THE OBJECTIVE
Carlos Padilla

El peor viaje de mi vida

«El Interrail es un lugar común del adolescente con ganas de ver mundo, y de paso comprobar qué beben nuestros queridos compatriotas europeos, cómo se visten sus gentes, y si hay posibilidad de encontrar el amor en alguna bocacalle»

Opinión
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El peor viaje de mi vida

Imagen de una playa. | Archivo

El verano es un festival de clichés. Están los que buscan desconectar, hablando de sí mismos como si fueran un frigorífico, los hay, esperanzados, en enamorarse en esta época donde la carne se deja ver más, como también existen los temerosos de compartir mucho espacio y más tiempo con esa persona a la que llaman pareja. Me gusta analizar, cuando no reírme, de ese prototipo de hombre que no ha aceptado el fin de los años dorados de juventud, en esa crisis perpetua de realidad que encamina al macho avejentado al sildenafilo. Hay morenos, trabajados de un modo inconsciente, que asustan, y blancos que pasarían sin problema como supervivientes de Chernóbil.

Contagiado por ese costumbrismo veraniego, de repente uno puede verse envuelto en experiencias que no tenía planeadas. Esa gente adulta que, aburrida de su mediocre rutina, asume que lo mejor que puede hacer este verano es probar el puenting. ¿Qué necesidad hay? Aunque también es verdad que durante este verano ha habido gente que ha pagado por la experiencia Puente, pero la del ministro. Esos sufridos españolitos embutidos en estaciones esperando al tren que se demora, se atranca, no llega. La canícula se afronta con ganas de acumular recuerdos que contarles a nuestros nietos, y eso es lo que me llevó junto a un grupo de amigos a hacer un Interrail.

El Interrail es un lugar común del adolescente con ganas de ver mundo, y de paso comprobar qué beben nuestros queridos compatriotas europeos, cómo se visten sus gentes, y si hay posibilidad de encontrar el amor en alguna bocacalle, donde nos beneficia la escasa luz que ilumina nuestro careto poco agraciado por la genética, siempre la puta genética. Hay varias lecciones de un Interrail, por ejemplo, el horror que provoca ver cómo en buena parte del viejo continente beben copas sin hielo. «¿Qué sería lo próximo? ¿Comer con las manos? ¿No dormir siesta?». Luego ves restaurantes de pizza y pasta en cada ciudad europea, como ya dijo Forges, «los italianos son españoles con marketing». Sin un vienés puede tomar ñoquis, ¿por qué extraño motivo no le caerán bien unos torreznos de Soria? No confiamos en lo nuestro, así nos va.

«Lo que buscábamos en la capital germana era algo de turismo prototípico y jarana, aunque tampoco los alemanes beben cubatas con hielo. Y se hacen llamar civilización, bárbaros»

En realidad, dado que esto va de contar las penitencias de un viaje, he de decir que aquí se recomienda hacer un Interrail, principalmente por lo estimulante que es, por mucho que canse, el viajar día a día, ir probando ciudades nuevas como quien ojea libros. Aunque he de mandar una advertencia, esperen lo mejor de su viaje, pero prepárense para lo peor. El Interrail requiere manejarse en la improvisación, adaptarse al fastidio de no llegar a los trenes, sufrir al probar cosas que jamás volverás a degustar, y asumir que algún día te tocará dormir en la calle. Esto último nos ocurrió en Berlín, donde todo el mundo es serio y llega a su hora. Llegamos tras un par de días en Ámsterdam, después de disfrutar de unas jornadas culturales en el barrio rojo, y lo que buscábamos en la capital germana era algo de turismo prototípico y jarana, aunque tampoco los alemanes beben cubatas con hielo. Y se hacen llamar civilización, bárbaros.

El albergue donde nos alojábamos en Berlín era, por decirlo con otro tópico, un crisol de culturas, como una especie de cumbre de la ONU, pero sin encorbatados que aspiran a puestos relevantes. Un hostal con cuerpos tan diversos como una serie de Netflix. Franceses, portugueses, italianos, belgas, ucranianos, ingleses, y españoles—siempre localizables por su peculiar tono de voz—, reunidos en esa etapa de la vida donde uno se cree que no se va a morir nunca. Hechos los trámites para alojarnos en la habitación, subimos para dejar el equipaje e ir duchándonos cada uno de los ocho jóvenes que, ansiosos, esperábamos la madrugada. Dada mi habitual pereza viajera, asumí que iba a ser el último en ducharme y tampoco peleé por cambiar mi destino. Así fue.

Créanme que una ducha en un Interrail es algo más que agua sobre tu cuerpo, es una bendición que tomas sin saber muy bien cuando vendrá la siguiente. Mientras me fregoteaba, escuché al otro lado de la puerta un silencio, uno de esos silencios densos que anteceden algo malo. Palabras que iban y venían, y yo con estos pelos, literalmente. Salí del lavabo, intrigado por ver qué nuevas aventuras me estarían esperando, cuando me encontré a un trabajador del hostal tirando fotos al calcetín que colgaba del techo. El calcetín que tapaba la alarma antihumos porque mis queridos compañeros de viaje se habían puesto a fumar. ¿A quién se le habría ocurrido bajar a la calle a hacerlo? «Somos españoles, joder, eso que lo hagan los belgas». En lo que devino la situación fue básicamente una comedia que nace del drama, pero se conjuga con unos chavalines que chapurrean inglés hablando con unos alemanes.

La situación era como ver a Tamara Falcó. Sabes que es ininteligible, pero no puedes dejar de verla. Observar a mi amigo gritándole al recepcionista del hotel en un inglés que le provocaría un derrame cerebral a William Shakespeare. En una especie de mecanismo parecido a lo que hacemos cuando vemos a un niño pequeño, si al chiquillo le hablamos, como si fuera tonto, en un tono suave, al extranjero le hablamos, como si fuera estúpido, pero esta vez pegando chillidos. Hicimos venir a la policía al alojamiento, todo fuera por intentar alargar lo que era inevitable, que nos echaran porque no se podía fumar dentro de las habitaciones. Hubo un intento de pacto entre los del hostal y nosotros, que pagáramos unos 200 euros para quedarnos solo esa noche. Nos negamos con más orgullo que cabeza, y acabamos saliendo a la calle con los mochilones a las dos de la madrugada.

La cosa pintaba mal, no había brotes verdes como los de Zapatero, era todo de un morado que se oscurecía cada vez más. El viaje había entrado en una decadencia que ya sólo podría salvar el alcohol, del que Homer Simpson dijo es «causa y a la vez solución de todos los problemas de la vida». Avistamos un parque en torno a una iglesia medio derruida, dijeron que de la 2a Guerra Mundial, aunque aquello, azotado por las bombas, fuese más bonito que la Almudena de Madrid, y asentamos el campamento en un costado. Había cerveza y con eso aligeramos el drama del dormir al raso. Hubo temor a que nos robaran, claro, sin embargo una vez que el cuerpo bajó la persiana, los miedos se tornaron sueños placenteros. El Interrail continuó al despertarnos, con todas nuestras pertenencias intactas, y la espalda a medio hacer. Días más tarde, veríamos Budapest, Viena, Praga, Cracovia, y aunque continuaron fumando, nunca más dormimos en la calle. También siguió sin haber cubitos para el alcohol, y a eso, por mucho que sea verano, uno nunca se acostumbra.

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