THE OBJECTIVE
Carlos Granés

El lamento de Íñigo Errejón

«Si hoy la política española es tóxica y crea subjetividades tóxicas, en gran medida se debe a Errejón. Cuando crezca y sea adulto, es otra responsabilidad que deberá asumir»

Opinión
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El lamento de Íñigo Errejón

Íñigo Errejón. | Ilustración: Alejandra Svriz

Cada vez que se destapa un escándalo que le arruina la carrera, en ocasiones la vida, a alguno de los políticos que nos gobiernan, se me viene a la cabeza el título de la gran novela de Juan Gabriel Vásquez: El ruido de las cosas al caer. Nada hace más ruido hoy en día que la caída de un político. Y la razón, sospecho, es que los políticos ya no renuncian, no caen ante la evidencia de sus errores, porque ya ninguno reconoce su mala gestión; ninguno se siente comprometido a rendir cuentas ante la prensa, la ciudadanía o los organismos de control. La desfachatez se ha vuelto rutina, y eso ha convertido la retirada de un político en un evento excepcional, tan improbable como la visita de un papa o el paso del cometa Halley. Por eso, cuando ocurre, produce tal estruendo. 

Mucho más si, cuando estaban de pie, o mejor aún, elevados sobre un pedestal moral, se habían otorgado el derecho de señalar a los demás el camino de la virtud y del progreso, la senda hacia «un mundo nuevo, más justo y humano». Es lo que le ha ocurrido a Íñigo Errejón, portavoz de Sumar en el Congreso y fundador de Podemos. El ruido que ha hecho al caer ha sido brutal porque se desplomó de las alturas de la soberbia intelectual y de la superioridad moral. Pero, curiosamente, el estruendo ha tenido forma de lamento. 

Lo comprobará quien lea la carta con la que se despidió de la política. En ese folio, Errejón reconoce haber cometido actos indebidos, pero inmediatamente se exculpa de sus responsabilidades. En este asomar el rostro sólo para ocultarse luego, se expresa lo que hace tres décadas Pascal Bruckner llamó «la tentación de la inocencia». El sujeto moderno, decía el filósofo, lleva a cuestas una carga muy pesada, la responsabilidad de sus actos, la obligación de dar cuenta de sus decisiones, y por eso lo persigue la fantasía de deshacerse de aquel fardo y comportarse con la irresponsabilidad del niño y la impunidad de la víctima.

«El ruido que Íñigo Errejón ha hecho al caer ha sido brutal porque se desplomó de las alturas de la soberbia intelectual y de la superioridad moral»

A eso aspiramos, decía Bruckner, a la satisfacción ilimitada de unos caprichos por los que no se nos puede culpar, porque somos víctimas. Y eso mismo fue lo que dijo Errejón en su carta. El ruido que hizo al caer también fue un berrinche. Se le acusaba de acoso sexual y él le echaba la culpa a la política, un oficio en el que para ser eficaz había que «emanciparse» de los cuidados, de la empatía y de las necesidades de los otros. Si se comportaba mal no era porque quisiera, era porque la política lo obligaba. Y si ese mal comportamiento se generalizaba, no era porque él fuera un cabrón con las mujeres, sino porque la dinámica política generaba una «subjetividad tóxica», que además el patriarcado multiplicaba. Un pobre niño a la deriva entre esas fuerzas poderosas, la política y el patriarcado, no es dueño de sus actos. Es una víctima.    

Los sufrimientos de Errejón no terminan ahí. Resulta que ese personaje inoculado por una subjetividad tóxica, jodido por la política, acabó en algo peor: enredado en «una forma de vida neoliberal». La política y el patriarcado lo hundieron, lo llevaron al fango y más allá, a lo más bajo. Ese es el tamaño del sufrimiento de Errejón: ha vivido como un sucio neoliberal. Su carta revela sus estigmas y pide compasión. Yo, la persona, soy puro, inocente. Es el personaje mundano, el que se contaminó de neoliberalismo y patriarcado, el que apesta.

Era evidente que Errejón se había nutrido del populismo latinoamericano, pero esta carta deja ver hasta qué punto su visión de la vida y del mundo debe a esa nostalgia premoderna que supo adaptarse a la política del siglo XX. Porque, en su núcleo irradiador, el populismo es un rechazo a la modernidad y a los procesos de individuación promovidos por la democracia liberal. Los caudillos latinoamericanos encantan el mundo, lo pueblan con fuerzas perversas –el imperialismo, el colonialismo, la dependencia económica, la globalización- para que el individuo se sienta muy poca cosa, una migaja indefensa ante un mundo incomprensible e ingobernable, determinado por potencias malignas que escapan a su control. Acto seguido, le ofrecen regresar a la comunidad original, le prometen un refugio de inocencia desde donde podrá dar una pelea contra el mal abstracto que contamina la existencia. 

El caudillo populista le dice a sus huestes que allá afuera hay subjetividades tóxicas, patriarcado, casta, neoliberalismo, yanquis, migrantes, banqueros, judíos, islamistas, fifís, enemigos de la patria, multinacionales, y que la única manera de mantenerse puro es alineándose con el líder, pensando como él, convirtiéndose en un guerrero de su causa. El precio es la renuncia a la libertad y a pensar con autonomía. Es decir, volver a ser un niño. Es lo que quiere el populista, que el individuo autónomo se deshaga en el rebaño, en la comunidad organizada, en la nación o en el partido, y que se vuelva parte de un organismo que sirve a la visión y al destino que quiere imponer el líder.

El daño que le hizo Podemos a la política española introduciendo estas ideas fue brutal. Convirtieron a una ciudadanía moderna y europea en un pueblo heterónomo y victimizado. Dividieron a la sociedad en pueblo y casta y la enfrentaron, tratando de repetir los ciclos españoles de tribalismo y enemistad. Prostituyeron las ideas anteponiéndoles el relato y reivindicaron cuanto sistema autoritario y antioccidental engendró la tierra. Cavaron dos trincheras, la de ellos y la de sus enemigos, que puntualmente ocupó una némesis a su medida, el populismo de derechas. En lugar de ayudar a la modernización y democratización de América Latina, trajeron todos los delirios del tercermundismo a España. Su credo fue la destrucción de los consensos y el descrédito de las instituciones. Si hoy la política española es tóxica y crea subjetividades tóxicas, en gran medida se debe a Errejón. Cuando crezca y sea adulto, esa es otra responsabilidad que deberá asumir.

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