Tus impuestos para Educación, Sanidad y 'escorts'
«Es un escándalo mayúsculo y no entiendo que no haya abierto los telediarios de esta semana en la que hemos comentado cuántos Lamborghinis hay en España»
Recuerdo que cuando vi por primera vez el vídeo de un sesentón José Luis Ábalos al lado de una jovencita con un escueto vestido blanco y un par bolsas de tiendas caras en la mano, pensé que la imagen parecía la de un sugar daddy, es decir, un señor que paga con dinero y regalos a una chica a cambio de estar juntos. El putero de toda la vida, vamos, pero denominado con un anglicismo para hacerlo más digerible. Mi amigo Rafael Arenas dice que las cosas suelen ser lo que parecen y, una vez más, tiene razón.
La joven de ese vídeo no es Jesica R.G., pero sí sabemos, gracias al periodismo de investigación de Ketty Garat, Teresa Gómez y Fran Serrato y a las exclusivas publicadas por este medio, que una estudiante de Odontología con este nombre fue contratada por Ineco —una empresa dependiente del ministerio de Transporte cuyo titular era en aquel momento Ábalos— y que su contratación incluía dispensas para poder ausentarse de su trabajo «por motivos laborales», que no eran otros que acompañar a dicho ministro a actos y viajes oficiales.
Esto, de entrada, ya es corrupción, pero no es nada comparado con lo que THE OBJECTIVE ha ido explicando en los últimos días: Jesica no solo podría haber viajado a cargo del erario público, sino que, además, presuntamente percibía generosas cantidades como acompañante de Ábalos, nada más y nada menos que 1.500 euros por día, es decir, lo que cobran muchas personas al mes. Las mujeres que reciben dinero por acompañar a un hombre se denominan escorts, que suena menos rancio que «señoritas de compañía», pero entendemos que es lo mismo. De hecho, es todo tan cutre como la escena que describía al principio, ya que, al parecer, Jesica hablaba de Ábalos como su tío. La típica «sobrina» de toda la vida, vamos.
A mí, la imagen de un señor mayor con una estudiante universitaria me resulta repulsiva, pero si lo pagara con su dinero me daría absolutamente igual. Allá ella con su estómago y él con aceptar estar con alguien que no querría salir con él gratis. Tanto es así que le cobró su tarifa de 1.500 euros, incluso cuando él fue a su acto de paso del ecuador, ramo de flores en mano como si fuera su novio.
El problema es que las perras —supuestamente casi 40.000, aunque Ábalos lo niega— parece que no salieron de su bolsillo, sino de los nuestros, de esos impuestos con los que nos sangra el Gobierno de Sánchez al que entonces pertenecía y del que ya están preparando un nuevo hachazo con la excusa de que paguen más los que más tienen. Eso puede sonar muy bien, pero todos sabemos que no es real. Las personas con dinero pueden contratar a buenos asesores fiscales para que su declaración de renta sea lo más beneficiosa posible y, si aun así no les conviene, cogen su dinerito y se van a tributar a otro país, como hace el propio hermano de Pedro Sánchez.
Y claro que es necesario pagar impuestos para poder ofrecer buenos servicios públicos a la ciudadanía, pero lo que es inadmisible es que se asfixie a trabajadores y autónomos para pagar duplicidades administrativas, chiringuitos políticos, una legión de asesores puestos a dedos, el Falcon para ir a la vuelta de la esquina y, en el colmo ya del descaro, a las acompañantes de los ministros. Y sí, ya sabemos que no solo pasa en España, porque ahí tenemos los casos de la Argentina de Alberto Fernández o del ministro de Cultura de Italia, pero eso no quita que sea un escándalo mayúsculo y todavía no entiendo por qué no ha abierto los telediarios de esta última semana en la que hemos estado tan entretenidos comentando cuántos Lamborghinis hay en España. A todo esto, no hace falta ser un genio de las finanzas para saber que es mejor un país con muchas personas que puedan permitirse coches de alta gama y financiar con sus impuestos transportes públicos de calidad y no el servicio tercermundista de Renfe.
Pero nada de esto importa, porque lo único que le interesa a Sánchez es el relato para mantenerse en el poder y, en este caso, le resulta útil presentarse como una especie de Robin Hood que quita el dinero a los ricos para dárselo a los pobres, precisamente él, que no se baja del Falcon y que ha empobrecido a las clases medias y trabajadoras hasta el punto de que las jóvenes generaciones no tienen acceso a la vivienda, ya no de compra, sino ni tan siquiera de alquiler. De hecho, el año pasado, España adelantó a Grecia como país con más población en riesgo de pobreza y encabezamos el podio solo por detrás de Rumanía y Bulgaria. Y mientras en España la mayoría de la población íbamos perdiendo poder adquisitivo, estábamos pagando, presuntamente, las abultadas tarifas de Jesica.
Pedro Sánchez ha empezado fuerte el curso político. Ya teníamos claro desde hacía tiempo que la separación de poderes era para él un estorbo y que por eso arremete constantemente contra la Justicia, cerró anticonstitucionalmente las Cortes durante la pandemia y evita tanto como puede aparecer por el Congreso y no digamos ya por el Senado. Pero es que ahora ya lo ha dicho sin paños calientes: va a gobernar sin el concurso del poder legislativo, es decir, ese que hemos votado los españoles y que antes de su último cambio de opinión defendía como «soberanía popular». Una democracia se sustenta sobre la división de poderes y si el poder ejecutivo anula los otros dos, deja de serlo. Lo de Sánchez este sábado no fue un lapsus ni una improvisación: estaba impreso en el discurso revisado por su ejército de asesores y luego aplaudido por su ejecutiva, así que nadie se llame a engaño porque ahora ya van a calzón quitado contra nuestro Estado de derecho.