THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

La deriva del fútbol

«El fútbol se puede contemplar como un espectáculo, una competición y, con los cambios, en un fabuloso negocio. De ahí el constante aumento del número de partidos»

Opinión
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La deriva del fútbol

Algunos de los grandes nombres del planeta fútbol. | Ilustración: Alejandra Svriz

Cambia, todo cambia (cantaba la poderosa voz de Mercedes Sosa, la composición de Julio Numbauser). Pero a veces no todo cambia para seguir igual (El Gatopardo, 1958, Guiseppe Tomasi di Lampedusa), sino que deriva hacia otras formas, modelos e intereses. La deriva del fútbol es un caso singular en el panorama un tanto convulso que, como en todos los cambios de siglo (y aquí de milenio), sucede. Tal vez se quisiera cambiar todo, como el príncipe Salina comentara con su sobrino Tancredi en la novela citada, para que nada cambiara. Pero en el fútbol todo ha cambiado y salvo que todavía (vaya usted a saber si FIFA y UEFA no están ya mareando la perdiz) juegan once contra once, lo demás ha cambiado a ritmo delirante. 

Ya no hay marcador simultáneo Dardo Primera División, porque ya todos los partidos ni se juegan los domingos, ni a la misma hora, y como dejen a LaLiga, ni en el mismo país. Todo se andará. Todo cambia. El fútbol se puede contemplar como un deporte, un juego, un espectáculo, una competición, un entretenimiento y, sobre todo, con los cambios, en un fabuloso negocio. De ahí el constante aumento del número de partidos. La ecuación es sencilla. Si nadie lo para, como se ha repetido recientemente (Marcos Ruiz, AS, sábado 7 de septiembre) las plantillas irán a formarse con cerca de treinta o cuarenta jugadores para cumplir con el atorrante calendario que les espera.

Sí, deporte, juego, espectáculo ha derivado en formidable negocio. El negocio es el eje. ¿Está mal que sea un negocio? No, por qué iba a serlo. ¿Quién teme a los negocios? La cuestión es otra. Es que se nos va el fútbol de ayer, como a Stefan Zweig se le fue El mundo de ayer (1942). Uno llegó al estadio Santiago Bernabéu en septiembre de 1964, y ahí sigue. Pero ahora, con un estadio deslumbrante, y lo es por más de un motivo, -y enhorabuena a su presidente y a su director general- cuando se contemplan las gradas resplandecer de blanco (otro negocio, las camisetas) pareciera que uno asiste a una novela de Philip K. Dick, porque la uniformidad en decenas de miles de personas siempre provoca algo de ciencia-ficción. En el poema de Borges dedicado al ajedrez se hace una pregunta inquietante: el jugador mueve las fichas, pero ¿quién mueve al jugador?

Hoy los jugadores son tratados con modelos dignos de Matrix (es la tónica de los tiempos, y uno, como su admirado Guillermo Brown, describe un hecho): pulsaciones, toques, movimientos, disparos, pérdidas, asistencias, minutos jugados, un enorme galimatías de datos que sirven, se supone, para valorar el rendimiento. Pero ¿quién mueve al jugador? O, mejor, ¿qué le mueve? El fútbol de ayer. Película, United (2011, James Strong), la emoción de un equipo, Manchester United, una tragedia, el accidente de aviación de 1958, la muerte de ocho jugadores del espléndido conjunto que reunió Matt Busby, los Busby Boys. Todo demasiado modesto. Cercano. Ni el jovencísimo Bobby Charlton entonces, ni cuando fue mundialmente conocido, tenía millones de seguidores que leían sus opiniones, ¿para qué? Se habría preguntado con lógica y retranca británica. Ahora, David Peace ha novelado el accidente en Munichs (Faber, 2024). 

El fútbol de ayer. Cuando algunos jugadores, grandes jugadores, fumaban en los descansos, y después ganaban Copas de Europa. Sí, profunda, añeja, viejuna (seguro), melancolía. Pero como ha recordado José Luis Garci: «La nostalgia es modernidad». El fútbol, como el cine, fue el gran fenómeno de masas del siglo XX. Si las salas de proyección cinematográfica se convirtieron en auténticas catedrales laicas con espacio para miles de personas, los estadios se agrandaron hasta superar los cien mil espectadores. Claro, sin duda, ¿quién puede parar eso? Lo cierto es que el cine ya ha conocido, al menos ese cine, su reconversión, cuando no su desaparición como tal. Cambia, todo cambia. El fútbol puede, también, conocer su Waterloo, o su reconversión. Sería, al menos para quien esto escribe, una monumental lástima. Cuando alguien bendice al Santo Progreso, bueno será recordarle el chiste que circulaba por la Polonia comunista: el conductor del autobús, mientras los pasajeros entraban y recogían su billete, les conminaba: «Avancen hacia atrás». A veces, no siempre, pero a veces se avanza hacia atrás.

Amo el fútbol, tanto como muy pocas otras cosas. El fútbol es cultura, porque el deporte lo es. Y es un juego, ese Homo Ludens (1938) de Johan Huizinga. Camus, Pasolini, en España, Gonzalo Suárez, Javier Marías han escrito páginas memorables sobre este juego que es un deporte. Y queda, para cualquiera que asista a un estadio desde hace sesenta años, como es mi caso, esa sensación maravillosamente descrita por Javier Marías de seguir contemplando a los jugadores como gentes de mayor edad, aunque uno les lleve cuarenta o cincuenta años de diferencia. Esa es la magia que nació con el fútbol. Eso es lo que -cambia, todo cambia- debería perdurar por los siglos de los siglos. Sea la que sea la deriva que le espere. Amén.

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