Cascos azules y sangre roja
«Tanto Hezbolá como Hamás se han distinguido por parapetarse detrás de sus propios civiles. ¿Se van a preocupar por si les salpica la sangre de un casco azul?»
Fue Dag Hammarskjöld, malhadado y sospechosamente no muy recordado secretario general de las Naciones Unidas -una reciente película sobre su vida pasó con más pena que gloria- quien diseñó los cascos azules de la ONU. Era uno de sus grandes sueños: una fuerza de paz sin fronteras capaz de interponerse entre víctimas y verdugos allá donde hiciera falta. Fue en 1956. Tan apresuradamente se creó aquello, y en un mundo tan convulso, que hubo que improvisar desde el principio. El plan A era que tropas de distintos países portaran sus uniformes nacionales, con unos brazaletes y unos parches al hombro para ser identificados como «de la ONU».
Perfecto sobre el papel, pero sobre el terreno no funcionaba. Para que estos soldados fueran reconocidos de lejos y por ejemplo un francotirador se lo pensara dos veces antes de abrir fuego hacía falta algo más. Boinas azules, pensó Hammarskjöld. Pero no había suficientes ni capacidad de tenerlas a tiempo. Sí había cascos protectores de plástico del ejército estadounidense disponibles en Europa. Los pintaron con aerosol del tímido azul de la ONU y así el primer destacamento de la UNEF pudo entrar orgullosamente en su primera misión en Egipto.
En tiempos de Hammarskjöld, los cascos azules se apuntaron algunos tantos y alcanzaron un prestigio. El mundo se estaba descolonizando… o eso creía aquel ardiente secretario general de las Naciones Unidas de origen sueco, vida privada encriptada y todavía más misteriosa vida espiritual. Aunque para misterio gordo el de su muerte, en un accidente aéreo en el Congo recién descolonizado, muy poco después de ser asesinado Patrice Lumumba. A día de hoy ya sabemos que la CIA tuvo mucho que ver en lo de quitar de en medio a Lumumba. Si no fueron cómplices activos de la muerte de Hammarskjöld, estaban al tanto y pudieron evitarla. No lo hicieron. Descolonizar no es tan fácil ni da siempre los resultados apetecidos.
Desde entonces ha llovido mucho, también sobre el azul de los cascos de la ONU, que de tímido ha pasado a desteñido. Cómo olvidar su pasividad ante el genocidio de Ruanda. Su papel de convidado de piedra a lo largo de casi toda la guerra de Bosnia. Mención especial merece el oprobio que durante muchos años ha perseguido a los cascos azules holandeses que permitieron la matanza de Srebrenica en julio de 1995. Cuantos más detalles se han ido conociendo de aquello, peor: que si eran muy pocos soldados, muy jóvenes, mal armados y peor humanamente equipados para proteger a una población civil serbobosnia desesperada y desharrapada, a la que quizá no miraron con la suficiente simpatía. Ni empatía. En los Balcanes no se zanjó nada hasta que los Estados Unidos no se lo tomaron en serio.
Ahora el lío lo tienen en Líbano. La ONU acusa a Israel de atacar a sus cascos azules o de no respetarlos cuando se bate con Hezbolá. Israel se lamenta de que los cascos azules no hayan movido un dedo contra el enésimo proxy terrorista iraní y hasta le hagan de escudos humanos. ¿Para qué está la ONU?, se preguntan. ¿Para defender la paz o para impedir que esta guerra la pierda quien la empezó? Tanto Hezbolá como Hamás se han distinguido por no tener remilgos a la hora de parapetarse detrás de sus propios civiles, libaneses o gazatíes, a la hora de tirar la piedra (o el misil) y esconder la mano. ¿Se van a preocupar por si les salpica la sangre roja de un casco azul? Puede que hasta lo celebren como un nuevo éxito de la propaganda antisionista.
«Lo que pretendidamente nació como ágora del entendimiento y de la paz ha devenido en ruidosa, siniestra timba de autócratas»
Nada es perfecto en este mundo. Pero las contradicciones de las Naciones Unidas empiezan a ser tan grandes que ya pocas costuras le quedan por estallar. Lo que pretendidamente nació como ágora del entendimiento y de la paz, de la justicia incluso, ha devenido en ruidosa, siniestra timba de autócratas a cual más siniestro, por no decir sarcástico. Que según qué países puedan pomposamente presidir comités de los derechos humanos o de la mujer ya lo dice todo.
Constatábamos que descolonizar no es tan fácil. Como hay Dios. Igual el problema de la ONU es que conceptualmente tenía más sentido en un mundo mayormente colonizado todavía. Donde las grandes potencias se habían repartido continentes enteros como un pastel pero, por eso mismo, parecía concebible un pacto de caballeros (o no tanto) para deshacer el reparto y volver a proveer cartas. Nuevas. Limpias. Qué error. Qué inmenso error. Ni los unos estaban dispuestos a perder sus áreas de influencia, ni los que se las discutían llevaban necesariamente mejores intenciones. De la tiranía al caos, y viceversa.
En la película esta que les digo sobre Hammarskjöld que ha pasado con más pena que gloria, los cascos azules se apuntan un primer éxito en Congo. Toman el control y pactan con los rebeldes secretamente financiados por ocultos intereses postcoloniales unas determinadas zonas de seguridad. En cuanto se dan la vuelta, les pasan por encima. Tras el asesinato de Lumumba, a quien él personalmente había garantizado protección, Hammarskjöld viaja al país a entrevistarse con los que se lo han cargado. La cita se establece en un rincón lejano. Es muy posible que cuando el secretario general de Naciones Unidas, quizá el más sincero y heroico que ha habido nunca, se sube al avión, sea muy consciente de que ya no bajará de él. Es posible que pensara que a aquellas alturas ya sólo le quedaba morir por aquello por lo que no le dejaban vivir. Hay errores que se pagan caros, muy caros. Quien pelea sobre el terreno, y no desde un lejano despacho en Nueva York, lo sabe. Que los cascos pueden ser de color azul, pero la sangre es roja.