THE OBJECTIVE
Gabriela Bustelo

Aire corrupto en hora menguada

«La política española sería una plataforma audiovisual que ofrece varios seriales protagonizados por pícaros cuya astucia para engañar es admirada por el público»

Opinión
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Aire corrupto en hora menguada

'Lazarillo de Tormes Sátira sobre la miseria', Francisco de Goya | Fundación Goya

De los grandes forjadores del idioma español, nadie lo trabajó como Francisco de Quevedo. En estos tiempos de búsquedas predictivas, respuestas personalizadas y déficit de atención, cada vez maravillan más los floreos verbales del Anacreonte español, como le bautizó irónicamente Góngora. 

De aquellos siglos dorados es la picaresca, vanguardia literaria que cabalgó entre el XVI y el XVII con tres novelas tan irónicas como ferozmente críticas de la España de la época: El Lazarillo, el Guzmán de Alfarache y el Buscón. La primera, un siglo anterior a El Quijote, es la primera ficción española moderna. Anónima, se atribuye a un cura cuya alta posición eclesiástica le impidió poner apellido a su implacable despiece de las convenciones y mojigaterías de la sociedad quinientista. Desposeída de autor, la obra quedó disponible para la posteridad literaria, apropiada y refrita desde entonces hasta nuestros tiempos. 

En los caudales del Tormes no solo bebió Cervantes, sino también Dickens copiosamente, y nunca mejor dicho, tres siglos después. El Oliver Twist que se leía ante la chimenea en las casas inglesas durante el XIX y buena parte del XX tiene descarados ecos del Lazarillo español. La rompedora literatura picaresca cortaba radicalmente con los formatos renacentistas al sustituir las heroicidades y los amoríos por una vitriólica gesta de la supervivencia, con el hambre como tema central de lo que hoy llamaríamos una novela de transformación o de experiencia. 

Los insólitos episodios que nos viene dando la política española desde 2017 demuestran hasta qué punto definía el carácter español esta tradición literaria tan nuestra. No en vano, los protagonistas eran y siguen siendo antihéroes que se consideran metafísicamente justificados para engañar y robar a cualquier incauto que les cruce. La ideología del pícaro es un tempus fugit consistente en que todo vale ―inventos, montajes, burlas, simulacros, estafas, manipulación de voluntades― con tal de saciar el hambre de cada día. El pícaro no tiene vocación ni oficio y se ve forzado a adoptar identidades cambiantes, forjando con su mera aparición escenarios nuevos donde desarrollar su espectáculo, dada la ingobernable pulsión que le lleva a mentir, amedrentar y traicionar. El pícaro no tiene principios políticos ni morales, sino que es un cínico con dotes teatrales, capaz de interpretar personajes y pantomimas como medio para conseguir un objetivo. Como se dice en El Buscón de Quevedo, «quien no hurta en el mundo no vive» y «de todo nos ha de librar la buena astucia».

«La política española sería una plataforma audiovisual que ofrece varios seriales protagonizados por pícaros cuya astucia para engañar es admirada por el gran público»

Hasta tal punto sigue vigente la literatura picaresca, que podría considerarse precursora de las series televisivas de las grandes plataformas de streaming. Recordemos que los actuales productos de mayor éxito son colecciones de episodios independientes, cuyo eje argumental es la simple presencia de un protagonista poco convencional, poco ortodoxo, cuando no directamente amoral, antisocial, cruel y atormentado. Del mismo modo, la política española sería una plataforma audiovisual que ofrece varios seriales protagonizados por pícaros cuya astucia para engañar es admirada por el gran público, que paga contento por ver las siguientes entregas. 

Por ejemplo, Puigdemont entraría sin duda en la literatura picaresca como antihéroe vividor que engatusa, confunde y burla a sus propios votantes, a sus colegas políticos, al gobierno de su país, a las fuerzas del orden, a las autoridades nacionales y locales, a la prensa nacional e internacional, a la justicia española y quién sabe si a su casero de Waterloo. En esta misma línea, son antihéroes buscavidas el propio Pedro Sánchez y el sevillano Luis Alvise, que merecerían tener cada uno su propio spin-off basado en la turbia y cambiante personalidad del personaje. 

¿No logran al fin y al cabo los políticos españoles lo mismo que una buena trama de un thriller de Netflix, llevando al espectador por vericuetos insospechados, engañado a veces durante años por los guionistas y las revueltas interminables de la trama? Cualquiera de estos personajes españoles ―acompañados de las Begoñas, los Ábalos, los Koldos, los Azagras― podría alardear como hace el pícaro quevedesco: «Oía que me alababan el ingenio con que salía de estas travesuras y animábame para hacer muchas más».

En La trilogía de la guerra Agustín Fernández Mallo escribe que «la cultura anglosajona es heredera directa del visceral, casi patológico, rechazo a la mentira, justo al contrario que en los países católicos, donde como es sabido la mentira es motor de la cotidianidad, así como estructura profunda de todo lo considerado cívico y perteneciente a las buenas costumbres». Tal vez sea este el motivo de que los votantes españoles nos distingamos de los de la Vieja Europa por nuestra jubilosa tolerancia de la corrupción, que aquí no solo entendemos y gozamos, sino que la financiamos con nuestra generosidad hedonista y mediterránea. Tal vez sea este también el motivo de que tengamos ya pensado dejarnos endilgar ―per signum crucis― esta última entrega de la bellaquería facinerosa que venimos llamando desde hace cincuenta años «la política española».

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