El fiscal general del Estado pedirá su propia absolución
«Poco importa, pues, que algunas asociaciones de fiscales le pidan que renuncie y otras que resista: el daño ya está hecho»
Hasta tal punto es grave la imputación del fiscal general del Estado por parte del Supremo que ya está afectando, jerárquica y capilarmente, a toda actuación del ministerio fiscal en cualesquiera procedimientos en curso. Se equivocarían los abogados defensores al no aprovechar la coyuntura. Todos los que dependen del fiscal son hoy en cierto modo, y aunque no lo quieran, potenciales pendencieros. Toda decisión que tomen está teñida de un vicio de origen.
Que el imputado haya ido a preguntar a sus subordinados lo que opinan (¡lo que opinan!) de la susodicha imputación no hace sino añadir esperpento al esperpento. Por no hablar ya de la declaración del presidente del Gobierno («Ha hecho su trabajo»), que suena literalmente a encargo del capo a Alvarone (FJL copyright).
Poco importa pues que algunas asociaciones de fiscales le pidan que renuncie y otras que resista: el daño ya está hecho. Al no dimitir inmediatamente (parece mentira que el estatuto del fiscal general no contemple, siquiera por vía pasiva, que el titular ha de estar limpio de toda sospecha para poder ejercer su mandato), es toda la institución, y, por ende, todo el sistema de justicia, el que queda profundamente malherido.
Sólo queda por ver qué fiscal tendrá que lidiar con la oprobiosa tarea de defender, por imperativo legal, la inocencia de García Ortiz. El Supremo, ciertamente, no lo tendrá fácil, pero revelar secretos por parte del fiscal general es un delito en grado máximo y conviene que la vena de la Justicia no me mueva ni un ápice.
Que García Ortiz se jacte de que, por su cargo, conoce muchos elementos políticos sensibles de la oposición (pues a esto se refirió en la entrevista defensora que le hizo el habitual Xabier Fortes en TVE) no hace sino expandir el olor a falta de imparcialidad que exhala su persona desde el primer día de su nombramiento.
Estremece pensar que prospere algún día la idea de que sean los fiscales del organigrama los que instruyan los casos.
Coda 1) Regresados. Un tribunal italiano, para regocijo de la izquierda biempensante, ha repatriado a los primeros emigrantes que el gobierno de Meloni había enviado a un centro de deportación en Albania. No reparan estos en que regresarán a Italia más que probablemente para desde allí poder ser expulsados «con todas las de la ley» a sus países de origen, en peores condiciones, con seguridad, que las del centro albanés.
Hasta que la cuestión migratoria (que es ya el primer tema de campaña política en toda Europa) no se mutualice en Bruselas, con un sistema armonizado de acogida y distribución realista, y que tome en consideración el complicado equilibro entre necesidad de incorporar mano de obra extranjera y de fomentar la capacidad de integración del colectivo inmigrante, los partidos nacionalistas de la derecha y de la derecha radical utilizarán el tema de la seguridad como ariete contra las políticas que consideran blandas, buenistas e ineficaces de la izquierda. También habrá que aprender a llamar a las cosas por su nombre: los inmigrantes que, al instalarse, pretenden imponer su cosmovisión contraria a los valores occidentales, deberían abandonar toda esperanza. Y en España no sirve el compararse con los gitanos, esa «etnia» que sigue incomprensiblemente sin integrarse tras décadas de ayudas e incentivos por parte de los poderes públicos. El velo islamista no es el único pañuelo deleznable.
Coda 2) La soledad de Bernard-Henri Lévy: entrevista-trampa en TVE al filósofo francés, venido a España a presentar su libro La soledad de Israel, en la que Xabier Fortes quiso hacerle la autocrítica… pero el otro no se dejó, ante la mirada atónita de los contertulios.
Si la idea era denigrar las tesis del escritor a base de preguntas capciosas («¿Por qué cree usted que Israel está tan solo?»), amenizándolo con un bucle de imágenes de zonas bombardeadas y niños masacrados en Gaza, el tiro salió por la culata. BHL le preguntó a su inquisidor si «el presidente español Pedro Sánchez había ya comentado algo sobre la eliminación del líder terrorista de Hamás Yahya Siwar». La respuesta fue «Sí, Sánchez ha pedido que cese la guerra».
Según BHL, sólo una victoria militar aplastante e incuestionable de Israel, en todos los frentes, puede abrir la puerta a una solución negociada de paz.
Aquí la entrevista in extenso.
La única entrevista no sesgada, al menos reciente, que se le conoce a Fortes, curiosamente es la que le hizo a hace unas semanas a su señor padre , Xosé Fortes, uno de los militares de la valiente Unión Militar Democrática, con ocasión de la presentación de su libro. Aquí un extracto. Una delicia de entrevista.
Coda 3) Mudita para siempre. La reciente premio Nobel de literatura surcoreana ha anunciado que no hará declaraciones públicas… ¡mientras haya guerras en el mundo! Vasto programa. Es lo que ocurre cuando la academia sueca concede su premio a una adolescente vegetariana y desnortada. La coreana, sin embargo, parece que sí hablará lo justo en Estocolmo, para poder recoger el cheque al portador.
Eso sí, lo de esta autora es la prueba de que el galardón, a diferencia del Planeta, con el que compite en bolsa de dinero, no está en absoluto amañado ni genera filtraciones: la verdad es que apenas hay libros de ella disponibles en las librerías europeas, en ninguna lengua occidental: están todos sus títulos en reimpresión acelerada, señal inequívoca de que nadie en el mundo editorial esperaba que ganase el premio. Es inevitable cuando se insiste un año más en no dárselo a Salman Rushdie, tan presente en librerías y tan dispuesto a hablar de las cosas que incomodan.
Coda de honor) Con la muerte ayer de Simon Fieschi, víctima superviviente del atentado a Charlie Hebdo perpetrado por los locos ebrios de Mahoma en enero de 2015, se va otro de los héroes de la libertad de expresión.
Con su humor característico, lamentaba cuando lo entrevistaban que sus graves secuelas por el disparo que atravesó su cuerpo le impedían hacerles una peineta a los yihadistas que en el mundo son. (Reconforta recordar que Charlie Hebdo, siempre tan certero, hizo coña con los etarras en más de una ocasión, comparándolos a otros asesinos iluminados, justo cuando ayer, sin ir más lejos, se homenajeó en San Mamés a un alpinista vasco iluminado que clavó una ikurriña con serpiente etarra en el Everest).
El relato de Simon Fieschi sobre su estancia en el hospital, publicado en 2020, en Charlie Hebdo.
Aquí una traducción exprés:
Despertar en un sarcófago en enero de 2015
«Salgo gradualmente del coma el 14 de enero. Fue mi madre quien me contó lo que había pasado, quién estaba muerto, vivo o herido. Al mismo tiempo, me entero de Montrouge, del Hyper Cacher, de la manifestación del 11 de enero y del «número de supervivientes». Todo se mezcla y nada parece real.
Al principio, mi estado era un misterio para mí. Tardé días en darme cuenta de que me habían disparado y en apreciar la gravedad de mi situación. No puedo moverme ni hablar, sólo guiñar un ojo para comunicarme. Tengo tubos por todo el cuerpo, una máquina que respira por mí. Sudo a litros, me ahogo y tiemblo, el tubo de la garganta es horriblemente invasivo, siento que me ahogo en mis propias babas. Mi cuerpo es puesto a prueba: pinchado, frío, acariciado. Tengo que parpadear si siento algo. Nada, desde los dedos de los pies hasta los pezones. Los médicos callan, pero sus pintas hablan por ellos. La impotencia se mezcla con la humillación cuando me doy cuenta de que ya no puedo limpiarme el culo. Una sensación de ruina absoluta. El despertar tiene todas las características de una situación de pesadilla, sólo que una pesadilla que continúa ya no es una pesadilla, es la realidad. Lo único real en todo esto es mi cuerpo, en el que estoy atrapado. Y el dolor.
Digo dolor, pero deberíamos hablar de dolores, en plural, porque son muchos y varían en naturaleza, intensidad y duración. Se mezclan, se suceden, se complementan y conforman un tormento continuo que los cuidadores hacen todo lo posible por calmar, pero que no pueden hacer desaparecer. Descubrí la sensación de un hueso roto, de una carne herida, de un nervio que grita. El dolor de estar incómodo, que empieza como una ligera molestia y se hace insoportable al cabo de unas horas. El dolor de las noches, cuando la enfermera no podrá darme morfina hasta dentro de mucho tiempo. A veces es un punto concreto el que duele, a veces el dolor es tan difuso que no sé de dónde viene. No siempre sabemos cuál es la causa. Desde hace semanas, el brazo me da guerra sin que nadie sepa por qué. La sensación de quemazón, de agujas insertadas bajo mis uñas, de descargas eléctricas, desencadenadas por el menor roce, el más leve roce contra una sábana. Pero también el dolor agudo y amargo de cargar sobre mi herida con todo mi peso cuando me giraban en sentido contrario para tratarme. A menudo habría saltado si hubiera podido hacer el más mínimo movimiento, habría gritado si no me hubieran intubado. Detalles así te cambian el día. No podía escapar del dolor. Era tan intenso que habría muerto para que parara.
Pensé mucho en aquella cama y me di cuenta de que morir era mi única solución. ¿Pero cómo? No podía suicidarme, paralizado en una cama de cuidados intensivos y bajo supervisión médica constante. Que me obligaran a vivir me parecía una negación intolerable de mi libertad. Llegué a la conclusión de que si quería recuperar mi libertad, tendría que esperar mi momento, observar y mejorar antes de tener finalmente la oportunidad de suicidarme.
Durante más de una semana, sólo tuve un pie en el reino de los vivos. Cuando me entero de que hemos sido atacados por Al Qaeda, de que todo el mundo está muerto, de que las campanas de Notre-Dame han doblado por Charb, Cabu y los demás, de que nuestro pequeño Charlie ha sacado a 4 millones de personas a la calle y ha conseguido las mayores ventas de la historia de la prensa francesa, se hace difícil distinguir entre la realidad y las alucinaciones.
La reanimación te vuelve paranoico. Por ejemplo, estaba convencido de que apestaba horriblemente y de que nadie podía acercarse a mí sin vomitar o desmayarse, o de que era un conejillo de indias al que mantenían vivo para un experimento espantoso. Creía que me torturaban por diversión. Tenía visiones de soldados de la primera guerra mundial tan mutilados que resultaba absurdo y de terribles crímenes en dibujos animados o videojuegos. Compartía mi habitación con espíritus mucho más reales para mí que los médicos que trabajaban alrededor de mi cama. Paradójicamente, mientras intentaba morir, me aterrorizaba una enfermera que merodeaba por la sala intentando matarme con una inyección. En cuanto me di cuenta de que ella era mi mejor baza para acabar con mi vida, la esperé y, por supuesto, a partir de ese momento dejó de aparecérseme. A día de hoy, sigue siendo para mí la imagen del Ángel de la Muerte, y es una imagen amistosa.
Al principio, las visiones eran atroces, pero poco a poco tuve otras visiones interesantes, incluso maravillosas. He tenido un concierto de Pink Floyd y otro de James Brown para mí solo, en todo su esplendor, salvo que mi James Brown estaba dibujado en blanco y negro por Gotlib. He visto a cuidadores realizar admirables orgías de inventiva y salacidad delante de mí. No tenían por qué molestarse, ya que disponía de la habitación más grande de la sala y tenían asegurado mi silencio, ya que estaba intubado. Nunca les he delatado, hasta ahora.
La imposibilidad de comunicarme era especialmente frustrante. Durante varios días estuve convencido de que un interno me había conectado secretamente a Internet a través de la sonda nasal por la que me alimentaban. Me impresionó mucho, no sabía que eso fuera posible. Intercambiábamos mensajes, él podía ver lo que yo veía y oír lo que yo oía. Tenía un vínculo muy fuerte con él sin que lo supiera. Hablábamos de historia, de filosofía, de mujeres, de finanzas, de mi enfermedad… Todo se interrumpió el día que me hizo un tacto rectal. En ese momento, pensé que estaba yendo demasiado lejos, y la conexión nunca se restableció.
En retrospectiva, estas visiones me parecen extrañas, pero la morfina y otras drogas te impulsan a un mundo paralelo, ya sea maravilloso o aterrador. También me he dado cuenta de que el cerebro intenta dar sentido al caos y rellena los huecos de la historia lo mejor que puede.
Incluso si estás bien atendido y cuidado, como me ocurrió a mí, te encuentras en un estado de soledad absoluta. Sentía la emoción de los que venían a verme, pero al principio sus palabras eran inútiles, no estaban en mi cuerpo, no entendían. Mirando hacia atrás, no es tan malo que no pudiera responderles cuando me decían lo felices que estaban de que yo estuviera vivo. Es muy bonito que se alegren, pero luego se van a tomar una copa, vuelven a casa, se cagan encima, tienen sexo y se duermen sin sufrir. En aquel momento, los odiaba por eso. La gente cercana a mí no podía consolarme, pero en una extraña inversión de papeles, yo podía intentar consolarlos a ellos. Así que en cuanto pude hablar con ellos, les conté chistes. En cuanto pude escribir, llamé a mi compañera a mi habitación y le pedí que se marchara, que empezara una nueva vida libremente, era obvio que no podía quedarse conmigo así. Ella se negó rotundamente. Aparentemente es muy común querer liberar a la otra persona en una situación así. Se quedó, sigue allí.
Hubo un momento en el que realmente pensé que iba a morir. Vi ir y venir a todos mis antepasados, piratas de Saint-Malo, judíos polacos y corsos taciturnos que me maldecían por haber acabado con su linaje porque no había tenido hijos. Sentí que la parte más reptiliana de mí me decía: «No has transmitido tus genes, tu existencia no ha servido para nada». A pesar de mi deseo consciente de dejar de vivir, siempre recordaré mi reacción animal e instintiva de arremeter con todo mi ser contra la muerte.
Como no podía o no quería morir, tenía que empezar a vivir de nuevo. Pocos se han atrevido a preguntarme cómo te sientes en un momento así, qué esperas en una situación así. Yo no tenía esperanza, no podía permitirme ese lujo. ¿Podría volver a caminar, respirar sin la ayuda de una máquina, mear sin una manguera en la polla, ¿tener menos dolor? No tenía ni idea, y esa no era la cuestión para mí. La desesperación no es la infelicidad, es la ausencia de esperanza, es no tener expectativas particulares, buenas o malas. Mi desesperación me ayudó porque no tenía nada que perder, me liberó. No tenía ni idea de lo que podía recuperar, ni de si dependía de mí, de la suerte o de cualquier otra cosa. Mis compañeros de Charlie estaban ahí fuera luchando por el periódico y yo habría dado cualquier cosa por estar con ellos, pero en aquella cama mi campo de batalla era yo mismo. Así que luché con todas mis fuerzas, sin saber si servía de algo. Era la única vez en mi vida que había hecho algo tan desesperadamente. No dejaba de repetirme estas dos frases: «No quiero que ganen “ y ”Ellos no han podido conmigo», «ellos» por los que nos habían hecho esto.
Con el cuerpo tan dañado y el cerebro destrozado, sabía que tenía que empezar por trabajar la mente. Los psiquiatras no podían hacer nada por mí y yo no podía hablar, así que dejé de verlos. No sabía leer, tenía problemas de concentración y me fallaba la memoria. No sentía ira ni odio, pero tenía ataques de miedo, tristeza y desánimo a causa del dolor. Me enseñaron una técnica de meditación llamada escaneo corporal, que consiste en imaginar y sentir cada parte de tu cuerpo, sin preguntarte si va bien o mal, simplemente tomándolo como es. Te ayuda a dejar de luchar contra tu cuerpo, a reivindicarlo poco a poco y, sobre todo, a mantener la mente ocupada en otra cosa. Con el tiempo, aprendí otras técnicas, como aliviar el dolor, respirar e intentar calmarme cuando mis pensamientos iban a toda velocidad. También tuve que dejar de decirme a mí mismo «mueve la pierna » todo el día cuando no se movía, era demasiado deprimente. Así que empecé a hacer los movimientos de andar mentalmente. Inmóvil en mi cama, caminé kilómetros y kilómetros, hasta quedar exhausta. Porque, curiosamente, eso también es agotador. Hice todo esto como si fuera un entrenamiento mental, y ese fue el comienzo de mi rehabilitación.
Uno de mis médicos, que es muy religioso, me dijo en un día difícil que era un «mártir». Y cuando volví a caminar, me dijo que era un «milagro andante». No es falso, pero me afectó mucho. He aprendido a vivir con lo que he perdido y con lo que me queda. Ha sido el año más difícil de mi vida y, sin embargo, siento una extraña nostalgia por 2015, porque es cuando estaba más vivo, cuando sentía con más fuerza la euforia de estar vivo. “