Los melancólicos animales
«Di varias vueltas por el parque en declive, con lentitud de jubilado. También yo con el tiempo a solas, fuera de mi jaula»
Una de las últimas tardes de agosto salí a dar una vuelta por Fuengirola, pero no me sentía con ánimo para bajar al paseo marítimo y emparedarme entre los hórridos turistas y los horripilantes aborígenes. Necesitaba un plan tristón y me acordé del zoológico. Echar unas horas con los melancólicos animales.
No iba desde niño, como a ningún otro zoo. Ahora no se llama Zoológico, sino Bioparc, con lo que los profesores se encuentran sin enlace a la hora de explicar el ‘zoon politikón’ de Aristóteles. Aunque creo que ya ni siquiera tienen que hacerlo. Hablando de políticos, mi primera carcajada de la ‘rentrée’ ha sido cuando Losantos ha llamado ‘Oscargután’ al ministro ‘The Puentete‘. (Lo de Losantos es feo por los orangutanes y lo mío es feo por los ojetes: ¡excusas a unos y otros!).
Antes de entrar tenía ilusión por ver a los monos, acordándome de uno de los ‘esbozos de vértigo’ de Cioran: «En el zoo, todos los animales se comportan decentemente salvo los monos. Se nota que el hombre no anda muy lejos». Pero una vez dentro vi que Cioran se equivoca, al menos con los monos de Fuengirola. Tanto los gorilas como los chimpancés tenían una inesperada gravedad indolente. Estaban tranquilos, pero absortos en algo que no podía ser otra cosa que el transcurso de los minutos. Eran monos metafísicos, heideggerianos. Solo que sin angustia: con una aceptación entre estoica y zen.
Ninguno me miró, por lo que no pude recrear el célebre haiku de José Juan Tablada: «El pequeño mono me mira. / ¡Quisiera decirme / algo que se le olvida!». Era más bien yo el que no lograba recordar el idioma de los animales. Todos eran decentes, en su descanso y en sus tareas: había una especie de tucán (¡un cálao bicorne, según la etiqueta!) golpeando con el pico un tronco, y una mezcla de oso y mono (¡un binturong!) moviendo la rama de un árbol, allá arriba. Impresionan los animales con tamaño de niño. Son ‘presencias’ contundentes.
«Di varias vueltas por el parque en declive, con lentitud de jubilado. También yo con el tiempo a solas, fuera de mi jaula»
El zoo es pequeño y bonito, acogedor, con el hábitat de cada especie adecuadamente dispuesto. Casi todos los animales están solo con los suyos, apenas dos o tres; en espacios acotados pero que no son jaulas. El tigre puede corretear un poco, plantarse a unos metros de los visitantes y lanzar un rugidito. Es bellísimo y borgiano. Yo lo contemplaba como un arma. Ahí, a diez metros, viva, una máquina de muerte. Luego se alejó y se tumbó junto a su pareja.
Mis favoritos eran los hipopótamos, del tipo pigmeo. Había también dos y entraban y salían de la charca. Se daban paseítos por fuera y luego se sumergían un buen rato. Emergían un segundo para respirar, una vez justo debajo del hueco por el que me asomaba. Leo que son solitarios. Su enfrentamiento con el tiempo es de luchadores de sumo. Se trata de aguantar en el recinto. Tampoco nos miraban a los visitantes, debemos de ser fantasmas para ellos. No nos miran porque no nos ven.
Y estaban las aves, los anfibios, los reptiles, los peces, incluso algunos insectos. Di varias vueltas por el parque en declive, con lentitud de jubilado. También yo con el tiempo a solas, fuera de mi jaula. Me sentí acompañado y ellos disolvieron de algún modo mi inquietud.
Están los animales que trabajan o son sacrificados. Y están los animales del zoo: cuidados, alimentados, sin nada que hacer en sus rincones. ¿Aburridos? Es la vida sin riesgo, la existencia regalada con solo la edad moviéndose hasta el fin. El chimpancé parecía que empezaba a darse cuenta, pero le daba igual.