Un planeta sin trabajadores
«Los teóricos del futuro se relamen con la idea de una sociedad donde las personas ya no necesiten ganarse el pan gracias al extraordinario impulso tecnológico»
Hay que admitirlo. La literatura futurista, disfrazada a menudo de análisis, suele instalar a la humanidad en burbujas profilácticas repletas de verdor, silenciosas, dominadas por la tecnología y una casta de programadores-visionarios, bien auxiliada por androides obedientes, gráciles y listísimos, y -sobre todo- a salvo de los peligros que el sistema económico prehistórico (el actual capitalismo) genera por su propia naturaleza voraz. Una de las cumbres de este relato es la abolición del trabajo.
El argumento es precioso: la inteligencia artificial y el machine learning; el blockchain, la nube y el edge computing se encargarán sinfónicamente de todas esas penosas tareas que convierten al individuo en una unidad productiva capaz de tener hijos, contratar un seguro, comprar un coche e hipotecarse, pero el individuo no acabará convertido en un pordiosero, sino que recibirá del Estado una paga universal tan solvente que podrá, al fin, dedicarse a la contemplación, la creación y el pilates.
«Si los gobiernos se hacen cargo de las nuevas unidades productivas, estaríamos ante el surgimiento de una suerte de tecno-comunismo»
Este planteamiento implica diferentes desafíos. Uno de ellos se refiere a la propiedad de esas nuevas unidades productivas, es decir, de las máquinas que se encargarán de elaborar informes, rascar caries, arreglar el radiador de la moto o enseñar matemáticas a los chavales. Si los gobiernos se hacen cargo de ellas, estaríamos ante el surgimiento de una suerte de tecno-comunismo, pues la economía no se regiría por las libres fuerzas del mercado, sino por el cálculo (bastante inexacto) de un puñado de burócratas. Además, de existir varios partidos, sus programas serían sobre todo de asignación: la paga se actualizará en este porcentaje o caerá en este otro, y ésa sería la verdadera motivación del elector para decantarse por una siglas u otras, superándose al fin la cultura futbolera de las fidelidades políticas españolas.
Si, por otra parte, las unidades productivas se reparten entre el Estado y las compañías tecnológicas, dragones como Google, Meta, Amazon, Alibaba o Nvidia acumularán aún más poder, convirtiendo a dichos estados y al consumidor-contemplador en rehenes de sus decisiones. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si el proveedor de los mega computadores encargados de las operaciones de neurocirugía en la sanidad pública decide subir drásticamente el precio de los mismos o, directamente, limitar el stock? ¿Qué ocurriría si, de repente, ya no hubiese robots-profesores para impartir la asignatura de inglés o la de informática porque EEUU o China deciden dejar de vender a Europa, incapaz de rearmarse y relocalizar industrias tan estratégicas?
Tampoco parece fácil averiguar cómo cada régimen asignaría estas rentas o qué países estarían en disposición de ejecutar el modelo. Ruanda y Noruega no pertenecen a la misma liga del bienestar. Ni España y Suiza.
«La máquina necesita a un amo, igual que aquellos confines donde el algoritmo es incapaz de comprender que exigen la presencia de un humano»
Guerra de clases
Que el individuo del futuro pueda dejar de sentirse como el hámster que corretea incesantemente en la ruedecilla no significa que no haya individuos que elijan seguir al pie del cañón laboral. Al fin y al cabo, la máquina necesita a un amo, igual que aquellos confines donde el algoritmo se muestra incapaz de comprender y procesar la ética exigen la presencia de un humano. Tal vez las universidades aún requieran rectores (literalmente), la medicina luminarias y los medios editores. Esta bifurcación creará dos clases sociales: la de los subvencionados y la de los activos. Los segundos, obviamente, tendrán un valor superior para el sistema, dispondrán de mayores beneficios y serán vistos en última instancia como las manos que mecen la cuna del Estado de la Utopía.
¿El hombre renacentista?
Pero el orgasmo de la literatura futurista, la cima teórica del porvenir inminente, se refiere con especial entusiasmo a las piruetas intelectuales que hará ese individuo liberado-subvencionado. Leerá más que nunca, cultivará su afición por la entomología, la restauración de muebles o la escuela de Fráncfort, aprenderá húngaro y finés, ayudará a repoblar el Amazonas y reciclará el vidrio apartando de la botella el tapón de metal. Llegados a este punto, es previsible que más de un lector enarque la ceja. La duda es legítima: ¿Seguro que el individuo liberado-subvencionado invertirá su tiempo en todas esas cosas y no en las redes sociales, los selfies, el atracón de series, los demoníacos grupos de WhatsApp, el bollicao en la playa y los aplausos a la puesta de sol.