De comercios y librerías
«Muchos dieron por muertas las librerías hace tiempo ya, pero ahí continúan, con su aliento cultural y vital. Ojalá permanezcan para siempre»
Ya lo dijo el bueno de Heráclito, todo fluye, nada permanece. No te bañarás dos veces en el mismo río, ni en la vida… ni en el comercio tampoco. Lo compruebo, una vez más, mientras paseo por el centro de Córdoba. Sus principales calles comerciales fueron mudando con el tiempo, desplazándose desde Cruz Conde hasta Concepción y Gondomar. La Ronda de Tejares también perdió su lustro y glamour. Las ciudades están vivas, mutan y evolucionan. Son las mismas, pero diferentes. Piense en la suya. Verá cómo el comercio fue variando de forma, manera y lugar.
Y no solo por el urbanismo comercial sino por el propio concepto de comercio. De las tiendas del centro –las mejores– y las de barrio se pasó, a partir de los sesenta del siglo pasado, al asombro de los grandes almacenes, con El Corte Inglés y Galerías Preciados como nombres propios. A finales de los setenta se instaló la primera gran superficie y en las tres décadas siguientes se consolidó la gran revolución comercial de las cadenas de supermercados, de grandes superficies y de descuento, que establecieron una nutrida red en los alrededores residenciales de toda ciudad que se preciara. Pronto, las franquicias y las cadenas de tiendas de marca coparon los centros urbanos. Desde principios del XXI, internet llegó para cambiarlo todo. Mientras los alquileres subían sin cesar, las ventas de los comerciantes se resentían por la competencia feroz de las compras online.
El turismo tomó el centro de las ciudades y los bares y terrazas se extendieron como una hidra de mil cabezas. Atrás quedaron las tiendas de los veinte duros y los puestos de compra de oro tras la crisis terrible de 2008, que también conllevó la clausura de miles de oficinas bancarias. Los comercios fueron cerrando, derrotados por la inmediatez digital, progresivamente sustituidos por establecimientos que no ofrecían mercancías, sino servicios. Chinos y paquistaníes ocupan los sacrificados comercios de cercanías, siempre abiertos, presto para resolver cualquier desavío. Belleza y salud comenzaron a ocupar un puesto destacado. Manicuras, peluquerías, gimnasios, fitness, masajes, tatuajes, entre otros adquieren gran protagonismo en el paisaje urbano. La formación, escuelas, como academias y business schools varias, también. No se venden cosas, se ofrecen servicios. No se alquilan viviendas, se rentan pisos turísticos.
Las ciudades que conocimos en nuestra infancia ya no son otra cosa que fotos desvaídas de melancolía y recuerdo. Ya no existen. Bueno, la ciudad, sí, pero la que recordamos, no. Ante cambios tan acelerados, ¿qué actitud tomar? ¿Añoranza? ¿Reacción a la contra? ¿Adaptación resignada? ¿Entusiasmo? Escoja usted mismo. Pero un consejo. No odiemos el tiempo en el que nos tocó vivir. Los tiempos son los que son y en ellos tendremos que habitar. Y procurar ser felices, además, y hacer felices, en lo posible, a los que nos rodean. No es cierto aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.
Las épocas de cambios profundos suelen suscitar profundos sentimientos milenaristas, que nos atormentan con el fin del mundo por venir. Ocurrió al desmoronarse el imperio romano, se repitió aún con mayor intensidad cuando nos acercábamos al ecuador del paso del primer milenio al segundo. Ahora, ya metidos en el tercero, sentimos que nuestro mundo se acaba. Al vértigo digital, a la acelerada modificación de costumbres y valores, se unen las guerras y las admoniciones de los cambios climáticos por venir. Nos ofrecen como único futuro un mundo achicharrado por bombas y calores, ¿quién podría amarlo?
«La narrativa inteligente, según el pensador Byung-Chul Han, ha quedado orillada en la actual sociedad de la comunicación»
El relato es pesimista, denso, desesperanzado. Los pensadores parecen arremeter contra los tiempos actuales, tiempos que entre todos construimos. ¿No hay esperanza? ¿Resulta imposible un relato optimista? ¿O es que, en el fondo, no queremos escucharlo? Ni los mejores ni más famosos intelectuales parecen librarse de esa mirada añorante a un pasado que, para su mirada, fue más luminoso. El clásico mito de los tiempos dorados del ayer, de un ayer que solo existió en la mente de los que abominan y quieren huir del hoy.
La narrativa inteligente, según el pensador Byung-Chul Han, ha quedado orillada en la actual sociedad de la comunicación, la información y la interconectividad. En su ensayo breve, La crisis de la narración (Herder 2023), arremete contra la moda del storytelling, al puro servicio del marketing y de la sociedad del consumo, que exacerba pasiones y emociones, pero alejado del áurea, de la magia y de la gestión de lo oculto de la narración verdadera, que precisa tiempo, tiempo que no concede la inmediatez del like o el me gusta perentorio.
Qué bien escribe Han. Sus argumentos y razones se deslizan entre citas a Benjamin, Proust, Heidegger o Baudelaire. Una delicia de lectura que, sin embargo, produce un hondo vacío. Para el filósofo las prisas y las redes sociales acabaron con la narración, que se supone existió en tiempos pretéritos, al parecer más lúcidos y clarividentes. Un eco de clásico del poema de Jorge Manrique, «cómo, a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor». No comparto su opinión. En todo caso, cada época tuvo su narrativa, como su comercio. Ni mejor ni peor, simplemente, diferente.
Quien sabe lo que aún viviremos. Pero sí sabemos que el comercio mutará al son de las costumbres y las posibilidades tecnológicas. Y entre ellos, ¿qué pasará con las librerías? Muchos las dieron por muertas, hace tiempo ya, pero ahí continúan, con su aliento cultural y vital. Desde siempre, mis tiendas preferidas fueron las librerías y las de aventura. También, los escaparates de las viejas ferreterías, con sus mil herramientas y artilugios. Pero las que más he frecuentado, sin duda alguna, son las librerías. Desde niño. Ahora, como editor, aunque mi mirada ha cambiado, sigo recorriendo con la misma reverencia y fascinación los estantes y muebles en el que exponen novedades. Siempre compro alguna.
«Venden libros, pero, sobre todo, ofrecen un servicio de gran valor individual y colectivo»
Y vuelvo a mi paseo por la ciudad califal. A pesar de la maliciosa leyenda que circula sobre Córdoba, la ciudad de las mil tabernas y una sola librería, varias y buenas iluminan su centro. Casa del Libro, Luque, El reino de Agartha o La República de las Letras. Algo, todavía, El Corte Inglés. Resisten, pese a todo, no desaparecerán. Venden libros, pero, sobre todo, ofrecen un servicio de gran valor individual y colectivo. Seleccionan el fondo, recomiendan obras, crean comunidad, organizan presentaciones, actos culturales, talleres, cuentacuentos, concursos. Nos fascinan al evocarnos el vasto universo que atesoran, nos abren la puerta al reino mágico de lo posible e imposible.
Algunas librerías se transmutan en auténticos monumentos de las ciudades que las acogen. Como la Lello, en Oporto. O como la Shakespeare and Company, en París. Leo con gran placer su historia, escrita por Sylvia Beach (Baltimore 1887 – París 1962), creadora de la mítica librería parisina de entreguerras. La obra se encuentra primorosamente publicada por Trama editorial, en su excelente colección Tipos móviles, dedicada a los libros, a los editores y a los libreros, de la que soy ferviente lector. Debo reconocer mi admiración por el catálogo que construye Manuel Ortuño, uno de los grandes editores españoles.
Una conjunción astral de talento literario orbitó en aquella librería americana ubicada en el número 12 de la calle l´Odéon, en la Rive Gauche de París. Abrió por vez primera sus puertas el 19 de noviembre de 1919 y pronto se trasladó a la calle l´Odéon, bien cerca de la librería gris –La Maison des Amis de Livres – de su amiga y compañera Adrienne Monnier (1892-1955), a la que siempre consultó y que le sirvió de inspiración. Shakespeare and Company se especializó en literatura en inglés y no sería hasta diciembre de 1941 cuando tuvo que bajar las persianas, debido a una inminente incautación por parte de los ocupantes alemanes.
Como ella misma narra, fue su negativa a vender a un oficial nazi un ejemplar de Finnegans Wake, de James Joyce, expuesta en el escaparate, el detonante de su definitiva clausura. Ella sería internada por unos meses en un campo de concentración. Al regresar a París no volvería a abrirla. En 1956, Beach escribió el libro autobiográfico –prácticamente una memoria literaria– Shakespeare and Company y cuya traducción por Roser Infiesta Valls acabo de leer, en el que muestra la vida cultural de la librería, por la que pasaron, se reunieron y convivieron colosos de la talla de James Joyce, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Ezra Pound, T.S. Eliot, D.H. Lawrence, Paul Valéry, André Gide o Léon-Paul Fargue, entre otros genios que conformaron la generación perdida y que sublimaron la vida literaria de entreguerras de un París que, por aquel entonces, se convirtió en la referencia cultural de un mundo convulso.
«La figura del librero crea el espacio del prodigio. Qué desamparo, qué estropicio causaría su ausencia»
Beach guardó una estrecha relación con James Joyce, al punto de que, cuando nadie se atrevía a publicar su Ulises, ella se convirtió en la editora de su primera edición. Le acompañó durante los años duros de su carrera, aunque, al final, el escritor genial terminaría publicando con editoriales más grandes, sin valorar en demasía la apuesta inicial de la librera. Cosas de la vida.
Las librerías cordobesas, como las de cada ciudad, también acogen a sus escritores e intelectuales. La figura del librero crea el espacio del prodigio. Qué desamparo, qué estropicio causaría su ausencia. Libreros como los de Córdoba, Javier Luque, de la Luque de toda la vida, siempre con su educada eficacia o Maribel Molina, con su contagioso entusiasmo, impulsora de El reino de Agartha. En Madrid, como María Fernández, de Crazy Mary, que se encuentra en la calle Echegaray de nuestro querido Barrio de las Letras y que abandonó su bien pagado oficio previo y se embarcó en la venturosa aventura librera tras leer los diarios de Frances Steloff, su referencia, que fundara en 1920, en nueva York, la mítica librería Gotham Book Mart.
Las librerías insuflan luz y color a los centros urbanos. Librerías de libros y también de mapas. Me gustan los libros ilustrados y la cartografía que muestra Maribel Molina en su librería, El reino de Agartha. La casualidad hizo que mientras escribía estas líneas, terminara la lectura de uno de los libros más hermosos que he leído sobre naturaleza, El árbol viajero (Cántico 2024), de Michio Hoshino, fotógrafo japonés que se afincó en las tierras vírgenes de Alaska y murió por el ataque de un oso. Cada vez que se trasladaba hasta la ciudad de Juneau, visitaba Observatory, la librería de segunda mano que regentaba Dee, una veterana librera especializada en cartografía y mapas antiguos. A Michio le encantaban los mapas, a mí me gustan los mapas y a Maribel, nuestra librera cordobesa, le fascinan, al punto de ser una de las pocas librerías que conozco que posee una amplia sección de cartografía. En la fría Alaska, las librerías aportan su cálido abrazo; en la tórrida Córdoba, las librerías, riegan nuestra sed de conocimiento.
Continúo mi paseo. La ciudad cambia, los tipos de comercio, también. Ojalá las librerías permanezcan para siempre.