Pulcritudes democráticas con resultados catastróficos
«La política no es más que un terreno sucio en el que, si se intenta introducir virtudes, se multiplicarán los vicios y las catástrofes»
La política es una disciplina práctica. Por eso hay premisas teóricas que, si se aplican, no siempre resultan beneficiosas; incluso pueden tener consecuencias indeseables. O peores. Hay pulcritudes democráticas con resultados catastróficos.
Se me ocurren tres ejemplos de la política española de los últimos veinte años:
El primero, la decisión del presidente Aznar de limitarse a dos mandatos. Fue en principio una decisión aseada, con el objetivo de prevenir el endiosamiento prolongado en el poder, el desgaste y la pérdida de tensión de los presidentes que llevan demasiados años. El problema es que parece que aceleró en sí mismo el proceso. Su endiosamiento (¡la boda de la hija en El Escorial!), el desgaste (con la segunda guerra del Golfo y las huelgas) y, sobre todo, la pérdida de tensión en el momento clave: cuando se produjo el acontecimiento más importante de su presidencia, los atentados del 11 de marzo de 2004, tres días antes de las elecciones, él ya tenía la cabeza en otro sitio. No estuvo a la altura y terminó ganando Zapatero: catástrofe mayor.
«La vieja historia de los que pensábamos que Ciudadanos tendría que haberle ofrecido un pacto al PSOE, no para entregarse a él sino para exigirle»
El segundo, la imposición de las elecciones primarias en los partidos. Una medida de apariencia democrática, en la línea que exige la Constitución, pero que ha minado el control que los partidos ejercían sobre sus líderes. Estos, avalados ahora explícitamente por la militancia, actúan con un cesarismo subido, despótico, implacable. Los militantes de los partidos, que son lo peor de la sociedad (¡nada hay más sórdido que ser ‘militante’!), tienen así a sus dictadorzuelos de mano. El embrutecimiento de la situación política actual está relacionado con esto: al militante no se le tose. Es decir, al obcecado, al ideologizado, al sectario, no se le tose. El líder de un partido tiene que ser, por lo tanto, el militante más cerril. O sea: el peor. (¡Un saludo, Sánchez!)
El tercer y último ejemplo me afecta. Es el de los votantes de Ciudadanos (¡el famoso millón!) que nos abstuvimos en las elecciones de noviembre de 2019 por lo que hizo Rivera tras las de abril. Es la vieja historia de los que pensábamos que Ciudadanos tendría que haberle ofrecido un pacto al PSOE, no para entregarse a él sino para exigirle. Ciudadanos se equivocó al no ofrecerlo y, digan lo que digan los que nos critican, el propio Rivera nos dio la razón cuando lo ofreció a pocos días de las elecciones: cuando ya estaba debilitado y no servía de nada. Solo tenía sentido un pacto de fuerza con el PSOE ‘contra’ el PSOE: un pacto de algún modo desenmascarador. (El PSOE, por su parte, dijera lo que dijera, tampoco hizo nada por merecerlo, sino todo lo contrario.)
Los votantes finos hicimos lo que no hacen los votantes españoles, porque nuestro prurito era diferenciarnos de los votantes españoles: castigar al partido al que votábamos, si se portaba mal. No ser seguidistas ciegos, sino electores críticos que no regalan su voto, sino que lo prestan y exigen. El resultado fue el hundimiento de Ciudadanos y la desaparición del partido al que votábamos (como antes ocurrió con UPyD): ¡catástrofe de las catástrofes!
Así que habrá que hacerse la idea de que la política no es más que un terreno sucio en el que, si se intenta introducir virtudes, se multiplicarán los vicios y las catástrofes. La duda ahora es si confinarse en el limpio abstencionismo (que no siempre resulta en limpieza, como vemos) o si tomarse la política como una mesa de apuestas en la que poner la ficha electoral sin identificarse con ella, sino solo por ayudar a evitar el próximo resultado catastrófico. Supongo que también inútilmente.