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Fede Durán

Nunca morirán

«Suele afirmarse que un país tiene a los políticos que se merece. Si así fuese, España es un país de mendrugos, caraduras y émulos del Caudillo»

Opinión
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Nunca morirán

Feijóo, Yolanda Díaz y Pedro Sánchez. | Ilustración de Alejandra Svriz

Los políticos se comportan como niños chicos. A diferencia de los mayores, son incapaces de comprender cuáles son los desafíos del momento. ¿Ayudar a la franja noble de la sociedad a resolver problemas tan feroces como el de la vivienda? No, la verdadera ambición es seguir extrayendo sangre del maltrecho pueblo que les vota. 

El principal problema de la política española es que vive al servicio de sí misma. Dentro de ese ombligo se esconde asimismo otro, el del líder incontestable, produciéndose así la paradoja de que partidos y gobiernos funcionan bajo mecanismos dictatoriales. Un macho alfa dicta instrucciones y los demás obedecen sonrientes. Quien opta por el verso suelto corre el mismo peligro que Page: recibir en plena jeta propuestas como la del aeropuerto-gueto de Ciudad Real. Der Flughafen macht uns frei.

Mientras la política existe al ritmo de sus ventosidades, el ciudadano -pasivo o reflexivo- es consciente del secuestro. Sin una revolución, nada puede hacer por purgar el sistema. Y ya sabemos que no suele haber revoluciones sin violencia, y que la violencia es muy engorrosa para la depauperada clase media, camino de clase baja, que puebla las latitudes ibéricas. La única esperanza es que los Sánchez y las Monteros, los Feijóos y las Yolandas, reaccionen por sí solos y se lobotomicen. Quizás así el político (en concreto y en abstracto) deje al fin de comportarse como un niño chico, como un chavalín a duras penas formado e incapaz de comprender, a diferencia de los mayores, cuáles son los desafíos del momento. 

Atracón inmobiliario y turismofobia

Entre ellos destaca, como una estrella polar incrustada en la pupila de la galaxia, la vivienda. Tirando de ese hilo de ladrillo, acero y cristal se halla uno ante el espejo del alma colectiva. De ningún modo se trata de un asunto exclusivamente político. La pandemia sobresaltó de tal modo al ciudadano mundial que la fiebre por viajar a lugares seguros, simpáticos y hasta cierto punto hermosos disparó la demanda hotelera, llenó la tripa de la restauración, multiplicó la carcoma de los apartamentos turísticos y convirtió los cascos históricos de cualquier ciudad en espacios huecos, de cartón piedra, dominados por hileras de individuos aferrados a sus smartphones y embelesados con la estúpida idea de estar viviendo una experiencia única en un ambiente nativo.

¿Qué hay bajo la alfombra?

El alma colectiva es grotescamente fea. Claro que hay excepciones, siempre las hubo, pero el pulso de una sociedad lo marcan sus tendencias, no sus héroes solitarios. Y la tendencia hegemónica sigue siendo el dinero. Sería interesante comprobar, tal vez con el auxilio de la inteligencia artificial generativa, algunos datos esclarecedores. Cuántos ricos habitan los cementerios españoles, por ejemplo, un fenómeno tan fascinante y tan opuesto a la teoría de Bill Perkins (Morir con Cero, Ediciones Obelisco). Cuál es el verdadero régimen fiscal de los ricos (y de la élite política) en contraposición al marco que se aplica a pymes, autónomos y pobres diablos en general. Qué porción de los presupuestos generales del Estado (y, a este efecto, de los recursos de las administraciones públicas sin distinción) se pierde en corrupciones, favorcillos, compensaciones a regiones díscolas y todo tipo de torpezas (ay, esas infraestructuras hidráulicas que no retienen el agua que llueve; ay, ese decaimiento ferroviario; ay, esas carreteras resquebrajadas; ay, esos hospitales y escuelas con humedades).

Blindaje absoluto

Suele afirmarse que un país tiene a los políticos que se merece. Si así fuese, España es un país de mendrugos, caraduras y émulos del Caudillo, pero cabe otra posibilidad: que en España la inmensa mayoría sepa que la política es un sumidero que conviene evitar para desarrollar una carrera profesional, impartir clases en la universidad, salvar vidas en el quirófano o crear compañías tecnológicas capaces de emplear a miles de personas. Este colectivo, por desgracia, participa del juego guasón de las urnas y las papeletas, se aferra aun contra el sentido común a la fidelidad futbolera a unas siglas y rehúsa ir más allá. Las movilizaciones del 11-M fueron transversales y masivas, pero constituyeron, ante todo, una poética singularidad, un paréntesis sesentayochero, un grito tristemente interrumpido que hizo que nuestros caciques, comisionados, intermediarios, espabilados, iluminados y pedigüeños sintieran bien a salvo su fabuloso sistema extractivo. Nadie los sacará jamás de ahí.

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