Un gato secreto. Noches de Madrid
«Más grupos de chicas la mar de contentas, camino a sus fiestas. Es inimaginable en otras latitudes, España es uno de los tres países más seguros del mundo»
La otra noche, viernes, estaba yo en La Casa de la Tortilla, abarrotada de una clientela juvenil y fiestera, atraída por los precios baratos y la tortilla suculenta, y salí un momento a tomar el aire en la calle Hartzenbusch. También pasaban por allí muchas chicas jóvenes, vestidas de manera sucinta, como se lleva ahora. Una le explicaba a su amiga:
-Y le dije: «No voy a ir. ¿Por qué? Porque sí».
Y se reía. La otra sugirió:
-«Porque tengo un gato secreto, y tengo que cuidarle».
Más risas. Se lo estaban pasando bomba.
Me quedé mirando a mi lado un tipo tambaleante, casi catatónico, con cara de pícaro, parecido a Kurt Vonnegut. Dicen que vivo en las nubes, pero la verdad es que observo, más de la cuenta, fijamente, y tengo que vigilarme porque a veces causo inquietud.
El otro día, en el tren, salí a la plataforma entre vagones a responder a una llamada. Estaban allí sentadas en el suelo una madre con su hija, que se comía un petitsuís. Me quedé mirando a la niña. Los críos me parecen graciosos. No saben nada, pero sus cerebritos tienen muchas más neuronas y sinapsis que los adultos, según he leído, y por eso tantos parecen al principio superdotados, pero pronto el organismo desconecta los sistemas que no son estrictamente útiles para la supervivencia y se vuelven tan tontos como cualquiera.
Yo miraba, miraba, y de repente la madre me dijo:
-Estamos incómodos.
-Ah… -dije, desconcertado-. Bueno, en ese vagón hay muchos asientos libres.
–No, incómodos con su mirada.
La señora me había tomado por un pederasta, vaya por Dios. Se levantaron y se fueron de la mano al vagón.
La verdad es que me molestó, aunque parte de la culpa era mía. Y la otra parte es de la paranoia ambiental que dice que todos los varones somos violadores en potencia. Lo cual en parte es verdad, igual que, en potencia, todos somos asesinos. (Para eso está la testosterona, para cazar y matar, y para transmitir la vida). De ahí mi gratitud hacia la eficiente policía española. Aunque a veces chulesca, también es eso cierto.
En dirección a la espalda de la madre que se alejaba mascullé una maldición:
-Que te preñe un verdugo.
No importa que no haya ya verdugos en Europa. Todos lo somos… potencialmente.
También ángeles… potencialmente.
Pero estoy divagando. Volvamos a la calle Hartzenbusch, a la puerta de La Casa de la Tortilla.
Kurt Vonnegut, receloso ante mi mirada fija, farfulló:
-¿Nos conocemos?
-No, pero me cae usted simpático.
Lanzó una carcajada, tosió, dijo en éxtasis:
–¡Esto es Madrid! ¡No te conozco de nada y ya somos amigos!
Se llamaba Alfredo y tenía 65 años. En vez de estar allí, en La Casa de la Tortilla, tenía que haber ido al hospital, a llevarle las pantuflas a un amigo en el piso 9, habitación 4. Este amigo era muy querido, porque en el año 92 llevó en su coche a su madre –la madre de Alfredo— a la Residencia. Desde entonces Alfredo le estaba muy agradecido, pero hoy, en vez de llevarle las pantuflas, que reclamaba, se había ido al karaoke.
-Ya iré mañana. Lo importante es la libertad.
Pasaban por la calle dos chicas con un pastel rosa, que dejaron sobre un poyo para encender la velita. Llegaron otras, se pusieron todas a bailar al son de un teléfono. Luego siguieron su camino, felices.
Pasó una pareja de un negro y una rubia, diciéndose cosas tiernas.
-No voy hoy, que no voy hoy al hospital, la libertad y la vida son las dos cosas más importantes –dijo Alfredo.
Me enseñó en su móvil una grabación que se había hecho a sí mismo en el karaoke vacío cantando Cántame un pasodoble español: «Si comparas un alegre pasodoble / con los mambos, bugy bugy y el danzón / verás que en el mundo entero / lo que vale es lo español».
-¡Me lo he pasado de puta madre! –dijo.
-¡No me extraña!
Estuvimos charlando un rato y luego dije:
-Bueno. Adiós, amigo.
De vuelta a casa vi por la calle a otra pareja de española y africano. Más grupos de chicas la mar de contentas, camino a sus fiestas. Pura vida. Esto es inimaginable en otras latitudes, he leído que España es uno de los tres países más seguros del mundo, con un índice de homicidios de 0,6 por cada cien mil habitantes.
Ya era muy tarde. En un banco de la silenciosa calle Luchana, bajo un árbol sombrío, estaba sentado un suramericano, solo con sus problemas, triste.
Al llegar a casa me asomé al balcón, a repasar tantos acontecimientos, tanta efervescencia. La calle dormía. Tarareé el pasodoble: Verás que en el mundo entero / Lo que vale es lo español.
¿Cómo es eso?, me dije. ¡Pero si es la caída de la casa Usher! Precariedad laboral, sueldos bajos, natalidad hundida, pisos inaccesibles, burocracia ineficaz y tentacular…
«Cántame un pasodoble español /que al oírlo se borran mis penas, / cántame un pasodoble español / pá que hierva la sangre en mis venas….»
Luego pensé en las chicas fiesteras con su pastel rosa.
Luego, en el gato, el gato secreto.
Luego cerré el balcón y me fui a acostar.