THE OBJECTIVE
Rosa Cullell

El chiringuito plurinacional

«La pandilla de Sánchez, ajena a los avisos de viejos militantes, votantes y barones socialdemócratas, ha decidido sustituir hasta a Chanquete si le sale respondón»

Opinión
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El chiringuito plurinacional

Ilustración de Alejandra Svriz.

El chiringuito español es famoso en el mundo entero; nadie quiere renunciar al sol, playa y sangría. A pesar del éxito del invento en algún momento creímos que se iba a poner orden en la arena y, por extensión, acabar con las playas políticas. Pero, no. Ante el pasmo de muchos que votamos a la izquierda y ahora lagrimeamos por las esquinas, la tradición del enchufe sigue llenando de incómodos tropezones la fideuá de quienes gobiernan el chiringuito plurinacional.

Recuerdo aquel lejano 1988 en que se aprobó una Ley de Costas que iba a proteger el entorno y acabar con los excesos del franquismo. Trabajaba entonces en la redacción de Economía de El País y le conté la primicia a mi padre, un español conservador y escéptico que dedicaba sus veranos en Castelldefels (Barcelona) a nadar a contracorriente hasta el macizo de Garraf. Cortó en seco mi entusiasmo con una frase de su admirado Mariano José de Larra: «Escribir en Madrid es llorar; es buscar voz sin encontrarla como en una pesadilla abrumadora y violenta». Más de treinta años después, con José Mari Cullell fallecido, la España democrática ha acabado con el 80% de su costa.

La citada norma de la Transición sólo sirvió para derribar cuatro cañizos, acumular demandas de propietarios de unas pocas barracas, construir horribles paseos marítimos y dar licencias de construcción en zonas protegidas. Perdí gran parte de la confianza que me quedaba por el izquierdismo patrio durante un verano con la familia en Cabo de Gata. Era 2004 y, al llegar a Carboneras, contemplamos desde el mirador una pirámide de cemento junto al mar. El hotel Algarrobico. Aún recuerdo la imagen de tal mole a pie de playa, una monstruosidad con permiso de la autoridad.

Ahí sigue ese edificio fantasma de 20 plantas que se construyó con la venia del Ayuntamiento de Carboneras y de la Junta de Andalucía (ambas instituciones, entonces, en manos socialistas). Los jueces paralizaron la pirámide, pero sigue sin derribarse el engendro autorizado por el amnistiado Chaves.

El tiempo pasa volando, pero los malos hábitos, no. La corrupción se centraba en los dos grandes partidos estatales (PSOE y PP) y en sus socios nacionalistas; los que siempre han mandado. Durante los años malos de verdad -la crisis financiera y la pandemia-, se seguían sacando a pasear las corruptelas gordas del contrario (la Gürtel, los ERES, el caso Palau o el dinero en Andorra de la familia Pujol). El enchufe de toda la vida, no obstante, se vivía como un mal menor. Y la impunidad sigue creciendo.

Los españoles pasamos nuestra última primavera recibiendo entrañables cartas del mismísimo presidente del Gobierno, que se sentía herido ante los injustos ataques del fango a su querida esposa y presunta catedrática. El temita marital sigue en los tribunales y coincide su judicialización con las nuevas aventuras del hermanísimo (David Sánchez), instalado fiscalmente en Portugal mientras trabaja para la Junta de Extremadura, donde, ¡oh, milagro!, apenas se le ve.

Al comenzar el estío, la picaresca del enchufe tomó una deriva aún más cosmopolita: el joven Sánchez, músico de profesión, se había casado y tenido un bebé con la funcionaria japonesa de Naciones Unidas Kaori Matsumoto. Con ella, tras residir en Tailandia y pasear por esos mundos de dios, comparte ahora palacete en propiedad en la bella ciudad lusa de Elvas. No tardamos mucho en saber, gracias a los periodistas de por aquí, que el Ministerio de Asuntos Exteriores había ayudado con subvenciones y empujoncitos varios en la contratación de la japonesa como Programme Management Officer de la Oficina de Naciones Unidas de lucha contra el terrorismo… en Madrid. ¡Oh, milagro!

Tanta coincidencia es difícil de entender incluso para alguien habituado a contemplar el enchufe en sus distintas facetas supranacionales. Con la investidura del socialista Salvador Illa, pensé que era una solución pragmática tras tantos años de desgobierno independentista en Cataluña. Confié que ese hombre serio y de pocas palabras fuera capaz de limitar el enchufismo catalán de toda la vida. Duraron horas mis buenos pensamientos: la Generalitat ya es el Gobierno con más consejeros de entre las autonomías españolas (de 14 ha pasado a 16). La familia pesecera (PSC) ha entrado en el Govern sin pisar ningún callo republicano/independentista y añadiendo a los suyos. ¿De verdad era imprescindible fichar al novio de una consejera o a la hermana del alcalde de Barcelona?

¿Qué decir del fichaje y los viajes pagados de la última novia del ex ministro Ábalos? O de las sucesivas renovaciones del programa (en inglés y sin audiencias conocidas) de la mujer de Carles Puigdemont en la televisión de la Diputación de la Ciudad Condal. «Manque de finesse», que dirían los franceses. Al menos, los de antes.

La nueva temporada política promete grandes momentos en las sagas familiares. La pandilla de Sánchez, ajena a los avisos de viejos militantes, votantes y barones socialdemócratas, ha decidido sustituir hasta a Chanquete si le sale respondón. El líder ha adelantado el guateque de fin de fiesta (el congreso federal del PSOE) para unir a la tropa. Se trata de acabar con los molestos criticones.

Necesita Pedro colocar a la nueva generación de fieles militantes, además de encontrar sueldos para los grupos independentistas cercanos, esos que aprueban presupuestos a cambio de un lugar (pagado) bajo el sol. El supremo argumento del líder máximo no será ideológico, sino económico: conmigo, empleado; sin mí, al paro. El chiringuito plurinacional no admite melifluos traidores.

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