Lamborghinis y territorios
«Supongamos que los 15.186 individuos que ingresan más de 600.000 euros se asocian y proponen al Estado un pacto de financiación con ‘principio de ordinalidad’»
En el pasado, el PP apostó por una financiación «singular» para Cataluña dado su «problema sistemático de insuficiencia financiera» para atender a sus competencias, un mecanismo que además asegurara el «principio de ordinalidad», esto es, «…el mantenimiento de la posición catalana respecto a su propia renta per cápita, para que no se altere la posición relativa de Cataluña respecto del resto de comunidades autónomas después de aplicar el mecanismo de nivelación». Corría el año 2012. En noviembre del año 2016, en una reunión con empresarios catalanes, el actual presidente del PP sostenía que si vascos y navarros tenían un concierto económico no había razones para que los catalanes no gozaran de uno también. «El problema – añadía- es cómo nos ponemos de acuerdo en los contenidos del concierto, cómo se mide y qué se pondera».
Si la propuesta de acuerdo de financiación entre ERC y el PSC que ha posibilitado la investidura de Illa comparte y ahonda todavía más en esos diagnósticos, principios y soluciones –hasta el punto de sacar a Cataluña del régimen común- ¿es aceptable tal componenda solo por el hecho de que el PP haya defendido algo semejante en el pasado? ¿Dónde están los principios o criterios propios? Y es que no deja de sorprender que partidos autoproclamados de izquierdas sean hoy los encargados de llevar el estandarte de políticas que en el pasado fueron santo y seña de «la derecha», como si bastara estar en contra «de la derecha», sea lo que sea ésta en cada momento, para que la posición propia sea de izquierdas y, por tanto, emerja como buena, sabia, justa. Antes bien, la defensa de la reforma anunciada deberá hacerse por sus propios méritos. ¿Los hay?
Fijémonos en la ordinalidad. El acuerdo de investidura ERC-PSC, tras indicar que Cataluña aporta más de lo que recibe puesto que su nivel de renta y consumo es mayor que otros territorios, exige que se respete el mentado principio. Y añade, a modo explicativo: «Las contribuciones de las comunidades autónomas por habitante, ordenadas en una escala de mayor a menor, deben mantener el mismo orden que en la escala de lo que reciben. Se trata de un cambio estructural en el sistema de financiación, que, en caso de no adoptarse durante 2025, requerirá medidas compensatorias». Como despachó con relevancia analítica la ministra Montero, «eso es lo que dice, y no dice lo que no dice» (aunque yo me he permitido añadir una cursiva enfática). Pues ahí está –en ese autoproclamado «cambio estructural»- una de las madres del cordero, con perdón. Veamos.
Tomemos las declaraciones del IRPF de quienes se sitúan en el tramo de renta de más de 600.000 euros anuales, suficiente para comprar un par de Lamborghinis. 15.186 personas declararon en España tales ingresos de un total de 22.898.072 liquidaciones practicadas, es decir, el 0,07%. Pues bien, esas 15.186 personas liquidaron más de 8.000 millones de euros, esto es, el 7,57% del total de los 108.398 millones de euros liquidados. Tocan a más de medio millón de euros de aportación por cabeza. El número de declarantes que se sitúan en el tramo de renta entre 12.000 y 21.000 euros anuales es de casi 5 millones de personas, es decir, suponen el 21% de las declaraciones, ingresando prácticamente esos mismos 8.000 millones, grosso modo, a 1.600 euros per cápita. Repito: 1.600 euros frente a 500.000. Más de trescientas veces más.
Se llama «progresividad fiscal» consagrada en el artículo 31 de la Constitución española como uno de los engranajes básicos de nuestro Estado social y democrático de derecho. Y es que, bajo esa forma de Estado, no se trata de que quienes tienen más aporten más, sino de que lo hagan en mucho mayor medida. Cuánto «mucho más», evitando que la exacción tenga el carácter confiscatorio que la Constitución también proscribe, es asunto bien discutible y queda para otro momento, aunque conviene recordar que en esos márgenes de la presión fiscal, de las políticas económicas y fiscales orientadas de manera ideológicamente diversa, se amparan tanto la autonomía fiscal que posibilita el autogobierno de las distintas comunidades autónomas como el propio pluralismo político igualmente consagrado como valor superior del ordenamiento jurídico en la Constitución española. Nadie duda que las comunidades con lengua cooficial tienen necesidades educativas y de otros ordenes diversas, que por tanto generan necesidades financieras particulares, de la misma manera que una Comunidad Autónoma puede legítimamente querer dedicar más recursos a la política de vivienda que a la subvención de los nuevos creadores digitales.
Supongamos ahora que los 15.186 individuos que componen la cohorte de quienes ingresan más de 600.000 euros anuales forman una asociación y proponen al Estado un pacto de financiación en el que regirá lo que ellos van a denominar «principio de ordinalidad». Y lo explican del siguiente modo: pongamos a los 22.898.072 contribuyentes en una fila, un orden que será expresivo de su “capacidad económica o fiscal”, de lo que pueden aportar dado lo que ganan o tienen. Estos «lamborghinos» (para entendernos), están obviamente muy arriba en esa fila y por eso están más que dispuestos a contribuir más al común, pero no a cualquier precio, como, por lo que parece, tampoco lo está la izquierda nacionalista catalana. Así, nos dicen los lamborghinos: «Apliquen ustedes los tipos impositivos que consideren oportunos para hacer carreteras, pagar jueces, policías, militares, proporcionar educación, sanidad, pensiones, subvenciones al transporte para que haya cada vez menos lamborghinis, como pide el presidente Sánchez, etc. Pero con una condición: una vez se haya hecho la exacción y distribución de los recursos, se debe poder hacer una nueva fila en la que, habiéndonos ordenado por lo que vamos a recibir, mantenemos nuestra misma posición relativa: si yo era el número 2.000 en riqueza antes de impuestos, quien era el número 12.000.934 no puede ahora ocupar mi número 2.000 en prestaciones después de impuestos».
¿Acaso no es esta lógica radicalmente contraria a la redistribución con la que tratamos de satisfacer las promesas constitucionales; que son en el fondo expresión de un principio de justicia señera y sensatamente igualitario mediante el cual intentamos paliar los infortunios y desventajas no elegidas de nuestros conciudadanos? La beca, el tratamiento médico, la pensión, la prestación etc., debe ser más, mucho más – en términos de beneficio- para quienes tienen y aportan menos que para quienes tienen y aportan más o muchísimo más. De la misma manera que los famosos fondos de la recuperación de la UE de los que tantos nos hemos beneficiado, como ha recordado oportunamente Francisco de la Torre, si comparamos nuestra riqueza con la de Alemania, lo que ellos y nosotros aportamos y lo que terminamos recibiendo frente a lo que ellos obtienen.
Y es que ciertamente sería no solo injusto sino contraproducente, por terriblemente desincentivador, que la tributación tuviera como efecto alterar el orden no ya lo que se recibe, sino de los ingresos o riqueza de los individuos, como se ha encargado de señalar Ángel de la Fuente; algo así era lo que postulaba en su programa electoral de 2012 el PP y unos cuantos expertos que participaron en 2017 en la comisión para la reforma del sistema de financiación autonómico: un blindaje frente al riesgo de parasitismo, un incentivo a la responsabilidad, una forma también – bien rawlsiana- de admitir las desigualdades siempre que redundan en beneficio de los menos aventajados.
Pero no, no es esa razonable concepción de la ordinalidad la que se desprende de la literalidad del acuerdo -recuerden a Montero: «dice lo que dice, y no dice lo que no dice»- ni lo que interpretan y vocean los exégetas más entusiastas: «Cataluña aporta hoy unos ingresos por habitante un 17,7% por encima de la media, y recibe unos recursos por habitante un 21,1% por debajo», afirmaba recientemente Joan Ridao. ¿Y? Más allá del detalle de las cifras o de la brecha, ¿acaso no debe ser así por principio toda vez que asumimos la progresividad?
Yo honestamente no veo cómo es posible conciliar el principio de ordinalidad versión «lamborghino» con el raca-raca de la progresividad fiscal y la justicia social aplicado a quienes «tienen dinero en el banco para vivir 100 vidas» como dijo el presidente Sánchez quizá en homenaje a un AMLO ya de retiro. Y, además, por si estuviera el rizo poco rizado, señalando a la Comunidad de Madrid por sus «políticas neoliberales», en un triple mortal que implica no ya solo aceptar que se pida rancho aparte para, por supuesto, comer más – como oportunamente nos ha recordado Alejandro Molina a propósito del significado de la “singularidad fiscal” y la hacienda catalana propia- sino que quien viene aportando solidariamente más no deje de seguir guisando, lo haga más para el resto y coma menos a partir de ahora. Pero ya saben que, de esas contorsiones con la verdad y los principios, de la deflagración de los contenidos semánticos de muchas ideas nobles, nuestro presidente sabe un rato.
Y es quizá por si le hiciera falta reciclaje o refresco por lo que acaba de incorporar como jefe de gabinete a todo un experto en aquellas materias de la manipulación y la desinformación que tanto nos preocupa si proviene de Elon Musk. Me refiero a quien obtuvo hace unos años su D. Phil en Oxford con una tesis que ni pintiparada para este desempeño recién estrenado. Se titula, atentos: «La ética del engaño. Secreto, transparencia y engaño en los orígenes del pensamiento político moderno». En sus primeras páginas invita al lector a que «…reflexione sobre los papeles que juegan el secreto, la transparencia y el engaño en nuestras vidas y en las estructuras sociales y políticas que nos rodean».
En ello seguimos, sin parar de reflexionar.
I tant!