El valor de la mentira y el precio de la libertad
«No estamos dispuestos a que la verdad resplandezca a toda costa. Y menos aún a que el poder político sea el encargado de tasar qué se pueda decir o difundir»
No, no estamos dispuestos a que la verdad, ni siquiera la verdad sobre lo que ha ocurrido, sobre los hechos, resplandezca a toda costa. O al menos no deberíamos estarlo; y menos aún a que el poder político sea el encargado de tasar, en el nombre de la verdad, qué se pueda decir o difundir. Y que amenace incluso con su monopolio en el uso de la fuerza. O al menos eso es lo que creíamos. Y con buenas razones.
A propósito del plan de regeneración o acción democrática que se ha lanzado esta semana con el que combatir la desinformación y los bulos, no han faltado quienes, desde sus tribunas académicas y mediáticas, apuntalan la pertinencia de que nos tomemos en serio el fenómeno – supuestamente intranquilizador- consistente en que muchos ciudadanos confían en su experiencia propia, en sus opiniones y no así en las fuentes oficiales, lo cual constituiría un «problema para la democracia».
¿Lo es que haya votantes musulmanes que crean que el cuerpo femenino es una tentación que debe ser evitada mediante su cubrimiento con pañuelos y túnicas; votantes testigos de Jehová que consideran que la sangre ajena es impura y no les puede ser transfundida; votantes judíos que piensan que su pueblo fue el elegido por Dios; cristianos que creen que Jesucristo resucitó al tercer día; cientos de miles de españoles que creen que durante el régimen de Franco se robaron 300.000 bebés recién nacidos o que piensan que el sexo biológico es una construcción social o que las naciones existen porque hay quienes creen que existen, o …?
Otros científicos sociales, prestigiosísimos ellos (Piketty, Mazzucato, Acemoglu, Varoufakis…) también manifiestan-y-abajo-firman su cerrada defensa a que un juez (brasileño) proteja la «soberanía digital» del país, lo cual ha llegado a implicar que se impida a sus ciudadanos, bajo pena de multa, que puedan acceder a X mediante VPN y leer lo que allí se divulga. Todo por la salud de la democracia, por supuesto. Hillary Clinton acaba de sugerir penas de cárcel para quienes se involucren en la «propaganda rusa» que influye en las elecciones estadounidenses. La imagen del españolito bajo la manta oyendo La Pirenaica o saliendo de la Rafael Alberti con El laberinto español de Brenan asalta inevitablemente. Ese «control de las mega-corporaciones localizadas en Estados Unidos» del que nos alerta tanto santón suena tanto a «conspiración judeo masónica internacional…». Vivir, leer, para creer.
Hay algo de cierto en que no hay comunidad política viable allí donde una masa crítica de individuos no comparte presupuestos epistémicos básicos; para empezar un lenguaje común con el que referirnos a la realidad, palabras claras que no hurten la discusión sobre lo sustantivo, una común creencia en la existencia de relaciones de causalidad básicas, si me apuran empleo de la lógica de primer orden. Así y todo, en los últimos tiempos ha sido, y es, precisamente, una constante afrenta a muchos de esos presupuestos por parte de nuestros representantes públicos lo que ha erosionado nuestra confianza ciudadana en las instituciones: no ya el mero «cambio de opinión», legítimo, sino la absoluta falta de pudor para hacerlo sin explicar a la ciudadanía por qué ahora se dice Diego cuando antes se decía digo. El inventario nos llevaría demasiado tiempo.
«Las sociedades con vocación de ser ‘abiertas’ han de ser recelosas de organismos oficiales llamados a tasar lo que sea verdadero»
En todo caso, como señalaba al inicio, las sociedades políticas con vocación de ser abiertas, no refractarias al pluralismo valorativo, religioso… han de ser necesariamente recelosas de la existencia de organismos oficiales llamados a tasar lo que sea verdadero, o, alternativamente, de que se levanten cortapisas a la libre expresión de las ideas, y sí, también de las creencias con respaldo dudoso, de conjeturas, de dogmas de fe, de molestas hipótesis. ¿Recuerdan cuán peligroso era vivir socialmente hace cuatro años si uno apuntaba la posibilidad de que la pandemia de la covid-19 tuviera su origen en un laboratorio de Wuhan? Hoy es casi «ciencia normal»…
Ese sacrificio de la verdad está institucionalmente consagrado en otros ámbitos, señaladamente el proceso judicial o sus aledaños. No queremos saber a toda costa si el acusado en prisión preventiva confiesa a su abogado la verdad y por eso el juez de instrucción que interviene esas comunicaciones en la cárcel, como el exjuez Garzón, comete un gravísimo delito; tampoco queremos terciar a toda costa en el dime o direte de si fue la Fiscalía, o más bien el abogado de la pareja de Ayuso, el que propuso un pacto de conformidad, y por eso es gravísimo, presuntamente delictivo, que el fiscal general del Estado diera la orden de revelar esos correos para zanjar la controversia haciendo que prevaleciera la verdad.
Hay secretos oficiales porque, como Churchill afirmara célebremente, aunque en referencia a los tiempos de guerra, «la verdad es tan preciosa que debe ser siempre custodiada por un grupo de guardaespaldas de mentiras». El imputado tiene derecho a no revelar la verdad. Los cónyuges no tienen obligación de declarar como testigos, máxime si, como es el caso de nuestro presidente, es un marido «profundamente enamorado». Nos dotamos de esos guardaespaldas frente a la verdad porque, en el fondo, preciamos inmensamente la libertad, recelamos del colosal poder del Estado frente al individuo.
Pero también estamos dispuestos, en aras a la seguridad, a sacrificar que la verdad prime, no persiguiendo a toda costa, a cualquier precio, la mentira, minimizando la desconfianza, el temor a que quienes sufren o se sienten víctimas puedan acudir a las autoridades pidiendo protección. Es, paradigmáticamente, lo que ocurre con las denuncias por violencia de género.
«En 2023 hubo casi 200.000 denuncias por violencia de género, pero las sentencias condenatorias no alcanzan las 40.000»
El último informe anual de la Fiscalía General del Estado revela que el año pasado se interpusieron casi 200.000 denuncias por violencia de género, aunque el número de sentencias condenatorias no alcanza las 40.000, es decir, en torno al 20%. La pregunta es pertinente: ¿cuántas de ellas son «falsas», es decir, incurren en el delito del artículo 456 del Código Penal? De acuerdo con la propia memoria, «el porcentaje de sentencias condenatorias por denuncia falsa es ínfimo», concretamente de un 0,0084% como promedio entre los años 2009-2023. ¿Quiere ello decir que solo un 0,0084% de las mujeres que denuncian a su marido mienten, o, a la inversa, que el 99,9916% de las mujeres víctimas dicen la verdad? Obviamente no. ¿Podría la Fiscalía General del Estado hacer un mayor esfuerzo por que la ciudadanía conozca la realidad de ese fenómeno disipando la desinformación que tanto se extiende a propósito de este asunto? No me cabe duda.
Situémonos en el año 1953, por un poner; en España. ¿Cuántas mujeres eran víctimas de maltrato físico a manos de su pareja o expareja? Supongamos que la Fiscalía General del Estado publicara en aquel año una memoria destacando que «el porcentaje de sentencias condenatorias por maltrato a las mujeres por parte de los maridos es ínfimo». La pregunta debida, obvia, sería: ¿bajo qué condiciones podía una mujer denunciar en España, ver a su marido investigado, procesado y condenado por dicho delito?
Mutatis mutandis hoy a propósito de las denuncias falsas de violencia de género. El artículo mencionado del Código Penal señala que no cabe proceder contra el presuntamente falso denunciante sino hasta que haya recaído sentencia o auto firme de sobreseimiento o archivo de la infracción – en este caso de violencia de género- imputada, y, además, que los jueces o tribunales mandarán proceder de oficio contra el denunciante o acusador siempre que de la causa principal resulten «indicios bastantes» de la falsedad de la imputación. ¿Qué se consideran «indicios bastantes» y cuántas veces actúan así de oficio? Hay muchas razones para sospechar, a la luz de la evidencia, que el estándar es extraordinariamente exigente, que son rarísimas las ocasiones en las que se procede así contra la mujer denunciante, como bien se encarga de señalar el tuitero @bouenmatrix. En estos mismos días conocemos absoluciones y retractaciones de denunciantes que sobrecogen y nos deberían hacer pensar.
Y una de las cosas que yo pienso es, nuevamente, que la verdad no debe prevalecer a toda costa, es decir, que puede suponer un perverso desincentivo para las muchas mujeres que sí sufren violencia, que el más mínimo indicio de faltar a la verdad en la denuncia pueda ser perseguible, que finalmente para la mujer, acudir a las autoridades suponga un calvario. Esto debe ser tenido en cuenta, aunque por el camino haya no pocos hombres sacrificados.
«El precio que, en forma de restricción de la libertad, tenemos que pagar los hombres, es abrumador»
Pero el problema es también de incentivos para la denuncia – igualmente perversos- y, más aún, el sacrificio que se está imponiendo a los hombres presuntamente culpables e irremisiblemente machistas. Y viendo esa balanza, en especial, el precio que, en forma de restricción de la libertad, tenemos que pagar los hombres, el desequilibrio es abrumador. Y entonces, lo que como sociedad adulta nos tenemos que preguntar es: ¿cuánto estamos dispuestos a socializar ese sacrificio porque no estamos dispuestos a que las mujeres asuman ningún riesgo, aunque sepamos que habrá un número no desdeñable de falsos positivos, es decir, de inocentes privados de libertad bajo acusaciones falsas?
Tomemos el reciente caso de ese chaval ecuatoriano finalmente absuelto por la Audiencia Provincial de la Coruña de varios delitos que la víctima, una menor, se inventó «por celos», y que pasó en prisión preventiva desde el 16 de abril de 2023 hasta el 15 de febrero de 2024. ¿A cuánto asciende la suma que creen ustedes se le debe pagar – y que pagaremos entre todos- como indemnización por el sacrificio que le fue impuesto?
Venga, hagan sus apuestas y entonces veremos cuánto aprecian la libertad, la seguridad y la igualdad.