Empeñarse en durar
Más que generalidades sobre el régimen a seguir, la longevidad parece patrimonio de individualidades afortunadas
Corren por internet numerosas fórmulas para conseguir la longevidad. «Un centenario nos revela su secreto de la larga vida», «la fruta milagrosa que puede ayudar a conseguir la inmortalidad», «un cardiólogo nos descubre el desayuno perfecto para conservar la salud», etc… Y también por el contrario nos enumeran los alimentos y costumbres que pueden llevarnos a la tumba indefectiblemente. Los remedios nutricionales que nos recomiendan para acumular décadas son de dos tipos, ambos sospechosos: o bien resultan de sobra conocidos hasta el punto de que todos los hemos tomado alguna vez o incluso con frecuencia (miel, nueces, verduras, yogur, té…) y no por eso dejamos de caer enfermos ni vemos salvarse de la Parca a quienes siguen nuestra misma dieta…o son tan exóticos que sólo se consiguen en remotas latitudes y no los frecuentan más que tribus ignotas a las que no salvan de la extinción a pesar de sus virtudes roborativas. Ni los antiguos chinos, ni los indios ayurvédicos, ni los indígenas centroamericanos son más longevos ni tienen mejor salud que cualquier europeo adscrito a la seguridad social, todo lo contrario. Lo que no cura la penicilina ni mejora el aceite de oliva no lo arreglan las esporas ni la corteza de arbustos asilvestrados. Por lo demás, a la hora de morirse nos morimos todos. Y menos mal…
Más que generalidades sobre el régimen a seguir, la longevidad parece patrimonio de individualidades afortunadas. También abundan sus testimonios en las redes pero cuando cuentan su «secreto» son decepcionantes. Dicen que han sido austeros en la comida y la bebida, lo cual está muy bien pero no ha salvado a otros de morir jóvenes, o que han consumido mucho alguna especialidad de su comarca que también toman la mayoría de sus convecinos con peores resultados. Lo que no saben o pueden explicar es por qué a ellos les funcionan esos hábitos prudentes que no salvan a los demás. Ya puestos, sólo me sentí identificado con una alegre centenaria a la que entrevistaron en una residencia en los tiempos del Covid: según ella, debía su acrisolada salud a «muchos garbanzos con chorizo», dieta que no sé si debe ser imitada pero que a muchos nos devuelve el gusto por la vida. En cuanto a los hábitos que confiesan haber practicado los más longevos, ocurre lo mismo. Andar o reposar, madrugar o trasnochar, ser sociable o preferir la soledad, cosas que han sentado muy bien a unos pero que no han aprovechado a otros. Mis padres y abuelos, igual que otros de sus contemporáneos españoles, defendían como lema inapelable «de los cuarenta para arriba no te mojes la barriga» y evitaban el mar como algo peligroso a su edad. Cierto es que vivieron hasta edades provectas, pero yo casi he doblado ya la fecha fatídica y sigo nadando en la Concha con el mayor regocijo y sin ninguna dolencia marítima. A ver cuanto me dura… Por cierto, aunque ya he alcanzado una edad que supera todas mis anteriores expectativas, no me atrevería a sugerir a nadie que imitase mi estilo de vida. Por lo que cuentan los especialistas que leo o escucho en las redes (los cuales, por cierto, suelen ser todavía notablemente menores que yo) beber, comer, fumar o recrearse en la vida como hago es jugar a la ruleta rusa…pero con todas las balas puestas. El que quiera llegar a centenario, caprichosa pretensión, debe conocer mi dieta y costumbres para evitarlas. Si pese a todo me exige un consejo, sólo uno, le daría éste: identifique sus verdaderos placeres, sin imitar a nadie, y prefiéralos a cualquier otra norma más respetable. No hay nada más saludable que el placer.
«A partir de los treinta años, la naturaleza aún nos echa una mano de vez en cuando pero con desgana, como los separatistas a Pedro Sánchez»
A los niños pequeños, incluso a los adolescentes, les protege decididamente la naturaleza. Se caen de un sexto piso y salen milagrosamente indemnes; en los accidentes de carretera suelen ser lo únicos que se salvan; ingieren lejía o comen coleóperos sin apenas consecuencias. Se ve que la naturaleza está interesada en su supervivencia, les protege contra sí mismos de una manera descarada: apuesta por ellos. Después, a partir de los venticinco o treinta años, hay que aprender a protegerse por cuenta propia: los peligros cada vez son más reales, no sólo físicos sino también y sobre todo psíquicos. Se corren muchos riesgos porque la vida se hace más activa y el afán de explorar lo que nos rodea hace caer en demasiados cepos. La naturaleza aún nos echa una mano de vez en cuando, pero con cierta desgana. No somos ya sus predilectos, nos apoya pero como los separatistas a Pedro Sánchez, porque aún podemos serle de cierta utilidad reproductora. Cuando llega la vejez, la cosa se pone seria. Ni protección contra toda amenaza ni ayuda ocasional para reforzarnos: al contrario, la naturaleza se vuelve contra nosotros y trata de destruirnos por todos los medios. Una digestión demasiado pesada, una corriente de aire, una escalera empinada, una caída por la acera resbaladiza, el esfuerzo de un juego erótico…todo puede adquirir un sesgo letal. Antes a cualquier malestar lo despedíamos con un «¡no será nada!» pero ahora, pasados los setenta, lo acompañamos de un «¿saldré de ésta?». Entonces la vida se convierte en deporte de riesgo y empieza lo divertido… ¡por lo menos para los aficionados al cine de terror! Pensamos: «Esto no va a acabar bien». Y en efecto…