Males con nombre y apellido
«Los problemas de las democracias están hoy directamente ligados a las personas que las dirigen. También en España»
Durante años creímos que en las democracias avanzadas la importancia de los dirigentes políticos, individualmente considerados, decrecía en beneficio de la fortaleza de la sociedad en su conjunto, que era la que, con sus instituciones, sus recursos y sus portavoces, ostentaba el poder real y garantizaba el futuro saludable del país.
En el fondo, daba igual quién ganara las elecciones en cada turno porque todos sabíamos que la sustancia democrática se mantenía inalterable: el funcionamiento libre de la economía, la influencia decisiva de los contrapesos del poder -con mención especial a los medios de comunicación– y el sometimiento de todos al imperio de la ley, a través de instituciones de sagrada legitimidad.
Si tomamos a Estados Unidos como paradigma de ese modelo, los presidentes demócratas y republicanos se alternaban periódicamente en el poder sin que nadie apreciase el menor riesgo para el sistema político. Obviamente, podía haber diferentes estilos y prioridades políticas entre unos y otros, pero ninguno llegaba a representar una amenaza a la raíz del sistema o a la convivencia.
No era sólo el caso de Estados Unidos. También en el Reino Unido, Francia o Alemania se han ido sucediendo durante años gobiernos conservadores o socialdemócratas dentro de un equilibrio que representaba, en realidad, un gran acuerdo social en torno a un modelo de Gobierno. Incluso en Italia, que, durante décadas, fue el símbolo de la inestabilidad política en Europa, los primeros ministros de distinto signo se alternaban a un ritmo vertiginoso sin que eso representase el menor quebranto en el progreso sostenido de la sociedad.
Todo eso cambió con la reciente incursión del populismo en casi todas las democracias tradicionales. Hoy el destino del mundo se juega en la figura que dentro de un mes pueda ser elegida presidente de Estados Unidos. No es la primera vez, pero sí es la segunda -la anterior fue en 2106-, porque nunca antes desde hace un siglo el nombre de la persona que ocupara la Casa Blanca podía influir de forma tan determinante en la orientación de la política, que, al tratarse de Estados Unidos, afecta a la Humanidad en su conjunto. Eso mismo, aunque en la proporción adecuada, es válido para el próximo presidente de Francia o el próximo canciller de Alemania, y, a menor escala, aplica igual a cualquier país del mundo. Imaginen el peso que ha tenido Andrés Manuel López Obrador en México o el que, en su día, tuvo Chávez en Venezuela, o el que puede tener Milei en Argentina o Petro en Colombia. De repente, ya no son los sistemas políticos los que, con sus instrumentos de control, garantizan los derechos y las libertades, sino que quedamos al albur de la inspiración y los intereses de los personajes a los que entregamos el poder con nuestros votos. De repente, todas esas instituciones que nos permitían dormir tranquilos, con independencia de que hubiéramos acertado o no en la elección de nuestros mandatarios, se demuestran inútiles ante la ambición de poder de determinados individuos.
«De repente, ya no son los sistemas políticos los que, con sus instrumentos de control, garantizan los derechos y las libertades, sino que quedamos al albur de la inspiración y los intereses de los personajes a los que entregamos el poder con nuestros votos»
Es inevitable que toda esta introducción nos conduzca a España, donde ya los analistas extranjeros de más prestigio han descubierto la amenaza que late sobre nuestra democracia. También aquí durante años sorteamos jefes de Gobierno de distinta condición, pero ninguno de ellos resultó realmente lesivo para la estabilidad institucional de nuestro sistema. Al tratarse de una democracia más joven, el papel de la persona al frente del Ejecutivo fue más importante que en otros lugares y, en ese sentido, podemos felicitarnos de que nuestros dos primeros presidentes del Gobierno -con el discreto paréntesis de Leopoldo Calvo Sotelo- supieran priorizar con enorme visión los intereses nacionales por encima de los suyos propios.
Es, desgraciadamente, lo contrario de lo que hoy en día padecemos. Sacudidos por nuestro propio virus populista, se nos coló de repente un individuo que puso todo en jaque, empezando por su propio partido, para satisfacer su ansia de poder. No digo que este país no tuviera y tiene problemas de envergadura al margen de la persona que lo gobierne. Todos sabemos que el desempleo, la falta de competitividad o el envejecimiento de la población son problemas estructurales que anteceden y, sin duda, sobrevivirán a nuestros actuales gobernantes. Pero, por encima de todo, para tratar de atajar esos retos y otros que surgirán, para recuperar parte del terreno perdido y asegurarnos que no perdemos aún más en el tiempo venidero, para afrontar todo eso es necesario primero tratar el mal más inmediato y urgente, un mal que tiene nombre y apellido.