La excusa de la infrafinanciación catalana
«Muchos aún creen que la Generalitat de Cataluña está infrafinanciada, quizá por negarse a ver que está mal gestionada»
Incluso fuera de Cataluña se acepta el mantra de que esta región está mal financiada. El asunto tiene su lado de verdad en que el sistema de financiación autonómica es disfuncional y adolece de fallos e injusticias muy diversas, siendo la principal el que las comunidades forales acaben pagando un «cupo» ridículo, muy inferior a lo que corresponde tanto a los beneficios que reciben del Estado como a su nivel de renta.
También es verdad que, una vez aceptada de forma casi unánime la idea de que la fiscalidad deba ser «progresiva», las diferencias entre regiones en cuanto a su contribución al común son automáticas. La progresividad implica que quien gana más pague una mayor proporción de sus ingresos en impuestos, en comparación con quien gane menos. Por ello, las regiones con muchos residentes con ingresos elevados, como Cataluña o Madrid, acaban contribuyendo más. Por el mismo motivo, e incluso si fueran iguales en número, acabarían pagando más impuestos los residentes en Barcelona que los de Lérida o Tarragona.
Pero no es cierto que Cataluña esté peor financiada que otras comunidades de régimen común. De hecho, tanto para Cataluña como para Madrid, el fiel de la balanza solía quedar prácticamente neutro: según los últimos datos de FEDEA, en 2022, el «índice de financiación definitiva a competencias homogéneas por habitante ajustado» de la Generalitat era el 100,9% de la media nacional, excluyendo a las comunidades forales, cifra ligeramente superior al 100% de la CAM, coincidente ese año con el promedio. (Las comunidades forales juegan a otro deporte: ese número se sitúa por encima del 200% para el País Vasco y del 144% para Navarra).
«No es cierto que Cataluña esté peor financiada que otras comunidades de régimen común. De hecho, tanto para Cataluña como para Madrid, el fiel de la balanza solía quedar prácticamente neutro»
En realidad, para Cataluña ese índice ya no es ni siquiera neutro si empezamos a considerar el creciente desequilibrio que acumula su deuda autonómica. A 31 de diciembre de 2022, la Generalitat debía ya un 38,38% del capital total pendiente del Fondo de Liquidez Autonómico. Esta deuda nos beneficia doblemente a los catalanes, ya que su tipo de interés está subvencionado por el Estado. En 2021, al corregir por esta subvención, el indicador precedente se elevaba para Cataluña en 0,3 puntos adicionales, la misma magnitud en que se reducía el de la Comunidad de Madrid. Si se mantiene ese efecto en 2022, los índices corregidos serían para ese año del 101,2% para Cataluña y del 99,7% para Madrid; eso suponiendo que la Generalitat acabe pagando su deuda. En este sentido, y aunque generaría incentivos perversos, no sería gran sorpresa que el Gobierno acabase condonando esta deuda a cambio del apoyo de los partidos separatistas.
Hasta aquí lo que dice la contabilidad fiscal disponible, que está sujeta a limitaciones sustanciales. Faltarían aún por cuantificar dos efectos que tienen un signo similar y una importancia creciente. Por un lado, la contribución del Estado para cubrir el déficit de las pensiones, que pagan los residentes en las comunidades no forales y, por tanto, en Madrid y Cataluña. Por otro, el «residuo fiscal», derivado de impuestos pagados por encima de lo que cuestan los servicios y las prestaciones que consumen los ciudadanos, residuo que se genera fundamentalmente en las regiones más ricas.
Además, los flujos contables de recaudación y gasto sólo nos informan de cuántos impuestos pagan y cuántos recursos públicos reciben los residentes en las distintas regiones, pero no evalúan qué cargas soportan y qué beneficios económicos perciben. En especial, no consideran el impacto de la incidencia fiscal, el hecho de que no siempre quien paga un impuesto carga con su coste, sino que todo pagador, en la medida de sus posibilidades —dadas por su posición de mayor o menor dominio en el mercado—, lo traslada a sus proveedores y clientes. Como consecuencia, es incierto sobre quién y en qué medida recae en última instancia una carga fiscal, lo que debería volvernos muy prudentes al enjuiciar estas materias.
Mirando hacia atrás, es fácil constatar que no ha sido precisamente la prudencia la que ha presidido este debate durante los últimos años, sino más bien la propaganda más emocional, empleando el argumento de la supuesta infrafinanciación con fines espurios.
Por un lado, desde la derecha catalana se ha usado el argumento para criticar la progresividad fiscal, pero sin renegar de ella de forma explícita. Una pena, porque esa crítica es atendible, ya que la progresividad daña el esfuerzo y la inversión; y, además, en España se activa de forma acusada a niveles de renta demasiado bajos. Pero no hay ninguna necesidad de mezclar los dos asuntos, que merecen discutirse por separado. Complementariamente, a la izquierda la reivindicación financiera le ha permitido redefinir el ámbito geográfico en que aspira a aplicar la progresividad, lo que le ayuda a generar adhesiones a la causa separatista. Tras el pacto alcanzado con ERC, está claro que es ahí donde ha decidido situarse el PSC.
Por otro lado, la infrafinanciación se usa como excusa para disculpar los fallos en la prestación de los servicios, ya estén motivados por desviación de recursos o por mala gestión de los servicios públicos. La desviación de recursos resulta obvia en cuanto al despliegue de políticas identitarias y la creación de «estructuras de Estado» sobrerretribuidas y que, en el mejor de los casos, sólo tienen sentido en una futura Cataluña independiente.
Resulta menos obvia y por la buena fama de los gestores privados catalanes es más sorprendente la mala gestión de los servicios públicos a cargo de la Generalitat. Por su importancia, el asunto merece atención específica para analizar los numerosos indicios que existen al respecto. Baste por hoy destacar que la excusa de la infrafinanciación es especialmente increíble para aquellas competencias como sanidad, educación o policía en las que, respecto a sus equivalentes de otras comunidades, la Generalitat, pese a usar más y mejores recursos, proporciona peores servicios: las listas de espera son más largas; los datos de PISA, vergonzosos; y la inseguridad, rampante.