De delfines y hombres y violadores potenciales
«Aquellos que, siendo mujeres trans, modificaron su mención del sexo en el Registro Civil, ¿dejaron de ser violadores potenciales?»
¿Somos los hombres violadores en potencia? En un sentido mínimo, en el que explica Aristóteles en la Metafísica -como principio del movimiento o cambio- sí lo somos: está en nuestro margen de posibilidades violar, pero no así volar autónomamente o ver a través de las paredes como Superman. En ese mismo sentido mínimo, todas las mujeres son asesinas en potencia. Y también «violadoras» una vez que, desde mucho antes incluso de que Irene Montero hubiera llegado al mundo, la agresión sexual no consiste solo en penetrar vaginalmente, mediante el uso de la fuerza o el ejercicio de la coacción irresistible, a una mujer no casada (o casada por quien no es su marido). Las mujeres agreden sexualmente si «realizan cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento», y cometen una violación si, ausente dicho consentimiento, «acceden carnalmente por vía vaginal, anal o bucal, o introducen objetos o miembros corporales por vía vaginal o anal». No es descartable que la mujer pueda ser reo de una violación a un hombre por introducción del miembro corporal «pene» en su vagina: tanto porque, como viene señalando el Tribunal Supremo desde 2005 (Irene Montero aún no había cumplido la mayoría de edad), «es equivalente [a efectos penales] acceder carnalmente que hacerse acceder», cuanto porque hay mujeres con pene y hombres con vagina. Sí, aunque les cueste creerlo.
Pero claro, se dice, hacer ese tipo de consideración –«las mujeres son también asesinas/violadoras en potencia»- implica, o bien «no haber entendido nada» o bien «ser un agente de la división o la corrosión social», como ha señalado la ministra de Igualdad a propósito de la iniciativa («perversión», «ocurrencia frívola», en sus propios términos) de la Comunidad de Madrid de abrir un centro de atención a hombres víctimas de violencia sexual.
Las razones explicitadas para censurar esa falta de entendimiento, de sensibilidad, o para apuntalar la «perversión», se apoyan en correlaciones robustas, incontestables: la abrumadora diferencia entre el número de hombres que violan o cometen actos violentos y el número de violadoras o agresoras. Máxime cuando eventualmente conocemos espantosas instancias del mal radical como es la de Dominique Pèlicot. Entonces, resurgen las llamadas a que concedamos que esos 51 hombres, que ahora mismo están siendo juzgados en Francia por agredir sexualmente a una mujer sometida químicamente, podríamos ser cualquiera de nosotros cualquier hombre, todos los hombres: también el padre, hermano, hijo o pareja varón de esas escandalizadas o molestas por la indicación de que la maldad también habita potencialmente en las mujeres.
Por supuesto, ese razonamiento y las subsiguientes invocaciones a que los hombres -todos- somos los primeros que debemos «hacer algo», no se lleva hasta sus últimas consecuencias: si nuestra condición de violadores potenciales es el resultado de una frecuencia estadística, la afirmación: «Todos los hombres son violadores en potencia y los extranjeros más todavía» debería ser igualmente encajada y servir para que los marroquíes, los negros, los musulmanes «den un paso al frente», «ayuden», «se hagan cargo», etc. Algunas feministas instan a los hombres a que tomen conciencia de la experiencia de miedo y angustia de millones de mujeres que transitan solas por una calle de noche y cuán aliviadas respiran cuando se percatan de que esos pasos cercanos, ese aliento a la espalda son los de una mujer. ¿Con igual lógica se puede decir que se produce un cierto alivio también si, transitando por ciertos lugares del mundo, los pasos y el aliento son los de un hombre blanco y no los de un varón de otra raza o etnia? ¿Es censurable el temor que padeció Amy Cooper cuando, paseando con su perro en Central Park, se sintió acosada por un hombre negro que insistía en que lo atara? El hecho de que llamara al teléfono de la policía pidiendo ayuda especificando la raza del individuo que la hostigaba, comportó no solo una severa censura pública por racista, sino que perdiera el trabajo.
Por supuesto, como cualquiera que se pare a pensarlo un momento se da cuenta, esa sobrerrepresentación de ciertos colectivos – que «la ciencia», o sea, la aritmética básica, no puede negar- no permite inferir la existencia de una propiedad universal en todos los sujetos que forman dicho grupo: del hecho de que el 90% de los que violan sean hombres, no se puede derivar que el 90% de los hombres sean violadores. Y mutatis mutandis para negros, musulmanes, etc. Razonar así implica cometer la falacia ecológica.
«Aquellos que, siendo mujeres trans, modificaron su mención del sexo en el Registro Civil, ¿dejaron de ser violadores potenciales? ¿Fue antes o después de que el funcionario del Registro Civil notificara la resolución definitiva?»
Cuestión distinta es que los varones, todos, estemos llamados, destinados necesariamente a ello, es decir, que esté en nuestra naturaleza agredir sexualmente. Algo así parece querer decir nuevamente Aristóteles cuando alude a la potencia como el terminar una cosa bien o según designio, algo así como hacer lo que nos corresponde. De acuerdo con esa dimensión normativa de lo potencial, la violación por parte de los hombres es «lo normal», lo «que nos corresponde», lo «debido», nuestro «telos» o fin, como el de la bellota ser roble.
Hay mucho que decir en relación con esta segunda posibilidad interpretativa de «los hombres somos violadores potenciales». Lo primero es qué alcance debe tener una tesis semejante y cómo encaja con muchas otras creencias, intuiciones y principios que albergamos o proclamamos. Para empezar, cómo cohonestar la anterior afirmación con la de que pertenecer a uno u otro sexo, es decir, ser un hombre -y por ende potencial violador- o una mujer no es un «hecho». Aquellos que, siendo mujeres trans, modificaron su mención del sexo en el Registro Civil, ¿dejaron de ser violadores potenciales? ¿Fue antes o después de que el funcionario del Registro Civil notificara la resolución definitiva? Y si esa modificación en realidad no altera la condición de ser un violador potencial, ¿podemos afirmar que «todas las mujeres trans son violadores potenciales»?
De otra parte, al menos desde Simone de Beauvoir, el feminismo ha pugnado porque se haga realidad, con relación a las mujeres, que «la biología no es destino». Cuando se sostiene que todos los hombres somos potenciales violadores, se está presuponiendo que para nosotros la biología sí es destino. Y si lo es, no se entiende muy bien la frecuente conmoción o escándalo que se produce cuando alguien – hombre o mujer- recomienda a las mujeres que tengan cuidado con acudir al domicilio de un hombre al que acaban de conocer en un bar o que transiten por determinadas zonas a horas determinadas con escasa ropa, etc. Lejos de ser residuos del machismo parecerían las sensatas advertencias de un Félix Rodríguez de la Fuente metido a antropólogo con perspectiva de género.
Languideciendo el verano se publicó una curiosa noticia en la que se nos advertía de que no debíamos idolatrar a los delfines, que, lejos de ser esas criaturas adorables y simpáticas, resultaban ser acosadores de las delfines hembra a las que llegaban a «forzar». Concebir a los machos de otras especies animales como «violadores», a los delfines, por tanto, como machistas o heteropatriarcales implica una forma infantil, infantiloide más bien, de antropomorfización. Implica, al fin, no creerse del todo que el bien jurídico protegido, el objetivo de tipificar la agresión sexual es proteger la «libertad sexual», una condición que no parece propia de quienes, más que desplegar autonomía sexual, simplemente se aparean tal y como les pide el cuerpo, su naturaleza.
Y, claro, uno podría sospechar que parecidos impulsos deberían gobernarnos a quienes, también, resultamos ser naturaleza, animales. En su muy comentado ensayo A Natural history of rape del año 2000, Randy Thornhill y Craig T. Palmer, con el afán de que puedan desplegarse medidas más eficaces con las que combatir las agresiones sexuales, aducen que hay una posible explicación en términos evolutivos de la persistencia de la violación: a distintos esfuerzos reproductivos entre los sexos, es evolutivamente beneficioso desarrollar unas actitudes y rasgos y no otros, así como ciertas disposiciones psicológicas hacia la relación sexual. El sexo que hace una mayor inversión parental se convierte en un recurso escaso para el otro y de ahí se derivan muchas «realidades» a lo largo de los siglos: quién corteja, lleva la iniciativa, está más dispuesto y se arriesga más a la hora de mantener relaciones sexuales, etc. No, no es el flogisto de un heteropatriarcado inefable que sirve para cualquier roto o descosido.
Pero la historia de la evolución humana es también la de la constante brida de esas pulsiones y del abandonarnos justificativamente a la naturaleza de esas cosas. La biología no es destino, no debe serlo, pero no debe tampoco ignorarse. Lo cierto es que los hombres, siendo potencialmente violadores dada esa evolución, hemos logrado serlo cada vez menos en muchos lugares. Y así debe seguir siendo.
Celebrarlo es lo que ahonda (en) nuestro carácter civilizado.