Un presidente corrupto para una izquierda indecente
«El escándalo clave que ha marcado nuestra suerte es el caso de la tesis doctoral de Sánchez. Con ese embuste y sus nulas consecuencias quedó barrida la decencia»
En 2014, tras participar en un programa de radio, los intervinientes decidimos continuar la tertulia en la terraza de una cafetería madrileña. La razón de ese interés por prolongar la discusión radiofónica era el reciente nombramiento de Pedro Sánchez como secretario general del Partido Socialista.
Durante la contienda previa, el hoy presidente del Gobierno había adoptado un perfil moderado en contraposición a su adversario, Eduardo Madina, cuyo papel renovador despertaba los recelos de la vieja guardia socialista. La victoria de Sánchez se había proyectado precisamente sobre esta garantía: la moderación.
En ese momento, el PSOE, bajo la dirección de Alfredo Pérez Rubalcaba, se hallaba sumido en una profunda crisis tras sus malos resultados en las elecciones europeas de 2014. Eduardo Madina, con un perfil joven y reformista, era visto como el favorito para liderar el partido. Sin embargo, Sánchez logró imponerse en el proceso de primarias en buena medida gracias a apoyos internos clave de los sectores más conservadores del partido.
Pero con el poderoso incentivo electoral de por medio, la moderación del nuevo secretario general no terminaba de estar clara. Muy pocos sabíamos entonces quién era realmente Pedro Sánchez, cuáles eran sus grandes cualidades y, desde luego, sus verdaderas intenciones, menos aún lo sabíamos quienes no formábamos parte del ecosistema socialista. De ahí el interés por conversar fuera de micrófono con uno de los participantes de la tertulia, un joven asesor del recién elegido secretario general socialista.
«El tipo más peligroso que podían haber elegido»
No se trataba de un colaborador de primera línea, pero esto era más una ventaja que un inconveniente. Los grandes jefes suelen hablar de forma despreocupada delante de este tipo de colaboradores, pues tienden a ignorar su presencia. Y a su vez, los asesores de bajo rango tienen bastantes menos remilgos para hablar abiertamente que los spin doctors, porque estos últimos nunca dan puntada sin hilo.
No nos anduvimos con rodeos. Según el camarero nos sirvió las consumiciones e hizo mutis por el foro, le disparamos a bocajarro la gran pregunta al joven asesor: «¿Pedro Sánchez es de verdad un moderado?». Él tampoco titubeó. Sin dudarlo, con esa sana despreocupación propia de la juventud, respondió de forma clara y tajante: «Es el tipo más peligroso que podían haber elegido». Aquella contestación valía su peso en oro, aunque no respondía realmente a la pregunta. Pero no fue necesario tirarle más de la lengua, porque si existe una ley de hierro en política es que el líder ambicioso y extremadamente vanidoso nunca es moderado.
Y no lo es porque esos rasgos del carácter vayan aparejados a alguna ideología extrema, sino porque quien se gobierna a sí mismo en base a la ambición y la vanidad, prescindiendo de cualquier freno ético, recurrirá a la mentira, el engaño y a cualquier otro recurso ilícito que le ayude a cumplir sus elevadas expectativas.
Ninguna ideología es en potencia más extrema que el narcisismo. Las tiranías, todas, se proyectan sobre dos condiciones personales del carácter, no sobre las ideologías: la ambición y el ego. La ideología es si acaso el opio para el pueblo, el soma que el tirano proporciona para salirse con la suya. Pedro Sánchez lo hace continuamente.
Sánchez nos descubrió quién era realmente bastante pronto. En contra de los deseos de la vieja guardia socialista, se negó a facilitar la investidura de Mariano Rajoy (PP) tras las elecciones generales de 2015 y 2016. Estas decisiones generaron un conflicto interno que culminó en su dimisión forzada como secretario general en octubre de 2016, cuando el Comité Federal del PSOE optó por abstenerse en la investidura de Rajoy, permitiendo que este formara gobierno. Pero aquella derrota no fue más que un paréntesis en la exitosa carrera hacia el poder del tipo más peligroso que jamás haya desembarcado en la política española, al menos desde 1978.
Un tirano sostenido por muchos pequeños tiranos
Sánchez no había venido para templar gaitas y mantener el statu quo en el que la vieja guardia socialista y su contraparte popular se sentían muy cómodos. Al contrario, estaba decidido a romperlo y a darle una vuelta de tuerca al régimen del 78 para convertirlo en una suerte de régimen de partido único, con él, claro está, de amado líder.
Puesto que en un sistema parlamentario el poder recae en quien constituye la mayoría, no en el partido más votado (al PP le ha llevado seis años entenderlo), no era imprescindible que Sánchez ganara las elecciones, le bastaba con aglutinar a los partidos de izquierda y comprar las voluntades de los nacionalistas. Con eso no sólo conseguiría investirse presidente, a pesar de unos resultados electorales peor que mediocres; también podría condenar a un Partido Popular muy venido a menos a la oposición perpetua e instalarse en La Moncloa de forma indefinida.
Sánchez, para mayor gloria propia, había venido a culminar lo que Zapatero estuvo a punto, pero no pudo por el estallido de la Gran recesión de 2008: convertir la imperfecta democracia española en una democracia de parte. Precisamente, el crack de 2008 había exacerbado la radicalización de las bases socialistas, lo que fue definitivo para el regreso triunfal de Pedro Sánchez en 2017, apenas un año después de su dimisión forzada. Más tarde, estás bases radicalizadas que defenestraron a la vieja guardia socialista llevarían a Sánchez a desarrollar la patológica y peligrosa sensación de impunidad propia del personaje, pues los votantes socialistas se lo han perdonado todo con tal de impedir que gobierne la derecha.
El huracán de demoliciones institucionales, abusos de poder y corrupción que ha venido a continuación no es más que el resultado de la retroalimentación entre un personaje ambicioso, narcisista y sin escrúpulos y una masa de votantes izquierdistas para los que la democracia, la separación de poderes y el propio Estado de derecho han devenido fascistas.
El hito que nos marcó a sangre y fuego
Pero si tuviera que señalar un escándalo clave que ha marcado a sangre y fuego nuestra suerte este sería el primer escándalo enterrado bajo la montaña de la corrupción: al caso de la tesis doctoral de Pedro Sánchez. Fue con ese embuste y sus nulas consecuencias que quedó definitivamente barrida la decencia. Comparado con los innumerables escándalos que el sanchismo nos ha regalado puede parecer una nimiedad, pero no lo fue en absoluto. Al contrario, que Pedro Sánchez no dimitiera entonces, ni se le obligara a dimitir, nos descubría que España, en lo político y, a qué negarlo, también en buena parte de lo social, era la anomalía de Europa.
El asunto salió a la luz en septiembre de 2018, cuando varios medios de comunicación comenzaron a sugerir que la tesis de Pedro Sánchez contenía pasajes plagiados. Y lo hizo dentro de un contexto de mayor escrutinio a los políticos españoles, después de que figuras como Cristina Cifuentes (expresidenta de la Comunidad de Madrid) y Carmen Montón (exministra de Sanidad) se vieran envueltas en escándalos relacionados con títulos académicos. La diferencia es que ambas políticas ya no ocupaban sus cargos, mientras que Pedro Sánchez era el presidente del Gobierno en ejercicio.
Las informaciones señalaban que la tesis de Sánchez contenía fragmentos copiados de otros autores y de informes del Gobierno. Se mencionaba, por ejemplo, la copia de secciones enteras de un informe del Ministerio de Industria y de varios autores sin que apareciera cita alguna.
Las sospechas de plagio se agravaron por la dificultad para acceder a la tesis de marras. Durante años, la tesis de Pedro Sánchez no estuvo disponible públicamente en las bases de datos académicas habituales. Aunque existía una copia física en la biblioteca de la Universidad Camilo José Cela, se necesitaba una autorización específica para consultarla, y sorprendentemente las solicitudes de revisión fueron sistemáticamente denegadas. Esto fue interpretado como un intento de ocultar la verdad sobre el contenido de la tesis. Finalmente, la creciente presión mediática llevó a Sánchez autorizar la publicación digital de la tesis en septiembre de 2018. Pero, al no poder accederse previamente al único ejemplar físico disponible, cabía sospechar que la versión digitalizada hubiera sido oportunamente retocada.
En las democracias asentadas, el plagio en una tesis doctoral o la falsificación de un currículum académico se consideran motivos más que suficientes para que un líder político o alto cargo dimita. Las razones están relacionadas con los principios fundamentales que sustentan la confianza pública en las instituciones democráticas, como la ética y honestidad personal, la credibilidad y legitimidad, la responsabilidad ante el electorado, la igualdad de condiciones y mérito, el impacto en la confianza en las instituciones o la responsabilidad política y precedentes. La última es la que egoístamente más debería haber preocupado al propio Partido Socialista, porque cuando un líder se aferra al poder pese a la evidencia de haber cometido un engaño, daña la imagen de todo el Gobierno o su partido.
En Europa la norma es dimitir por lo que Pedro Sánchez hizo, sin excepciones. En Alemania están los sonoros ejemplos de Karl-Theodor zu Guttenberg, que dimitió como ministro de Defensa por este motivo en 2011; Annette Schavan, ministra de Educación y Ciencia en 2013; o Franziska Giffey, ministra de Familia en 2021. Pero también hay ejemplos en países como Macedonia del Norte, donde el primer ministro Zoran Zaev dimitió por haber plagiado partes de su tesis doctoral en 2019; en Rumanía dimitió el ministro Victor Ponta por lo mismo en 2012; en Hungría, Livia Jaroka en 2020; en Bulgaria el primer ministro Plamen Oresharski en 2014; o en Suiza, Toni Brunner, presidente del Partido Popular, en 2014.
La integridad personal es un valor esencial innegociable en política. Un líder que engaña en algo tan fundamental como su formación académica está incumpliendo las expectativas de comportamiento ético que se exigen a quienes ocupan cargos públicos. Cuando una sociedad consiente que el mismísimo presidente del Gobierno violente esta condición esencial, cualquier mal terrible podrá precipitarse sobre ella en adelante. Y así ha sucedido.
El paciente cero
Un pez se pudre de la cabeza para abajo, dice el aserto. En política, nada es más cierto. Pedro Sánchez es la cabeza de un pescado que hiede y se pudre a velocidad de vértigo. Es el paciente cero, el portador primario de una enfermedad que se propaga de arriba hacia abajo, que infecta a todo individuo ambicioso falto de ética, lo utiliza y, una vez amortizado, lo convierte en cadáver político. Este es el caso reciente de Álvaro García Ortiz, hasta ayer fiscal general del Estado y hoy un cadáver mal oliente, un patético zombi al que Pedro Sánchez bien podría recitarle con retranca la frase de El Capitán Alatriste: «Vuestra existencia ya no vale nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie».
El hecho de que personajes ambiciosos, que a diferencia de la mayoría de la tropa que sirve a Pedro Sánchez, tienen un currículum, como Álvaro García Ortiz, Nadia Calviño Santamaría o José Luis Escrivá Belmonte escalen posiciones trepando por sobre la montaña de la podredumbre es una desgracia y una canallada. Pero que buena parte de la sociedad española lo tolere o, incluso, lo aplauda porque cree que así jode a la derecha es lo más tremendo.
En política, ninguna falta que vulnere la ética y honestidad personal es menor. Exigir decencia a los gobernantes es un deber cívico indispensable, ninguna preferencia partidista o ideológica sirve como excusa. En democracia, cada individuo tiene derecho a votar a quien considere oportuno. Pero, aunque la ley escrita no diga nada al respeto, nadie tiene el derecho a premiar la corrupción. Lo que las leyes no prohíben, debe prohibirlo la decencia.
Confío en que estos seis años negros y tremendos de la historia de España servirán como revulsivo. Y que, una vez que Sánchez pase a ser historia, el que venga detrás, aunque desgraciadamente pueda ser un necio, sea cómo mínimo decente. Menos que eso es garantía de catástrofe.