toda la gente que nos hemos tropezado a lo largo de este viaje, que no ha sido poca, ni pacífica, nos ha echado una mano. Y no ha ayudado porque yo sea especialmente convincente o afortunado, sino porque todos sabían que, aun en medio de esta locura, tenían que preservar su humanidad, que aún metidos en la máquina de moler carne que es la Revolución, debían continuar siendo seres humanos». Como definición de una revolución, esto de «máquina de moler carne» es impecable y tremendo. Pero real. Tan real que aun en la ficción impresiona tanto como asusta. Y de qué manera. Quien lo define así es el comandante Déyev. Tiene la misión de trasladar desde Kazán a Samarcanda, a cerca de quinientos niños en 1923. El momento más terrible de la brutal hambruna que asoló la entonces recién creada Unión Soviética, en medio de los estertores de la Guerra Civil, y de las políticas iluministas de los nuevos gobernantes soviéticos. Ni siquiera la solidaridad internacional, a veces rechazada por la soberbia revolucionaria, paliaba lo que eran millones de niños, sí, millones, a punto de morir de desnutrición, y ahí están los datos y la numerosa bibliografía al respecto. 

Millones de niños son los que deambulaban, huérfanos, solitarios, hambrientos, en harapos, con frío, con enfermedades por el territorio del antiguo imperio zarista. Cientos de miles de ellos, abandonados por sus padres, o vendidos, desesperados, en ocasiones muchos de los padres muertos de hambre. Los asilos no dan abasto ante la demanda y la continua llegada de niños de todas partes. Se hacinan en su interior, esperan ante sus muros para ser recogidos. Y en éstas, se le encomienda al comandante Déyev, un convencido joven idealista de la Revolución, el traslado, al menos, de quinientos de estos niños a Samarcanda, allí donde el agua, la sal, el azúcar, la carne, la fruta, los alimentos no escasean. Salvemos a quinientos niños en un primer viaje, de muchos otros. 

Déjev, qué personaje, qué fuerza solidaria, qué entrega al cumplimiento de su misión, casi suicida, cuando no imposible. El joven y tímido Déyev pondrá algo más que todo su ser para llegar a Samarcanda. Con él, la Comisaria para la Infancia, Belaya, una mujer de una fortaleza extraordinaria, tanto como su disciplina y ejecución revolucionaria, su radical convencimiento de cumplir con las normas del Buró y su estricto comportamiento en relación a que Déyev lleve a cabo el mandato sin salirse, ni un milímetro de lo establecido por las autoridades soviéticas. Comisaria de principio a fin. Junto a los dos, un personaje que permanecerá en la memoria de cualquier lector para siempre, el enfermero Bug; personaje que adquirirá, junto a Déyev, el carácter épico, y romántico, según avanza la novela hasta un clímax tan emocionante que traspasa el rasgo narrativo para adentrarse en el complejo territorio de la lírica. Y de lírica, otro de los personajes trascendentales de esta narración, épica cual Homero en tierras rusas, la niñera Fátima, quien susurra nanas a los bebés que transporta el convoy con una sensibilidad tan conmovedora que ni siquiera los adultos podrán resistirla. 

El tren a Samarcanda –excelente la traducción directa del ruso de Jorge Ferrer- atraviesa cerca de 4.000 kilómetros, se suceden los encuentros indeseados: bandidos, cosacos vencidos del Ejército Blanco en retirada frente al avance y victoria del Ejército Rojo, secretos emplazamientos del Ejército soviético donde se almacenan centenares de alimentos, lluvia, calor, hambre, siempre hambre, siempre necesidad de medicinas, de agua, de fuego para la caldera de la máquina, y dos mundos que Gezel Yájima reconstruye con una verosimilitud espeluznante, como espeluznante es la historia que nos cuenta. Todo es desolación, porque la Revolución es la desolación de la quimera, el delirio de una minoría que, tras ingenierías sociales de dudoso sentido, asolan a millones de inocentes. Déyev es un convencido soviético, que espera el arribo del comunismo, pero dispuesto a romper las normas porque por encima de la revolución y la maldita burocracia y protocolos está la vida. Belaya una devota del nuevo mundo que está al llegar, pero con una voluntad de hierro para cumplir cuanto se le ha indicado. Bugs, un descreído de las utopías, pero un convencido de la solidaridad entre la gente que sufre, de los niños que sufren, que mueren, que anhelan vivir. Fátima, un hada misteriosa en medio del caos, la podredumbre, el hambre y las enfermedades. 

Menuda novela. Amigos tiene uno que no han podido seguir su lectura. La dureza de sus páginas solo es equiparable a la grandeza de su valor literario. Un realismo –éste sí que merece tal nombre- que traspasa y rompe el corazón de piedra del más escéptico, unos personajes que conmueven las más diversas y enfrentadas sensibilidades. Una pasión por la sobrevivencia, bendito Déjev, que hará memorable su lectura hoy, mañana y en varias generaciones. Es una apuesta, pero sepa el lector, que es una apuesta con trampa. Porque la novela nos pervivirá a todos nosotros. Así sea.

«En 1962 se produce una huelga laboral, algo imposible, dirá un dirigente soviético, en una fábrica de motores de la Unión Soviética. Pero ¿cómo se va a producir una huelga en el país de los trabajadores?»

Película

¡Queridos Camaradas! Dirección Andrei Konchalovsky. Intérpretes. Yuliya Vysotskaya, Vladislav Kosmorov, Alexander Maskelyne. Rusias. 2020. 112 minutos

Casi cuarenta años después de lo narrado por Guzel Yájina en la novela citada, en 1962 se produce una huelga laboral, algo imposible, dirá un dirigente soviético, en una fábrica de motores de la Unión Soviética. Pero ¿cómo se va a producir una huelga en el país de los trabajadores? Es un sinsentido, piensan en el comité local. Eso hay que pararlo. Pero los trabajadores no paran en parar, es decir, en continuar la huelga. Y comienza la tragedia. Como en una nación de trabajadores no puede haber huelga, las autoridades, reprimirán a sangre y fuego (literal), el glorioso Ejército Rojo, la huelga, y, por supuesto, ni habrá noticias referidas al caso, ni la huelga habrá existido nunca, ni los muertos aparecerán como muertos, ni nada de nada, para eso se ha hecho una Revolución. 

Rodada en un exquisito y relevante blanco y negro, es una historia entre camaradas. Plenos de su ardor soviético tratan de convalidar la represión, pero la cosa se hace imposible, para alguien con algo más de ética, vergüenza. Y es el caso de la protagonista, qué excelente actriz Yuliya Vysotskaya como Lydmila. Vaya par de hermanos Andrei Konchalovsky y Nikita Mijalkov. Éste filmó en 1994 una película que ya es el epítome de la represión estalinista entre los suyos en los criminales juicios de Moscú de la década de los años treinta del siglo pasado, Quemado por el sol, y ahora su hermano Andrei lo remata con esta impecable película.

Taberna

Rasputin. c/ Yeseros, 2. Madrid

Esto va de rusos, como afirma ese personaje de Woody Allen cuando, después de haber leído Guerra y Paz de Tolstoi le preguntan de qué va la novela, y responde: «Bueno, va de rusos». Pero aquí, ahora, va de la intensa y espléndida cocina rusa y ucraniana. Que ahora sabemos, no es lo mismo. La ensalada shuba, el palto de encurtidos, los huevos (de lo mejor) roskoff, los imprescindibles blinis (en este caso Rasputín), el siempre querido strogonoff de rape, los inevitables shashlyk y el bien templado vino de Georgia. Una visita en el Madrid más castizo a una comida más sospechada que conocida. En Madrid, hace ya tantas décadas, comenzó la avanzadilla con el mítico El Cosaco, y ahora Rasputín recoge el guante para mejor. Todo sea porque el tórrido y antipático verano termine de una vez entre la ensoñación de que, por fin, en Rusia su cultura y su trágica historia merezcan alcanzar la tan deseada democracia, sin adjetivos.

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