Acorralado y más peligroso que nunca
«La política del odio de Sánchez podría llevarle a convertir unas elecciones anticipadas en un plebiscito populista con el que acabar con el régimen del 78»
Javier, Patricia, José y más recientemente Álvaro nos han dejado. Todos ellos eran mis amigos y compartían tres características: marcharse de forma prematura, ser padres o madres y tener buen carácter. Más allá de estos rasgos comunes eran personas muy distintas, con vocaciones y ocupaciones diferentes. Pero hay otra característica que todos ellos compartían, una inquietud que exteriorizaban sin tapujos: la preocupación por la deriva política de España.
Una de las penas que me embarga cuando los recuerdo es que tuvieron que dejar este mundo llevándose esa preocupación consigo. No pudieron desprenderse de ella, ni siquiera parcialmente. Ni un sólo brote verde, en expresión que popularizó Bruce Kasman durante el viacrucis que siguió al crash de 2008, con el que abrigar la esperanza de que a quienes amaban y dejaban atrás continuarían sus vidas en un país con algún signo de mejora democrática. A menudo me pregunto si me sucederá lo mismo o si, aún peor, me marcharé entre los ecos del derrumbe.
Recuerdo de niño la preocupación de mis padres cuando Arias Navarro, presidente del Gobierno durante la dictadura, anunciaba por televisión en blanco y negro que Franco había muerto. «¿Y ahora qué?», se preguntaban mis padres mientras sus recuerdos de la durísima posguerra se volvían muy vívidos. Por entonces yo no entendía nada de política, era un crío, pero podía percibir nítidamente su inquietud, ese temor a que al régimen descabezado le sucediera el caos y la violencia.
En mi familia, como en todas en esos años, la Guerra civil no era historia, era un episodio aparcado provisionalmente a la vuelta de la esquina, un horrendo suceso cuya alargada sombra alcanzaba hasta el futuro. Hoy, afortunadamente, podemos dar por descontado que no nos alzaremos en armas divididos en dos bandos. Pero a finales de 1970 no se podía dar por sentado.
Es verdad que flotaba en el ambiente el deseo abrumadoramente mayoritario de no volver a incurrir en la violencia, pero ¿y si sucedía lo indeseado?, ¿y si vanguardias los suficientemente vehementes se las arreglaban para arrastrarnos de nuevo al conflicto? Al fin y al cabo, la violencia de ETA estaba muy presente y, desgraciadamente, nos iba a acompañar durante décadas. Es más, a día de hoy, aun travestidos de demócratas, los herederos del ETA practican la exaltación de la violencia y la violencia política en los pueblos y ciudades donde imperan.
«Odio a Sánchez por reducir la política al nosotros contra ellos»
Nunca he odiado a un político, excepto a los que tienen que ver con el entorno de ETA. Pero hasta este odio, perfectamente legítimo, tiene más de razón que de sentimiento. Al fin y al cabo, se trata de gente muy peligrosa que se llena la boca con la palabra democracia, pero está determinada a imponer su propio régimen, si es preciso a sangre y fuego. Ni siquiera he odiado a Zapatero. Lo tengo por un tipo mezquino e inmoral que hace carrera y dinero blanqueando a criminales, como Nicolás Maduro. Así pues, el fundamento de mi juicio en todos estos casos no es el odio, es el conocimiento.
Sin embargo, con el actual presidente del Gobierno es distinto. Todo en él me resulta odioso. Su rostro, con las cejas levantadas y las comisuras de la boca en sentido descendente, es la quintaesencia del cinismo, el semblante del canalla infantilizado que inmediatamente después de cometer el delito pretende convencer a los testigos de que acaba de llegar o que nunca estuvo en el lugar de los hechos; y su voz de catequista, tenue y engolada, que vomita sin apenas inflexiones falsedades, amenazas y señalamientos, despiertan en mí los peores sentimientos.
Odio a Sánchez, precisamente, por su determinación para animar y explotar en su propio beneficio los peores instintos, por reducir la política al nosotros contra ellos, por situar su supervivencia por encima de todo y de todos. Lo odio, en definitiva, por convencerme de que, para sobrevivirle, el primer paso inescapable es odiarle.
Para mis padres, Sánchez encarnaría, además de todos sus temores, un temor nuevo e incomprensible porque no alcanzarían a ver en él ninguna ideología, ninguna lógica política, ni buenos o malos ideales, tan sólo el deseo de sobrevivir para imponerse. Sánchez sería para ellos un ser extraño, un desaprensivo en toda la plenitud del término que nunca debió dirigir un país, pero tampoco una pequeña empresa o siquiera una familia.
«¿Qué responderá a sus hijas cuando le pregunten por las imputaciones familiares?»
Y digo que siquiera una familia porque cualquier enseñanza que pueda transmitir un personaje semejante será nociva por fuerza, porque ¿cómo podrá educar correctamente a nadie si la educación se asienta en el ejemplo?, ¿qué responderá a sus hijas cuando le pregunten por las imputaciones familiares?, ¿las mentirá y dirá, como a nosotros, que todas sus calamidades son producto de los bulos, de una maléfica máquina del fango?
Lamentablemente, odio a Sánchez con todo el sentido, porque a Javier, Patricia, José y Álvaro, y a otros muchos que no conozco, les ha privado de una despedida reconfortante en lo político. Les ha robado hasta esa desprendida esperanza que los padres derraman sobre los hijos y en general sobre los que llegaron después que ellos.
El tiempo pasa a velocidad de vértigo. Así han pasado en un pestañeo demasiados años desde que nuestro país empezó a deslizarse por la resbaladiza pendiente del todo vale en política, hasta que al final se ha quedado el todo vale y ha desaparecido la política. Lo que ahora vemos, padecemos y sufrimos no es política, por más que algunas plumas insignes califiquen a este monstruo de animal político. Es si acaso un ritual siniestro y primitivo en el que se sacrifican sistemáticamente derechos, haciendas y personas para salvaguardar al patriarca.
Dicen que el diablo está en los detalles. Con Sánchez nada es más cierto. Hasta en las decisiones más desapercibidas este consumado promotor del odio no da puntada sin hilo, todo lo planifica en función de este sentimiento. Así se explica que, además de hacerse con el control de Radio Televisión Española por decreto, Sánchez haya escogido de entre todos los posibles candidatos para dirigirla a José Pablo López, precisamente el tipo que más odia a la horma de su zapato: Isabel Díaz Ayuso. En efecto, el diablo está en los detalles. Sánchez no escoge simples lacayos, escoge lacayos que odien como es debido.
«Los ególatras como él tienen una autoestima inflada pero frágil que los hace especialmente vulnerables a cualquier tipo de crítica»
El odio que Sánchez proyecta sobre la sociedad española no obedece sólo a una estrategia que, aunque repulsiva, sería estrategia, al fin y al cabo. Los ególatras como él tienen una autoestima inflada pero frágil que los hace especialmente vulnerables a cualquier tipo de crítica o desafío. Cuando perciben que alguien les resta importancia o pone en entredicho su superioridad, reaccionan con ira y resentimiento, desarrollando un odio intenso.
Aunque proyectan una imagen de confianza, su autoestima depende de la validación externa. Cualquier situación o persona que no refuerce su visión idealizada de sí mismos hace que se sientan humillados o menospreciados, lo que exacerba aún más su odio. Tienden a ver las interacciones sociales como una competencia por el estatus y la admiración. Y si sospechan que se les está robando el protagonismo o desafiando su autoridad, su odio irá en aumento.
Con todo, lo más peligroso es que experimentan un vehemente sentido de derecho, creyendo que merecen más respeto, admiración o éxito que el resto. Cuando la realidad no coincide con esas expectativas infladas, se sienten frustrados y resentidos, lo que deriva en odio hacia aquellos a quienes perciben como responsables de su situación como, por ejemplo, los jueces y, en general, la Justicia.
Ahora que los acontecimientos se están precipitando y la Audiencia Nacional ha confirmado la participación «del 1 », es decir, Pedro Sánchez, en el rescate bajo sospecha de Air Europa, podríamos cometer el error de pensar que, esta vez sí, el principio del fin ha comenzado. Me temo que, con este ególatra a los mandos, nada es imposible, incluso lo más tremendo.
La política del odio que Sánchez inocula y explota a conciencia podría llevarle a instrumentalizar unas elecciones anticipadas y convertirlas en un plebiscito populista con el que, si la suerte electoral le acompaña mínimamente, dar por finiquitado el régimen del 78 e instaurar el sanchismo que esconde bien adentro y todavía no hemos visto.