THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Ultras contra globalistas

«Es en la polarización donde el extremista crece, aunque suponga enturbiar la vida social. No hay responsabilidad en sus actos y palabras, sino cálculo demoscópico»

Opinión
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Ultras contra globalistas

Ilustración de Alejandra Svriz.

Una caricatura muy conocida de las Cortes republicanas de 1873 es la de unos gatos que representaban a los diputados despedazándose en un pelea sin cuartel, mientras la gente seria los miraba con resignación y aburrimiento, y otros se reían complacidos. La imagen sirve para la derecha española actual, con tecnócratas democristianos que suspiran por parecer socialdemócratas, liberales que alardean de la intervención pública, identitarios que exhalan nacionalismo populista contra sus compatriotas, y jetas que viven del ruido para ocultar su inutilidad. 

Mientras, las derechas europeas viven algo similar, con el crecimiento de un extremismo que desprecia a la derecha tradicional al considerarla «colaboracionista». Es lo que está pasando en Alemania, Francia y Austria. Su alza se basa en ser antisistema, como aquí ocurrió con Vox hasta que Alvise -hoy, kaputt-, que dobló la apuesta antisistémica diciendo que el partido de Abascal era casta. 

El «sistema» contra el que cargan se puede definir, siguiendo sus palabras, como una democracia falsa dirigida por las élites globalistas para imponer su agenda ecologista, feminista y tercermundista que quiere secar las raíces de Occidente. Ese sistema sería un enorme entramado que conectaría las instituciones con grupos financieros y el mundo de la educación y la cultura. Por tanto, es ir a la contra, es decir, ser antiecologista, antifeminista y antiinmigración ilegal, básicamente, es un despertar, un wokismo identitario, nacionalista casi racial, y enemigo del sistema. 

El relato se acompaña además de una eficaz campaña de comunicación en las redes sociales, especialmente en X. La publicación constante de vídeos protagonizados por delincuentes no europeos son utilizados como ejemplos de las malas políticas institucionales y la necesidad de cerrar fronteras y expulsar a los ilegales. Esta es la medida estrella de la extrema derecha europea: combatir la «invasión». 

Para que esto funcione en las urnas es importante que la preocupación fundamental de los electores sea la inmigración -palabra que ya no existe en los informes oficiales al ser sustituida por «migración», que no es exacta, lo que parece cargar de razón a los que hablan de conspiración-. En consecuencia, los extremistas ventilan cuanto pueden las noticias negativas sobre los inmigrantes -sean ciertas o no-, y fabrican un discurso cada vez más racista. Esto polariza y exalta a la gente. De hecho, si alguien pone dudas en público a esta interpretación, el buen feligrés ultra dice: «Llévatelo a tu casa», o incluso «Ojalá viole a tu hija». El anonimato, hábitat natural del cobarde, favorece estas barbaridades. 

«Para estos extremistas no caben medias tintas, ni debate o deliberación. O se expulsa al ilegal o uno se convierte en un progre»

No es que los delitos cometidos por inmigrantes no existan, que hay, y muchos, sino que esta extrema derecha añade otro problema a la convivencia al considerar que la fórmula para rentabilizar electoralmente esta desgracia es el discurso racista. Para estos extremistas no caben medias tintas, ni debate o deliberación. O se expulsa al ilegal o uno se convierte en un progre repudiable. 

Al tiempo, los otros, los «globalistas», juegan a escandalizarse porque los ultras niegan el libro sagrado del progreso, por lo que les llaman «negacionistas», como si fuera lo mismo discutir el cambio climático que negar que existió el Holocausto. Lo hacen desde la prepotencia de las instituciones y del presupuesto, manejando los medios y la cultura para crear la mentalidad dominante. Sus modos son los del extremismo. No admiten discusión. Cualquier duda es anatematizada o ridiculizada. Han conseguido una movilización tan ciega y sorda que sus manifestantes, por ejemplo, no saben contestar qué es una mujer o son incapaces de situar a Israel en el mapa.

Es en esta polarización donde el extremista se siente cómodo y crece, aunque suponga enturbiar la vida social. No hay responsabilidad en sus actos y palabras, sino cálculo demoscópico y egoísmo. Destapan la caja de los truenos sin saber a dónde va a llevar tanto estruendo, si es viable la propuesta -el «sí se puede» voluntarioso lo registró Podemos, típico producto del populismo de izquierdas- ni qué pasará si no cumplen. Esa dejación se debe a que el objetivo no es resolver el problema, sino movilizar para llenar las urnas.

Pero, insisto, estos extremistas se basan en verdades, en cosas que ocurren, en problemas que nos rodean y que van a peor. Que haya media verdad favorece que cuele el relato entero y justifica la agresividad de las formas. Por tanto, también son responsables los que crearon la circunstancia y ahora no hacen nada para enderezar la situación. Y se puede señalar a la izquierda y a la derecha europea sin equivocarse, a los dogmáticos ecologistas y a los liberales de chichinabo.   

El resto, los espectadores sufrientes, observamos esta batalla entre extremistas con cansancio y escepticismo. Vistos con distancia, que es la única forma sana, son como los gatos de la caricatura de 1873, personajes solo preocupados por destrozar al otro, pero con miedo a que se acabe el combate porque fuera de la lucha no son absolutamente nada.

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