Colonias interiores
«El Rey no dirige la política exterior española. La Constitución establece que prácticamente todos sus actos están sometidos al refrendo del Gobierno»
En un artículo publicado hace ya un decenio, la filósofa Lea Ypi, aclamada por su libro Libre, una obra en la que explora su pasado en la Albania comunista, señalaba que lo que es moralmente erróneo del colonialismo que impusieron las grandes potencias sobre vastos territorios y poblaciones radica en los términos de la asociación política instaurada en esos lugares, una forma bajo la cual los habitantes «originarios» pasaban a ser súbditos, ciudadanos de segunda, no iguales en los mismos términos que los habitantes de la metrópoli. Lo que Ypi trataba de mostrar es que, frente a lo que suele ser frecuente en nuestros análisis y denuncias sobre el pasado colonial, no es la cuestión de los derechos de propiedad colectivos sobre un espacio, ni la vinculación inefable de un grupo humano diferenciable con un territorio –la reivindicación típicamente nacionalista- lo que normativamente tiene mayor tracción.
«¿Acaso podría Elon Musk quedarse con todo Marte solo porque uno de sus cohetes llega primero y él pisa el territorio marciano antes que nadie?»
Y es que las poblaciones humanas se han desplazado desde tiempo inmemorial de unos lugares a otros en busca de mejor fortuna, y la ocupación y asentamiento en un concreto territorio solo puede ser juzgada como ilegítima a partir de una previa concepción sobre la justa adquisición y transmisión de la propiedad y de los recursos. Cuando se esgrime que los X «ya estaban allí» cuando los Y llegaron y conquistaron «su» territorio, hay dos preguntas inescapables: ¿acaso los X no desplazaron antes a los Z? y ¿qué significa «allí»?
¿A quién pertenecían las vastísimas praderas despobladas del medio oeste americano en el siglo XVII, o el llano de lo que hoy es Guadalajara, o la laguna donde hoy se extiende la hoy llamada México-Tenochtitlan cuando aparecieron por allí los conquistadores? ¿Acaso podría Elon Musk quedarse con todo Marte solo porque uno de sus cohetes llega primero y él pisa el territorio marciano antes que nadie? ¿Y si Elon Musk y sus acólitos excluyen de todos los beneficios que puedan brindar los recursos de Marte a los siguientes en llegar allí porque son negros? ¿No tendríamos los demás la obligación de conquistar Marte para «poner (un mejor) orden» a pesar de que los muskianos estaban allí antes?
Si se produce una conquista que implica un reparto más justo de los recursos entre todos –los antiguos y los nuevos moradores- y tal redistribución no conlleva violaciones graves de derechos, o si la conquista implica que quienes estaban allí antes dejan de someter a parte de su población a graves violaciones de derechos, ¿qué hay de tan grave en semejante «colonización» si todos van a participar de la toma de decisiones como ciudadanos iguales?
«Ninguna imposición sin representación» (no taxation without representation), clamaban los revolucionarios estadounidenses. Ahí estaba, encapsulado, el mal colonial: ser mero sujeto extractivo sin voz ni voto. En estos días en los que nos distraemos con la renuncia del Estado español a participar en los actos por la toma de posesión como presidenta de México de Claudia Sheinbaum por no haberse invitado al Rey, los representantes del «nacionalismo de izquierdas» que señorea en dos de los territorios más ricos de España, Cataluña y el País Vasco, han aplaudido el gesto de Sheinbaum anunciando que irán a su toma de posesión.
Gerardo Pisarello ha considerado que con su negativa a pedir el perdón por los desmanes de la conquista que en 2019 le solicitó el presidente López Obrador, el rey Felipe VI había optado por la arrogancia y ahora recoge la tempestad que se ha ganado con su desaire. En realidad, frente a lo que sostiene Pisarello, lo arrogante, lo no-republicano, hubiera sido lo contrario, arrogarse un poder que ni tiene ni debe querer tener: el Rey no dirige la política exterior española, y, tal y como establece nuestra Constitución, ve sometidos prácticamente todos sus actos al refrendo del Gobierno. De hecho, fue el Gobierno de entonces, con Sánchez y Borrell como principales protagonistas, los que, si acaso, habrían sido los arrogantes al negarse a conceder el perdón solicitado.
Pisarello ha recordado que México no es un pueblo de súbditos; y lo ha hecho en un momento en el que en España se trata de imponer un modelo de financiación que privilegiará a Cataluña de un modo muy parecido a cómo, en una interpretación más que discutible de la disposición adicional primera de la Constitución española, arrancada con muertos de ETA encima de la mesa, se viene privilegiando a los territorios forales del País Vasco y Navarra.
Justo en estos días, dos expertos como Jesús Fernández-Villaverde y Francisco de la Torre se han arremangado y mostrado, en números, el tamaño de dicho privilegio medido en miles de millones, en particular, el relativo al déficit en pensiones que se cubre con impuestos que solo pagan los contribuyentes de fuera del País Vasco y Navarra, lugares donde en promedio se cobran las pensiones más altas de España. Y todo ello al amparo de una normativa fiscal sobre la que la inmensa mayoría de los representantes del pueblo español congregados en el Parlamento no pueden decir ni pío, mientras que los representantes de esos territorios en ese mismo Parlamento sí deciden sobre las subidas de impuestos, o pensiones que afectan a todos los demás.
¿Qué justifica semejante asimetría, injusticia al cabo, entre unos y otros ciudadanos españoles que bien puede asemejarse al mal del colonialismo que describía Ypi? Uno quiere suponer que no se tratará de que los españoles que carecemos de «singularidad» seamos «bárbaros medio idiotas» como señalaron Francisco de Vitoria o el mismísimo John Stuart Mill, u «hombres a medio hacer» como señalaba el ahora rehabilitado Jordi Pujol a propósito de los emigrantes en Cataluña. Mientras la ministra de Hacienda María Jesús Montero termina de dar con una justificación convincente, uno no puede por menos que empezar a hacerse rebelde bostoniano.