Medio centenar de hombres
«Ningún cuerpo puede mucho cuando un coctel de hipnóticos y ansiolíticos lo conduce a la sumisión química. El espíritu, en cambio, no es tan fácil de domeñar»
Es una de las escenas más portentosas de la literatura universal. Periandro está contando una historia a sus compañeros de expedición cuando de repente se queda sin palabras. Un navío se dirige hacia el suyo a gran velocidad. A medida que se acerca, se van perfilando las siluetas de medio centenar de hombres, que cuelgan ahorcados de las jarcias del barco.
Periandro y los suyos abordan el navío, que no es exactamente un barco fantasma. La cubierta está llena de sangre y los cadáveres aún están calientes; en las mesas todavía hay comida y vasos de vino. Aparece en popa una tal Sulpicia, y tras ella una docena de mujeres puestas en escuadrón. Sulpicia les informa de que los marineros, después de una gran borrachera, asesinaron al capitán, que era su marido, y luego trataron de violar a las mujeres, pero estas se defendieron, confiriéndoles el castigo ejemplar que solía reservarse a los piratas.
La escena del barco con las siluetas de los ahorcados, incluida en el segundo libro de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, me obsesionó durante años. Tardé en descubrir que Cervantes se había inspirado en Heliodoro, un novelista de la Grecia antigua cuya obra había sido recuperada en pleno Siglo de Oro. Su novela Etiópicas, escrita en el siglo IV, se iniciaba con una escena muy similar: unos bandidos se aproximan a una nave varada a orillas del Nilo y advierten con estupor de que toda la tripulación yace exánime. Los manjares se mezclan con la sangre y entre los cadáveres se alza una bella joven con un arco y un carcaj al hombro…
Este verano me ha dado por releer el Persiles, gran obra de madurez de Cervantes y uno de mis libros favoritos. No me ha interesado tanto la escena del barco como lo que sucede a continuación. Temerosa ante las intenciones de Periandro y sus hombres, Sulpicia les ofrece joyas. Pero estos no solo no las aceptan, sino que le ofrecen su protección.
Probablemente, Sulpicia espera violencia y abuso, y por eso recibe a Periandro con cautela, pero este despliega las virtudes del héroe cervantino: abnegación piadosa, impasibilidad, autodominio… Una suerte de estoicismo cristiano que los críticos literarios, tomando el rábano por las hojas, suelen confundir con una suerte de apologismo postridentino, pasando por alto la irónica ambivalencia del autor hacia el tema religioso.
Sulpicia ofrece a Periandro un collar de oro con piedras engastadas, pero este, sin llegar a desairarla, se lo devuelve. Andando el tiempo, ella recordará el gesto: «Este fue el que no despreció mis tesoros, sino el que no los quiso». No hace falta abonar la tesis, recientemente reavivada por una divulgadora, según la cual los hombres somos «violadores en potencia» para sorprenderse ante la virtud de los soldados de Periandro. Uno de ellos, pescador de profesión, se jacta de haber alcanzado «la gloria de haber vencido nuestros naturales apetitos».
Viene esto a cuento del ominoso affaire Mazan, cuyos detalles sigue escandalizando a la sociedad francesa. Como a tantos, me ha conmovido la fortaleza de carácter de Giselle Pelicot durante el proceso contra el medio centenar de hombres acusados de violarla durante años.
«Giselle Pelicot nos recuerda a la heroína cervantina Sulpicia por su afán de reparar el daño»
Spinoza decía que nadie sabe lo que puede un cuerpo. Lo cierto es que ningún cuerpo puede mucho cuando un coctel de hipnóticos y ansiolíticos lo conduce a la sumisión química. El espíritu, en cambio, no es tan fácil de adormecer y mucho menos de domeñar. Nadie sabe lo que puede un espíritu.
Espíritu es, desde su origen griego, aliento, y así se vertió al latín y al resto de dialectos del latín que los actuales romanos seguimos hablando. Ni los vídeos ni las fotografías lograron desalentar a Pelicot, aun cuando su cuerpo había sido violentado infinidad de veces.
Cincuenta son los acusados en el Caso Mazan, como cincuenta eran los violadores del navío de Sulpicia. Si Pelicot nos recuerda a la heroína cervantina es por su afán de reparar el daño y no, lógicamente, por la forma de hacer justicia. Uno se pregunta, sin embargo, si a quien comete tan repugnante vileza no cabría guardarle un buen sitio entre las crucetas del mástil.