Íñigo, sé fuerte
«Te entenderé si eres capaz de preguntar: ¿de qué violencia sexual soy victimario? ¿De qué conducta que merezca tamaño reproche social? ¿Cuáles son las pruebas?»
En la tarde del 27 de abril de 2018, eso que pomposamente venía denominándose desde el 15-M como «nueva política en el espacio de la izquierda de este país» decidió mutar, bajo el estandarte de un feminismo muy mal entendido y aún peor digerido, en una colosal madrasa moral; con su catecismo, sus salmos responsoriales, sus liturgias y sus sacerdotisas. Y sus muyahidines, por supuesto.
Entre ellos, Íñigo Errejón, quien, en esas horas de aquel jueves de abril del 2018, muy poco tiempo después de que se conociera una sentencia de más de 370 folios dictada por la Audiencia Provincial de Navarra en el célebre caso de La Manada, sumaba su voz indignada a un corifeo que, irreflexiva e histéricamente, clamaba por las calles y plazas de Pamplona, y de otras tantas ciudades españolas: «No es abuso, es violación».
El 4 de mayo, desde la puerta del Sol de Madrid, Errejón se permitía tuitear: «Acompañando a la hermosa manifestación feminista en Madrid. La terrible sentencia de la Manada ha sido la gota que ha colmado el vaso: esto no se va a detener hasta lograr un país sin violencia contra las mujeres». Se cuentan por miles los corazoncitos clicados a esos mensajes del entonces secretario de Análisis Estratégico de Podemos y precandidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid. En una entrevista en el diario.es Errejón no escatimaba epítetos a la resolución de la Audiencia de Navarra («infame», «inadmisible») y cargaba contra el Gobierno de Rajoy por no haber escuchado hasta entonces las reivindicaciones del movimiento feminista.
Y después siguió lo que tocó o tocase para «irradiar desde el núcleo», «cabalgar» cuanta contradicción entre lo público y lo privado saliera al paso y ocupar todos los espacios posibles en la política y en el tejido social a lomos de la «revolución feminista», especialmente aquellos regados con dinero público: «El yo sí te creo, hermana», «las víctimas que no encuentran espacios seguros para la denuncia», «las masculinidades tóxicas producto del heteropatriarcado», todos los mantras que han venido componiendo un vademécum iliberal con el que disciplinar la moralidad sexual, o mejor dicho, la moral sexual de los heterosexuales, pero, sobre todo, con el que poner patas arriba los procedimientos y garantías del Derecho penal de un Estado democrático y constitucional que ya tenía en «el centro» el «consentimiento» como condición necesaria y suficiente de la licitud de la relación sexual y que no necesitaba de las ocurrencias legislativas luego perpetradas.
Provoca estupor recuperar las campanudas declaraciones de Errejón a propósito la violencia sexual ejercida por Rubiales contra Jenny Hermoso consistente en un piquito robado (una acción, inicialmente celebrada o desapercibida, que le puede costar una pena de cárcel); da urticaria ese último acto epistolar con el que cerrar la farsa, una ridícula inculpación interruptus en la que no se puede evitar, con propósito exculpatorio, el empleo de una jerigonza con la que despistar y seguir impostando. Pero sobre todo provoca consternación comprobar cuántas ganas te tenía ese monstruo que contribuiste a crear y cuánto lo azuzan tus antiguos correligionarios y amigos enseguida prestos a sacar tajada política de tu derrumbe y volver a loar lo que no son sino fiascos ejecutivos y legislativos y seguir con sus letanías untuosas de la «empatía ante todo», el «estar con las víctimas» y «acompañarlas».
«Yo te entiendo. Había que tener fortaleza para resistir la ola de entonces, y todas las prebendas adheridas»
Yo te entiendo. Había que tener fortaleza para resistir la ola de entonces, y todas las prebendas adheridas; ese «cambio de ciclo político» que necesariamente conformaría al «hombre nuevo», ese que fuiste incapaz de ser como lo es cualquier hijo de vecino. Y a la mujer «nueva» también, por cierto, infantilizada, condescendientemente dibujada, incapacitada para una forma de ciudadanía sexual que también incluye poder ser abordada o pretendida de formas torpes y resistir, rechazar o aceptar, incluso arrepentirse ex post del riesgo asumido, lo no disfrutado, lo frustrante y las malas decisiones, sin victimismos ni «denuncias anónimas» en el espacio (in)seguro que brindan periodistas de dudosas credenciales cognitivas y morales.
Pero más te entenderé, Íñigo, si eres capaz sencillamente de preguntar, inaugural y públicamente en tu caso, y a pesar de todos los pesares y frente a todos: ¿pero de qué violencia sexual digna de tal nombre soy exactamente victimario? ¿De qué conducta que merezca tamaño reproche social y que no figure en el elenco de equivocaciones o torpezas de cualquiera que hayan podido ser tenidas como parte del ruido de la vida y de las debilidades humanas? ¿Cuáles son las pruebas, lo cual ha de incluir las actitudes, conductas, comportamientos ex ante y ex post de las presuntas víctimas y que justificarán mi condena penal más allá de toda duda razonable?
Más te respetaré si ahora, pese a todos los pesares y todas las manadas, aguantas esta resaca y te atreves a mostrar que la revolución también puede consistir en desandar lo andado.